por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Desde que el dolor decidió empadronarse en mi cuerpo, he tenido que convertirme en gestora de incendios internos y nuevos aprendizajes. Y, cada vez más, elijo que la primera consulta no sea en un hospital, sino en la cocina. No hay bata blanca, pero hay algo mejor: un desfile de rojos, naranjas, verdes oscuros y morados que parecen decirme “aquí seguimos, de tu lado”.
He descubierto que cada alimento puede ser una pequeña pastilla de conciencia. El kaki, las bayas, la piña, la granada, las uvas, el aguacate… no son solo frutas: son diplomáticos que negocian con mis células para que bajen las armas. El brócoli, la coliflor, las hojas verdes, la remolacha, el boniato, el ajo y la cebolla son el manifiesto verde que firma por la paz en mis articulaciones.
En el mar, el pescado azul trae sus Omega-3 como bomberos silenciosos; en la alacena, el aceite de oliva virgen extra es mi ibuprofeno líquido, y las nueces, el lino y la chía son pequeñas reservas de futuro, recordándome que el equilibrio también se mastica.
Luego viene el botiquín mágico: cúrcuma con pimienta, jengibre, canela, clavo, romero, tomillo… miligramitos de brujería legal que convierten un plato normal en un hechizo suave contra la inflamación. Y alrededor, el té verde, el cacao negro, las setas, las legumbres, los fermentados, cuidando mi intestino como si fuera un jardín secreto del que depende todo.
No es una dieta milagro; es una alianza lenta.
Un arcoíris en el plato, menos procesado y más auténtico, más Omega-3 y menos ruido industrial.
Tengo mucho que aprender y sentir,
pero voy a luchar con todo lo posible
por encontrar caminos que ayuden, que acaricien y que cuiden.
Si el dolor insiste en quedarse,
al menos que me encuentre rodeada
de una despensa que también pelea por mí.
Cuando la Cocina se Convierte en Consulta (Un Manifiesto de Autocuidado)
Desde que el dolor decidió establecer su residencia en mi cuerpo, la gestión se convirtió en una tarea diaria. Y en este camino, prefiero, siempre que sea posible, incorporar la naturaleza antes que la química. Así es como estoy descubriendo que la cocina no es solo un lugar, sino también mi primera línea de consulta y tratamiento. No con el ambiente frío de una bata blanca, sino con una explosión de colores vibrantes: rojos, naranjas, verdes oscuros, morados intensos.
Cada alimento es un acto de conciencia, una pequeña cápsula nutricional; cada verdura, un manifiesto silencioso a favor de mi cuerpo. Esta es la alianza que he forjado: la Dieta Antiinflamatoria, una herramienta para bajar el volumen del incendio interno crónico.—–1. Frutas: El Escuadrón de los Flavonoides
Las frutas son la dulzura necesaria, pero también concentrados de vitaminas y, sobre todo, flavonoides, los pigmentos que combaten los radicales libres que inician la inflamación.
- El Cómplice Naranja: Caqui (Kaki). Más allá de su sabor, es una joya nutricional. Es rico en provitamina A (betacarotenos), fundamental para la salud de las mucosas, Vitamina C y, lo más importante, Taninos. Estos últimos le confieren un potente efecto antioxidante y astringente. Su fibra (Pectina) es el primer abrazo para un intestino que necesita calma.
- La Guardia Púrpura: Bayas y Frutos Rojos. Los arándanos, frambuesas, moras y fresas deben ser una prioridad. Sus Antocianinas (las responsables del color intenso) son las más estudiadas por su capacidad para proteger el endotelio (el revestimiento de los vasos sanguíneos) y prevenir la oxidación del colesterol LDL.
- Las Protectoras Articulares: Las Cerezas, especialmente las ácidas, hacen doblete: alivian el dolor muscular post-ejercicio y ayudan a reducir los niveles de ácido úrico, previniendo brotes de gota.
- Las Enzimas Deshinchantes: La Piña (con su Bromelina) y la Papaya (con Papaína) son enzimas proteolíticas. Actúan como pequeñas tijeras que ayudan a descomponer las proteínas y son conocidas por su fuerte efecto antiinflamatorio sistémico, ideal para reducir la hinchazón.
- La Joya Cardiovascular: La Granada, con sus Punicalaginas, y las Uvas rojas/moradas, con el célebre Resveratrol, son baluartes contra el estrés oxidativo.
- Grasa Amigable: El Aguacate rompe el esquema de las frutas al aportar grasas monoinsaturadas y Vitamina E, un antioxidante liposoluble que protege las membranas celulares.
- Verduras y Hortalizas: El Manifiesto Verde Oscuro
Aquí reside la mayor densidad de compuestos que negocian a nivel celular para que la inflamación no declare una guerra total.
- Los Bloqueadores de Cartílago: Crucíferas. El Brócoli, la coliflor, las coles de Bruselas y el kale contienen Sulforafano, liberado al cortarlos y masticarlos. Este compuesto tiene una función crucial: bloquea las enzimas que degradan el cartílago (Metaloproteinasas de matriz), convirtiéndolas en un alimento esencial para la salud articular.
- El Aporte Mineral: Las Hojas Verdes Oscuras (espinacas, acelgas, rúcula) son ricas en Vitamina K (vital para la salud ósea y la coagulación) y Magnesio, un relajante muscular y cofactor en cientos de reacciones antiinflamatorias.
- El Sol de la Cocina: Los Tomates (con su Licopeno, que se absorbe mejor cocinado con Aceite de Oliva) y los Pimientos aportan Vitamina C.
- Raíces Sabias: La Remolacha (Betabel) aporta Betaína, excelente para reducir la peligrosa Homocisteína (un marcador inflamatorio cardiovascular). El Boniato (Batata) ofrece un carbohidrato complejo con un mejor perfil glucémico.
- Los Chismosos Buenos: El Ajo, la Cebolla y el Puerro son la familia Allium. Aportan Quercetina y compuestos azufrados (Allicina) que no solo son antibióticos naturales, sino que también estimulan y educan al sistema inmune para que se mantenga en equilibrio.
- Pescados y Grasas: Los Bomberos Silenciosos (El Equilibrio Omega)
El desorden moderno se caracteriza por un exceso de grasas Omega-6 (en aceites refinados de semillas y frituras) que promueve la inflamación. El objetivo es contrarrestarlo.
- Los Omega-3 Potentes: El Pescado Azul (Graso), como el salmón, las sardinas, la caballa y los boquerones, trae a sus EPA y DHA como bomberos silenciosos. Estos ácidos grasos de cadena larga son precursores de moléculas avanzadas como las Resolvinas y Protectinas, que activamente apagan la respuesta inflamatoria. Se recomienda un consumo de 2 a 3 veces por semana.
- El Ibuprofeno Líquido: El Aceite de Oliva Virgen Extra (AOVE) es la grasa reina. Su componente estrella, el Oleocantal, ha demostrado tener un efecto farmacológico similar al Ibuprofeno, al inhibir las enzimas pro-inflamatorias COX-1 y COX-2. Debe ser la grasa de elección para aderezar y cocinar.
- Grasas Semillas: Las Nueces son la mejor fuente vegetal de ALA (Omega-3). Las Semillas de Lino (Linaza) y Chía también son fundamentales, pero deben molerse o hidratarse para que el cuerpo pueda liberar y absorber su ALA y sus beneficiosos lignanos.
- Especias y Hierbas: El Botiquín Mágico Concentrado
Estas son pequeñas dosis de brujería legal que convierten cada plato en un hechizo suave contra la inflamación. Deben usarse a diario.
- La Reina Dorada: Cúrcuma. Su polifenol clave, la Curcumina, es un inhibidor directo de la molécula pro-inflamatoria NF-kB. Pero tiene un secreto: para maximizar su absorción (hasta un 2000%), es imprescindible combinarla con pimienta negra (Piperina) y alguna grasa (el AOVE).
- El Analgésico Natural: El Jengibre contiene Gingerol, un compuesto con fuertes propiedades analgésicas naturales, además de ser excelente para la digestión y aliviar las náuseas.
- El Regulador de Azúcar: La Canela es clave porque ayuda a estabilizar la glucemia (el azúcar en sangre). Los picos de insulina son promotores directos de la inflamación.
- El Concentrado de Poder: El Clavo tiene uno de los valores ORAC (Capacidad de Absorción de Radicales de Oxígeno, una medida de antioxidantes) más altos de todos los alimentos.
- Aromáticas Protectoras: El Romero, el Orégano, el Tomillo y la Albahaca son ricos en aceites esenciales que actúan como potentes antimicrobianos y protectores celulares.
- Otros Aliados Fundamentales
- Elixir de Longevidad: El Té Verde (y el Matcha) son ricos en EGCG (Epigalocatequina-3-Galato), una catequina que protege el cerebro y el sistema nervioso.
- Placer Medicinal: El Cacao / Chocolate Negro (mínimo 70-85%) aporta Flavanoles y magnesio. Los flavanoles mejoran el flujo sanguíneo y la función cognitiva.
- Inmunomoduladores: Los Hongos y Setas (Shiitake, Reishi, Champiñones) contienen Betaglucanos, carbohidratos complejos que son potentes inmunomoduladores, ayudando al sistema inmune a ser más eficiente y menos reactivo.
- El Jardín Secreto: Los Fermentados (Probióticos) como el chucrut, el kimchi, el kéfir y el yogur natural, cuidan la microbiota intestinal. Una microbiota equilibrada es fundamental, ya que el intestino es el centro de gran parte de la inflamación sistémica.
- Carbohidratos Complejos: Las Legumbres (lentejas, garbanzos) son una fuente vital de fibra que alimenta a las bacterias intestinales buenas.
Principios Clave: La Lucha con Colores
Esta no es una dieta milagro, sino una alianza consciente y sostenida. La comida como medicina lenta, como acto de amor propio diario.
- Prioriza el Color: Busca el arcoíris en tu plato. El color es un indicador directo de la concentración de polifenoles y carotenoides.
- Mínimamente Procesado: Consumir los alimentos en su estado más entero y natural. Evita los agentes inflamatorios como los azúcares añadidos, las harinas refinadas y los aceites de semillas industriales (maíz, girasol, soja).
- Equilibrio Omega-6/Omega-3: Es el punto de inflexión de la dieta moderna. Es vital aumentar drásticamente el Omega-3 (pescado azul, nueces, lino/chía) para contrarrestar el exceso de Omega-6 que recibimos de fuentes industrializadas.
- Hidratación: El agua pura, junto con infusiones como el té verde, es esencial para el transporte de nutrientes y la eliminación de desechos metabólicos que exacerban la inflamación.
Tengo mucho que aprender y sentir, pero voy a luchar con todo lo posible por encontrar caminos que ayuden, que acaricien y que cuiden.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Hoy, por primera vez en mucho tiempo, se ha hecho un pequeño claro en mi caos, y en mi #resiliencia.
No una certeza —todavía no—, pero sí una palabra que encaja demasiado bien en mis sombras: #fibromialgia. El doctor la dijo con la suavidad de quien enciende una lámpara en una habitación donde llevo año y medio tropezando a oscuras.
No sabemos si es, pero todo encaja como un rompecabezas que, de repente, muestra una hoja de ruta posible. Mis síntomas, mi cansancio brutal, la niebla mental, el dolor que se pasea por mi cuerpo como un huésped sin modales, la sensibilidad que se dispara, la rigidez, la inflamación silenciosa, los días que duelen incluso antes de empezar…De pronto todo tiene un idioma que puedo empezar a interpretar, y un sentido del que llevo escribiendo aquí meses, sin saberlo…
Y qué curioso: nombrar algo no lo cura, pero lo ilumina. La incertidumbre, esa enemiga astuta, se disipa un poco. Porque lo más cruel no es el dolor: es no saber de dónde viene. Es caminar a oscuras, y paradójicamente, ahora veo una lucecita y no estoy en penumbra, y eso me da mucha paz, a pesar de que la Fibromialgia es fea y dura, complicada, pero siento un halo de paz.
Si es fibromialgia —o alguna de sus hermanas intermedias en el camino— al menos tengo sendero. Un mapa. Un “por aquí”. Y eso, después de tanto tiempo perdida tras mi segunda operación, es una caricia mental.
La raíz, lo sé, nació en la primera operación cervical. Aquella herida profunda en mi sistema nervioso dejó un eco que nunca calló del todo. Ese eco, quizá, es el que ahora tiene nombre.
La fibromialgia es dura, incomprendida, caprichosa, dolorosa. Es un oxímoron viviente: dolor y agotamiento crónico con apariencia invisible, tormenta dentro de un cuerpo que por fuera parece calma. Pero también es tratable, acompañable, entendible. ¡Esperanza!
No corro, no concluyo, no me precipito. Solo respiro la paz de tener dirección. Porque a veces, cuando llevas mucho tiempo perdida, no necesitas llegar: necesitas saber hacia dónde caminar.
❤️ Hoy empiezo ese camino.Y, por primera vez en meses, siento que la vida me ha dejado una luz encendida.

“Podría tratarse de Fibromialgia”: La Luz en el Laberinto del Caos
Hoy, por primera vez en lo que se siente como un milenio de bruma y tropezones, un pequeño, pero significativo, claro ha rasgado el espeso caos que me envuelve, un caos que durante meses ha puesto a prueba los límites de mi autodenominada #resiliencia.
No es una certeza definitiva —aún estoy a la espera del veredicto final que lo confirme o desmienta—, pero sí es algo mucho más valioso en este momento de mi travesía: es una palabra. Una única palabra que, con una punzante precisión, encaja en el contorno afilado de todas mis sombras: #fibromialgia. El doctor la pronunció con la delicadeza y la calma de quien, finalmente, encuentra el interruptor y enciende una lámpara potente en una habitación donde yo, la inquilina involuntaria, llevo un año y medio tropezando a oscuras, sufriendo los golpes del desconocimiento y la frustración.
No podemos afirmar que lo sea con total seguridad, no todavía, pero la sola posibilidad ha actuado como un catalizador mental. De repente, todo mi universo sintomático encaja. No de una manera forzada, sino con la lógica impecable de un rompecabezas largamente disperso que, al fin, muestra una hoja de ruta posible.
Mis síntomas, esas anomalías crónicas que he vivido y he narrado aquí sin entender su origen, ahora tienen un idioma:
- El cansancio brutal y aplastante, una fatiga que no se cura durmiendo y que me deja agotada incluso antes de levantarme.
- La niebla mental (o fibrofog), esa sensación densa y viscosa que me roba la concentración y la memoria, haciendo que tareas sencillas parezcan escaladas al Everest.
- El dolor errático que se pasea por mi cuerpo como un huésped sin modales ni respeto, que hoy está en la espalda y mañana en las muñecas, siempre intenso.
- La hipersensibilidad que se dispara, haciendo que un roce o un cambio de temperatura se sientan como una agresión.
- La rigidez matutina y vespertina, que me convierte en una estatua dolorosa.
- La inflamación silenciosa que siento en lo profundo de mis tejidos, aunque por fuera no se vea.
- Los días que, literalmente, duelen incluso antes de empezar, marcados por una sensación premonitoria de malestar.
De pronto, todo tiene un nombre que puedo empezar a interpretar. Un sentido que llevo meses persiguiendo y escribiendo sin saberlo, tratando de describir lo indescriptible.
Y qué curioso, qué paradójico resulta. Nombrar algo no lo cura, pero lo ilumina. La incertidumbre, esa enemiga astuta, silenciosa y la más cruel de todas, se disipa un poco. Porque lo más despiadado de esta enfermedad no ha sido el dolor físico —que es inmenso—, sino el no saber de dónde venía. Es esa tortura psicológica de caminar a ciegas, de ser catalogada como «histérica», «ansiosa» o «exagerada». Y paradójicamente, ahora que tengo ante mí la posibilidad de un diagnóstico duro y complejo, veo una lucecita al final del túnel y salgo de la penumbra del «no-saber».
Esto me infunde una inmensa paz, a pesar de que la fibromialgia es una patología intrínsecamente fea, dura, crónica, incomprendida y, sobre todo, complicada de gestionar. Siento un halo de paz porque la ignorancia ha sido reemplazada por la posibilidad de un mapa.
Si, finalmente, es fibromialgia —o alguna de sus hermanas intermedias en el camino, como el dolor crónico generalizado— al menos tengo un sendero. Un mapa. Un “por aquí”. Y eso, después de tantísimo tiempo sintiéndome completamente perdida tras mi segunda operación cervical, es más que un alivio; es una caricia mental y emocional.
La raíz, lo sé intuitivamente, no es accidental. Nació o se despertó en la primera operación cervical. Aquella herida profunda en mi sistema nervioso dejó un eco que nunca calló del todo, un ruido de fondo constante. Ese eco, esa distorsión de la señal nerviosa, quizá, es lo que ahora tiene un nombre: Fibromialgia. Es la cicatriz de mi sistema nervioso central manifestándose de una nueva forma.
La fibromialgia es, sin duda, dura, caprichosa, incomprendida socialmente, y dolorosa hasta lo indecible. Es un oxímoron viviente: un estado de dolor y agotamiento crónico que, para el mundo exterior, es completamente invisible. Soy una tormenta de sensaciones y malestar dentro de un cuerpo que, por fuera, parece estar en perfecta calma.
Pero también es tratable, acompañable, y, lo más importante, entendible. El diagnóstico, o su posibilidad, abre la puerta a un equipo de especialistas y a terapias multidisciplinares. Abre la puerta a la ¡Esperanza! No corro, no concluyo ni me precipito hacia la autodiagnosis. Solo respiro profundamente y me inundo con la paz de tener, por fin, una dirección. Porque a veces, cuando llevas mucho tiempo perdida y dando palos de ciego, no necesitas llegar inmediatamente a la meta: lo único vital es saber hacia dónde empezar a caminar.
❤️ Hoy, con cautela y una renovada serenidad, empiezo ese camino. Y, por primera vez en meses de oscuridad, siento que la vida no me ha abandonado a mi suerte; me ha dejado una luz encendida para guiar mis pasos.

por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Estos días de convalecencia en los que el cuerpo va a un ritmo más pausado —un ritmo más lento que el de la vida y más rápido que el de mi paciencia— he descubierto otro aliado inesperado: el kaki. Sí, ese sol naranja que parece tímido pero tiene más sabiduría que muchos consejos humanos.
Lo muerdo y siento cómo la vitamina C me zurce el cansancio, puntada a puntada, como quien repara una costura que siempre se abre por el mismo sitio. Los carotenoides, mientras tanto, se ponen artísticos: bajan la inflamación, pulen sombras, hacen de restauradores en mi museo interior.
La fibra es otra cosa, es como una diplomática ejemplar. Si el kaki está blandito, acompaña; si está firme, sostiene. En resumen: hace lo que muchas personas no logran.
El potasio organiza el caos discreto del cuerpo, ordena los líquidos rebeldes, alivia tensiones… un pequeño terapeuta emocional con forma de fruta. Y su dulzor, ay, su dulzor: un beso sin culpa, de esos que no pesan ni en el estómago ni en la conciencia.
Entre vitaminas, betacarotenos y esta suavidad que me abraza por dentro, el kaki se convierte en una caricia nutritiva. Una mascarilla interna que ilumina la piel y, de paso, un poco el ánimo.
Y pienso que quizá por eso me atrae tanto ahora: porque no exige, no abruma, no pregunta un “¿cómo estás?” pero esperando una respuesta cómoda. Solo acompaña silenciosamente y te aporta nutrientes a tu dolor. Hace su magia discreta, como debe ser el cuidado verdadero.
La naturaleza no salva, pero acompaña procesos, facilita caminos sin efectos secundarios. Y en esta etapa, todo lo que acompaña sin ruido es medicina perfecta para mí.
❤️ Yo, tengo mucho que aprender de la naturaleza
El descubrimiento del Sol Naranja en la Quietud Forzada
Estos días de obligada convalecencia se han revelado como un territorio inexplorado. El cuerpo, que siempre ha marchado al ritmo frenético de la productividad moderna, ahora impone una cadencia nueva, más pausada, casi monástica. Es un ritmo que, si bien se percibe más lento que el torrente desbordado de la vida exterior —esa que sigue su curso indiferente a mi pausa—, resulta, paradójicamente, demasiado veloz para la impaciencia latente de mi mente. En este impasse, donde el tiempo se estira y se comprime a partes iguales, la vida me ha presentado un aliado nutritivo tan inesperado como deslumbrante: el kaki.
Sí, esa fruta de otoño, que es un sol naranja encapsulado. A primera vista, el kaki puede parecer encogerse en una falsa timidez o pasar desapercibido entre la opulencia de otras frutas más exóticas o llamativas. Sin embargo, en esa esfera modesta reside una sabiduría nutricional tan profunda y generosa que supera con creces la eficacia de muchos de los consejos humanos bienintencionados que suelen acompañar la convalecencia. Es una lección de humildad envuelta en un pigmento vibrante.—–El Taller de Reparación: Sinergia de Vitamina C y Carotenoides
Morder un kaki maduro, especialmente cuando su carne ha alcanzado ese punto de suavidad untuosa y dulzor concentrado, produce una sensación inmediata de restauración, casi palpable. Es un proceso que opera a nivel celular, silencioso pero profundamente efectivo.
Aquí es donde la Vitamina C entra en acción con una precisión de sastre de alta costura. No es un estimulante brusco, sino una zurcidora experta que repara el agotamiento. Zurce el cansancio crónico, puntada a puntada, atendiendo y sellando esa fatiga que parece tener la costumbre de abrirse siempre por la misma costura del alma o del espíritu. No es un «golpe de energía» momentáneo, como el café, sino una reparación delicada y sostenida del tejido interno.
Mientras la Vitamina C cose, los carotenoides asumen el rol de artistas y restauradores expertos en el museo silencioso que es mi organismo. Su función va mucho más allá de ser simples pigmentos que otorgan el espectacular color naranja. Son, de hecho, antiinflamatorios magistrales. Su misión es bajar el volumen de las molestias sordas y persistentes que la enfermedad deja como un eco, y pulir las sombras que la convalecencia arroja tanto sobre la piel (la palidez, la falta de brillo) como sobre el ánimo (la melancolía, la pesadez). Devuelven el lustre perdido, actuando como un bálsamo que trabaja desde lo más profundo del organismo. Son, en esencia, esa pincelada de color radiante y vital que contrarresta la monocromía y la palidez de los días grises de reclusión.—–La Diplomacia Estructural: El Poder de la Fibra y el Potasio
La estructura interna del kaki también ofrece lecciones magistrales sobre la adaptabilidad y el apoyo incondicional.
La fibra que contiene el kaki se comporta como una diplomática ejemplar, mostrando una capacidad asombrosa para adaptarse a la necesidad específica del momento digestivo.
- Si el kaki está en su punto máximo de madurez, blando, casi meloso y fácil de ingerir, la fibra se convierte en una caricia intestinal, una especie de colchón suave que acompaña el tránsito con extrema delicadeza.
- Si la fruta se consume cuando aún conserva cierta firmeza, la fibra ofrece una estructura más robusta. Actúa como sostén y organizador del sistema digestivo, proporcionando esa sensación de saciedad y orden que se agradece cuando el cuerpo está intentando reajustar sus ritmos.
Es precisamente esa capacidad de ser útil sin estridencias, de adaptarse y apoyar según se requiera, lo que resulta tan admirable. Hace con la máxima eficacia lo que a tantas personas les cuesta: saber estar, ofrecer apoyo concreto y silencioso, y no imponerse.
Por otro lado, el potasio es el arquitecto silencioso del sistema. Es el encargado de organizar el caos discreto que a veces se instala en el cuerpo convaleciente: la hinchazón, la retención, los calambres nocturnos. Este mineral esencial ordena los líquidos rebeldes, actúa como un regulador fino de la presión interna del organismo y, aliviando tensiones musculares y circulatorias, se convierte en un pequeño terapeuta emocional camuflado en forma de fruta. Su acción equilibra y armoniza, haciendo del cuerpo un lugar menos ruidoso y más habitable.—–El Dulzor, un Beso sin Culpa
Y luego está el dulzor. ¡Ay, el dulzor del kaki! Es una dulzura rotunda, honesta y natural. No es un azúcar procesado que promete un pico de euforia seguido de un desplome anímico. Es, más bien, un beso sin culpa. Es el placer simple, accesible, que no trae consigo la factura de la pesadez, ni en el estómago ni en la conciencia. Es un regalo gustativo que reconforta el espíritu sin exigir ninguna penitencia a cambio. Simplemente ofrece bienestar inmediato.Una Medicina Silenciosa y la Lección de la Naturaleza
Entre este ejército de vitaminas, betacarotenos, minerales reguladores y la suavidad reconfortante que me abraza desde dentro, el kaki trasciende su rol de fruta para convertirse en una auténtica caricia nutritiva. Es una mascarilla interna de alto rendimiento que no solo trabaja para iluminar la piel con su dosis de vitalidad y antioxidantes, sino que, de paso, levanta sutilmente el ánimo al recordarme la belleza y la suficiencia de la simpleza.
Reflexiono que quizás esa es la razón profunda de mi poderosa atracción por él en este momento vital: el kaki es la antítesis de la interacción humana compleja. No exige rendimiento, no abruma con su presencia solicitando atención, y, lo más importante, no pregunta el clásico y vacío «¿cómo estás?» mientras espera una respuesta superficial socialmente cómoda.
Simplemente acompaña. Ofrece su riqueza nutricional a mi dolor, a mi fatiga y a mi proceso de sanación, haciendo su magia discreta. Es la quintaesencia de lo que debería ser el cuidado verdadero: apoyo sin ruido, nutrición sin drama.
La naturaleza, entiendo ahora con mayor claridad, no tiene la pretensión de salvarnos con grandes milagros o gestas grandilocuentes. Sin embargo, tiene la honestidad profunda de acompañar nuestros procesos de manera incondicional, de facilitar caminos suaves y de curación sin los efectos secundarios adversos que a menudo trae lo artificial o lo excesivamente complejo. En esta etapa de mi vida, todo lo que acompaña sin pedir protagonismo, todo lo que simplemente es y aporta con calma, con generosidad y con discreción, se convierte en la medicina perfecta para mí.
❤️ Yo, tengo mucho que aprender de esta calma, de esta generosidad silenciosa y de la discreción poderosa de la naturaleza.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Cuando el cuerpo se cansa de obedecer, una se vuelve aprendiz de alquimista. Empiezas por curiosidad —una infusión por aquí, una pomada por allá—, y acabas hablando con las plantas como si entendieran tu cansancio. Te recomiendan remedios, dietas, ungüentos; los pruebas todos, con la fe del náufrago que confunde cualquier madera con tabla de salvación. Y atraviesas fases: curiosidad, fe, cansancio, miedo, desconfianza.
Cada nueva promesa lleva un hilo de esperanza, hasta que los efectos secundarios de las medicinas químicas, esas que prometen tanto y curan poco, te dejan más agotada que el propio dolor. Pasan los meses y el botiquín se parece a un catálogo de contradicciones. La medicina química promete alivio pero deja posos amargos, eco de efectos secundarios que suenan más a castigo que a cura.
Entonces llega el hartazgo, ese punto exacto en que el cuerpo y la conciencia se ponen de acuerdo: basta de artificios, de cápsulas con nombres impronunciables y esperanzas empaquetadas en blister.Y ahí, justo cuando decides rendirte, aparece la voz antigua. La de las abuelas, la de las brujas que sabían más de raíces que de recetas, y curaban con la mezcla precisa de intuición y paciencia, la memoria antigua de la tierra.
Aprendes que la naturaleza no vende milagros: ofrece pactos y una farmacia viva. Si la escuchas, te enseña a cuidarte sin prisas. Entonces el sentido común despierta. El #jengibre, por ejemplo, es aliado: abrazo caliente en la garganta y recordatorio de que la tierra también sabe consolar. No es placebo, es instinto. Es la madre natura haciendo lo que siempre supo. Desinflama, serena, acompaña. No exige resultados: simplemente actúa, despacio, constante, honesto. Ahora mi farmacia huele a raíz y a fuego lento.No persigo la perfección, solo la coherencia.
Y así voy, aprendiendo remedios, escuchando la tierra, dejando que lo sencillo me reconstruya. Porque sanar, en realidad, no es volver a ser quien eras, sino reconciliarte con la versión que resiste. La que aprende a convivir con el dolor, pero también con la naturaleza.
❤️ Yo intento aprender cada día
Cuando la salud se quiebra y el cuerpo se cansa de obedecer las órdenes de la mente, una se encuentra, de pronto, convertida en una aprendiz de alquimista. El viaje comienza con la curiosidad más inocente: una infusión de hierbas silvestres por aquí, una pomada casera por allá. Pero pronto, esa curiosidad se profundiza, transformándose en una conversación íntima y silenciosa con el mundo vegetal. Empiezas a hablarles a las plantas, a los aceites, a las raíces, como si ellas pudieran entender el mapa de tu cansancio y la geografía de tu dolor. Ellas, en respuesta, te susurran sugerencias: remedios ancestrales, dietas depurativas, ungüentos olvidados. Y tú, con la fe ciega del náufrago que confunde cualquier trozo de madera flotante con una tabla de salvación, lo pruebas todo.
Es un camino plagado de altibajos emocionales, una travesía que atraviesa fases bien definidas: la curiosidad inicial, la fe renovada con cada nuevo hallazgo, el cansancio de la búsqueda constante, el miedo a no encontrar nunca la solución y, finalmente, la profunda desconfianza en todo lo que se promete. Cada nueva píldora, cada tratamiento novedoso, trae consigo un frágil hilo de esperanza. Sin embargo, la crudeza de la realidad se impone cuando los efectos secundarios de las medicinas químicas —esas que prometen tanto y, a menudo, curan tan poco— te dejan más exhausta, más desmantelada, que el propio malestar original.El Cansancio del Botiquín y la Voz de la Conciencia
Con el paso de los meses, el botiquín de la casa se convierte en un museo de contradicciones, un catálogo de cápsulas, viales y jarabes que se anulan unos a otros. La medicina convencional promete un alivio rápido y eficaz, sí, pero deja tras de sí un poso amargo, un eco constante de efectos secundarios que se sienten más como un castigo impuesto que como el proceso natural de la cura. Es en ese momento, después de tanta promesa incumplida y tanto sufrimiento innecesario, que emerge el hartazgo.
Es un punto de inflexión exacto, un acuerdo tácito entre el cuerpo y la conciencia: basta. Basta de artificios farmacéuticos, de cápsulas con nombres científicos impronunciables y de esperanzas empaquetadas asépticamente en blíster. La mente se rinde, agotada de la batalla, y es justo en esa rendición donde aparece una voz más antigua, más profunda, más certera.El Reencuentro con la Farmacia Viva
Es la voz de las abuelas, la memoria de aquellas mujeres —las «brujas» de antaño— que sabían más de las raíces y las hojas que de recetas médicas. Curaban con la mezcla precisa de intuición, paciencia y la sabiduría milenaria de la tierra. Es la revelación de que la naturaleza no está interesada en vender milagros; lo que ofrece son pactos. Ofrece una farmacia viva, un conocimiento ancestral que, si decides escucharlo con atención y sin prisas, te enseña la forma más coherente de cuidarte. Es el momento en que el sentido común, adormecido por la prisa de la vida moderna, despierta.
El jengibre, por ejemplo, se ha transformado en mi primer y más leal aliado. Su esencia no es solo un sabor picante, es un abrazo cálido que desciende por la garganta y se asienta en el vientre; es un recordatorio constante de que la tierra tiene la capacidad no solo de nutrir, sino también de consolar. No es un placebo, no es una ilusión; es un instinto primario que responde a la sabiduría de la madre natura haciendo lo que siempre ha sabido hacer: desinflamar, serenar, acompañar el proceso sin exigir resultados inmediatos ni prometer curas definitivas. Simplemente actúa, con una lentitud constante y una honestidad inquebrantable.
Ahora, mi botiquín, mi farmacia personal, ha cambiado su aroma. Ya no huele a plástico estéril ni a químicos; huele a raíz molida, a tierra mojada y a fuego lento. El objetivo ya no es perseguir la perfección de una salud inalcanzable, sino alcanzar la coherencia entre lo que el cuerpo pide y lo que se le ofrece. Y así continúa el camino: aprendiendo remedios sencillos, escuchando el silencio sabio de la tierra, permitiendo que la simplicidad me reconstruya capa por capa. Porque sanar, al final de cuentas, no se trata de la utopía de volver a ser quien fuiste antes del dolor, sino de la profunda y necesaria reconciliación con la versión de ti misma que ha aprendido a resistir. La que ya no lucha contra el dolor, sino que aprende a convivir en armonía con él y, sobre todo, con la inmensa farmacia de la naturaleza.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Esta semana la psicóloga me habló del ocio como medicina, como salud emocional. Me quedé pensándolo largo rato: nunca he sabido descansar. He trabajado siempre con pasión, y confundí ese fuego con bienestar. Mis proyectos creativos eran mi refugio, mi motor y mi adrenalina. Pero ahora, en este cuerpo cansado que me obliga a pausar, entiendo que la vida no puede sostenerse solo con productividad; también necesita juego, belleza, tiempo sin propósito.
Ella me habló de los hobbies como se habla de los afectos: con ternura y con ciencia. De hacer cosas que no curen nada, pero alivien todo. De actividades que no sean un deber, sino un recreo del alma. En esta reconstrucción mía —física, emocional, existencial— siento que ese consejo es una puerta abierta. Quizá no pueda bailar, ni correr, ni seguir el ritmo de quienes caminan sin dolor, pero puedo seguir creando. Puedo pintar, escribir, moldear algo con mis manos, aunque tiemblen.
Tener un hobbie es recordar que la vida no se mide en metas, sino en momentos. Que el arte también puede ser descanso y bienestar. Que conocer a nuevas personas con mi misma sensibilidad es, en sí, un acto de sanación.
Salir de mi nido y pasear hasta un lugar donde se respire calma y risa; dedicarme una hora a hacer algo sin exigencia, sin pretensión, que me evada; llevarme a casa algo pequeño pero mío, un objeto, una emoción, una sonrisa. Quizá eso sea también una forma de rehabilitación: emocional, social, espiritual.
❤️ Mi objetivo: buscar algo bonito que me despierte ilusión. Porque a veces, sanar también consiste en aprender a jugar otra vez.
Esta semana, en el santuario de mi consulta, mi psicóloga encendió una chispa de revelación que resonó con la fuerza de una epifanía. Sus palabras, suaves pero incisivas, abordaron el ocio no como un mero pasatiempo o una distracción banal, sino como una verdadera medicina para el alma, una fuente inagotable de salud emocional. Esta perspectiva, tan sencilla y a la vez tan profunda, me golpeó con una fuerza inesperada, dejándome sumida en una larga y punzante reflexión: nunca, en mi vida, he sabido realmente descansar. El concepto de la pausa genuina, del reposo desinteresado, siempre me ha sido ajeno.
Mi existencia ha sido, hasta ahora, una danza constante con la pasión, una entrega incondicional y a menudo agotadora a cada proyecto que iniciaba. Confundí ese fuego voraz, esa efervescencia creativa que me impulsaba, con un estado de bienestar pleno y sostenible. Mis proyectos artísticos y profesionales no eran solo mi trabajo; eran mi santuario, mi motor incansable, la adrenalina que me mantenía en pie y me hacía sentir viva. Sin embargo, la realidad, implacable como siempre, ha comenzado a imponerse. Ahora, en este cuerpo fatigado que me implora una pausa, que me obliga a bajar el ritmo y a escuchar sus clamores, comienzo a comprender una verdad fundamental: la vida no puede sustentarse únicamente en la productividad, en la constante búsqueda de logros y resultados. Necesita, con la misma urgencia y vitalidad, el juego desinteresado, la contemplación de la belleza en sus múltiples formas y el tiempo sin propósito, ese espacio sagrado donde la mente y el espíritu pueden simplemente ser, sin la presión de hacer, de producir o de justificar su existencia.
Mi psicóloga, con la sabiduría y la empatía que la caracterizan, abordó el tema de los hobbies con la misma ternura y rigor científico con que se habla de los afectos más profundos o de las terapias más necesarias. Me instó a buscar actividades que no tuvieran la obligación explícita de «curar» nada, pero que, paradójicamente, pudieran aliviarlo todo. No se trataba de sumar una nueva tarea a mi ya abultada lista de pendientes, ni de encontrar una excusa para la procrastinación. Se trataba, en esencia, de encontrar recreos del alma, momentos de pura entrega a aquello que nutre el espíritu sin exigir resultados, sin la tiranía del rendimiento. Un espacio donde la alegría y la satisfacción nacieran de la acción misma, y no de su fruto.
En medio de esta profunda reconstrucción personal —una labor que abarca lo físico, lo emocional y lo existencial—, ese consejo se siente como una puerta que se abre de par en par hacia un nuevo camino, un horizonte de posibilidades insospechadas. Quizás mis limitaciones actuales me impidan bailar con la misma libertad desbordante de antes, correr sin sentir el dolor punzante que ahora me acompaña a cada paso, o seguir el ritmo desenfrenado de quienes caminan sin restricciones ni impedimentos. Pero la chispa de la creación, esa esencia que me define, sigue viva en mí, ardiendo con la misma intensidad. Puedo pintar, puedo escribir con la misma pasión que antes, puedo moldear algo con mis manos, aunque estas tiembren con el esfuerzo y la fatiga. La esencia de mi ser creativo permanece intacta, esperando ser explorada de nuevas maneras, adaptándose a las circunstancias, pero nunca extinguiéndose.
Tener un hobby, en este nuevo contexto de mi vida, es mucho más que una simple distracción o un pasatiempo; es un poderoso recordatorio de que la vida no se mide únicamente en metas alcanzadas, en la productividad generada o en la acumulación de éxitos externos. Se mide, en realidad, en la riqueza inmaterial de los momentos vividos, en la calidad de las experiencias, en la profundidad de las emociones sentidas. Es entender, con una claridad meridiana, que el arte, en su forma más pura y desinteresada, desprovista de cualquier expectativa de reconocimiento o beneficio, puede ser también una fuente inagotable de descanso, de bienestar profundo y de sanación. Es descubrir que conocer a nuevas personas que compartan mi sensibilidad, que vibren con la misma pasión por lo «bonito», por lo auténtico y por lo significativo, es en sí mismo un acto de sanación, un bálsamo reconfortante para el alma que, en ocasiones, se ha sentido solitaria y aislada.
Mi objetivo, ahora, se ha vuelto claro, tangible y hermoso: salir de mi nido, de ese espacio seguro pero limitante donde me he resguardado, y pasear hasta un lugar donde el aire se impregne de calma, de risas sinceras y de la belleza simple de la vida. Dedicarme una hora, o el tiempo que sea necesario, a hacer algo sin exigencia, sin pretensión alguna, que simplemente me evada de la realidad cotidiana y me transporte a un estado de flujo y de puro gozo. Llevarme a casa algo pequeño pero profundamente mío, algo que resuene con mi ser más íntimo: un objeto que haya creado con mis propias manos, una emoción renovada que me llene de energía o, simplemente, una sonrisa genuina, fruto de un momento de alegría pura. Quizás, solo quizás, todo esto sea también una forma de rehabilitación profunda: una rehabilitación emocional que me permita reconectar con mis sentimientos, una rehabilitación social que me abra a nuevas experiencias y relaciones, y una rehabilitación espiritual que me devuelva la fe en la belleza de la existencia. Porque a veces, sanar no es solo reparar lo que está roto o remendar las heridas; es también aprender a jugar de nuevo, a redescubrir la alegría sencilla y el asombro del niño interior que habita en cada uno de nosotros. Mi corazón, ahora más que nunca, me susurra que buscar algo bonito que me despierte ilusión es el primer paso hacia una recuperación integral, hacia una vida más plena, más consciente y, sobre todo, más vivida.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
No vine a abrir trincheras; vengo a contar un alivio.
Hace unos meses empecé con el Dr. Mario Gestoso, traumatólogo de espalda. Me recetó CBD y una crema (Tiobec). Ahora voy a la Unidad del Dolor: el Dr. Miguel Tejero me ha confirmado que lo están aprobando en la Seguridad Social. No hablo de psicotrópicos; hablo de cannabidiol, de su modo discreto de enfriar incendios. Hay palabras que no curan, pero calman: esta es una de ellas.
Resistir y ser resiliente ya no son sinónimos: hacen turnos. Sentir dolor cada día durante año y medio te vacía los bolsillos del ánimo, te desgasta el físico, te cruje las emociones. En ese paisaje, cualquier mano tendida se vuelve medicina. Yo la encuentro en estos preparados… y, sí, a veces también en el humo con apellido de risa. No para escapar, sino para regresar al cuerpo sin que arda.
El CBD no me hace “otra”; me permite ser la de siempre con un poco menos de ruido. Es un vendaje, no una bandera. Un vaso de agua en mitad del desierto del nervio. Un intermedio donde el dolor baja el volumen y el resto de mí puede hablar.
Los médicos piensan que se legalizará con receta para fines terapéuticos: paliativos, dolores crónicos, neurología, esclerosis… Ojalá. No para abrir puertas de fiesta, sino para entornar ventanas de alivio. Porque hay días en que el mundo se rompe en mil pedazos y el único gesto posible es reunir dos, apenas dos, y sostenerlos.
Si no te duele, celebra. Si te duele, quizá este texto te abrace sin juicio. No vengo a convencer a nadie; solo a decir que a veces la empatía es el mejor analgésico, y que toda ayuda, bien indicada, es buena noticia.
❤️ Hoy, con CBD en la mesilla y crema en el cajón, consigo dormir dos horas seguidas. En mi guerra, eso ya es una victoria. Y la apunto. Como quien toma aire. Como quien, por fin, puede.
No vine a abrir trincheras; vengo a contar un alivio. Un alivio que, para muchos, aún se susurra en voz baja, pero que merece ser gritado a los cuatro vientos cuando transforma la vida de quienes lo experimentan.
Hace unos meses, la búsqueda de este alivio me llevó al Dr. Mario Gestoso, un traumatólogo de espalda que, con una visión abierta y empática, me recetó CBD y una crema llamada Tiobec. Este fue el primer paso en un camino que me ha conducido hasta la Unidad del Dolor, donde el Dr. Miguel Tejero, con su conocimiento y experiencia, me ha confirmado una noticia esperanzadora: el CBD está en proceso de aprobación en la Seguridad Social. Y aquí es crucial hacer una distinción clara: no hablo de psicotrópicos, de sustancias que alteran la percepción o la conciencia. Hablo de cannabidiol, de su modo discreto, pero potente, de enfriar incendios internos que consumen el cuerpo y el espíritu. Hay palabras que no curan una herida física, pero que calman el alma y la mente; esta, para mí, es una de ellas.
La vida con dolor crónico redefine el significado de resistencia y resiliencia. Ya no son sinónimos; ahora hacen turnos, se alternan en una danza agotadora. Sentir dolor cada día, durante un año y medio, te vacía los bolsillos del ánimo, te desgasta el físico hasta los huesos, te cruje las emociones hasta el límite. En ese paisaje desolador, cualquier mano tendida se convierte en medicina, en un bálsamo para el alma. Yo la encuentro en estos preparados que la ciencia y la naturaleza me ofrecen… y, sí, a veces también en el humo con apellido de risa. No es una huida, no es un escape de la realidad, sino un camino para regresar al cuerpo, para habitarlo de nuevo sin que cada fibra arda en un sufrimiento constante.
El CBD no me convierte en “otra” persona; al contrario, me permite ser la de siempre, pero con un poco menos de ruido, con un poco más de paz. No es una solución mágica que borra el dolor por completo, sino un vendaje que lo contiene, que lo hace más manejable. No es una bandera que anuncia una cura milagrosa, sino un vaso de agua fresca en mitad del desierto ardiente del nervio. Es un intermedio, un respiro en la sinfonía del dolor, donde el volumen baja y el resto de mí, esa parte que el sufrimiento había silenciado, puede por fin hablar, existir, sentirse.
Los médicos, con una perspectiva esperanzadora y basada en la evidencia, piensan que el CBD se legalizará con receta para fines terapéuticos específicos: paliativos, dolores crónicos, neurología, esclerosis… ¡Ojalá! No para abrir puertas a la euforia o la fiesta, sino para entornar ventanas de alivio, para que entre un soplo de aire fresco en vidas asfixiadas por el sufrimiento. Porque hay días en que el mundo se rompe en mil pedazos, en que la desesperanza parece devorarlo todo, y el único gesto posible, la única victoria, es reunir dos de esos pedazos, apenas dos, y sostenerlos con la poca fuerza que queda.
Si no te duele, celebra cada día sin dolor como un regalo precioso. Si te duele, quizás este texto te abrace sin juicio, te ofrezca una pequeña rendija de esperanza. No vengo a convencer a nadie de nada; solo a compartir una experiencia personal, a decir que a veces la empatía es el mejor analgésico, y que toda ayuda, bien indicada y con el respaldo adecuado, es siempre una buena noticia, un faro en la oscuridad.
❤️ Hoy, con CBD en la mesilla de noche y crema en el cajón, consigo dormir dos horas seguidas. En mi guerra personal contra el dolor, eso ya es una victoria inmensa. Y la apunto en mi lista de logros, la celebro. Como quien toma un profundo respiro después de mucho tiempo conteniendo la respiración. Como quien, por fin, puede volver a sentir la vida, aunque sea por un breve instante.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Nunca pensé que llegaría el día en que una cápsula sustituiría a mi coraje. Que mi fortaleza, esa que siempre presumí invencible, necesitaría un aliado diminuto, químico, sin alma. La miro cada mañana como quien observa a un extraño que viene a salvarte, pero cobrando el precio de tu orgullo. La Duloxetina —qué nombre tan frío para algo que sostiene— no cura, pero amortigua. No borra el dolor, solo le baja el volumen para que la vida pueda oírse otra vez.
Tomarla es un acto de rendición lúcida. No porque me haya rendido al dolor, sino porque he aprendido que a veces ser fuerte es aceptar que no puedes sola. La medicina no me roba mi esencia; me presta equilibrio. Eleva mi umbral, no para que el cuerpo deje de doler, sino para que el alma deje de romperse tanto.
Me pregunto si esta tregua química me quita o me devuelve identidad. Hay días en los que siento que el alivio me llega en gotas de metal, y otros en los que me convenzo de que, quizás, esto también es amor propio: dejar que la ciencia me abrace donde ya no alcanza la voluntad.
El cansancio me ha vuelto humilde. Antes luchaba contra todo; ahora aprendo a pactar con lo que me duele. A reconocer que el valor no está en resistir sin ayuda, sino en buscarla antes de caer. El dolor sigue aquí, pero ya no me devora entera. Su rugido se ha vuelto más humano, menos feroz.
La duloxetina aumenta los niveles de serotonina y noradrenalina influyendo en el ánimo, la energía, y subiendo el umbral del dolor (neuropático y musculoesquelético crónico). Actúa también sobre la depresión, equilibrando el estado de ánimo, la fatiga mental y la ansiedad e insomnio. Es una ayuda al cerebro para la interpretación del dolor y es un regulador sensorial y emocional.
Nunca pensé que llegaría el día en que mi narrativa personal de la fuerza se reescribiría con una cápsula. Yo, que siempre había enarbolado la bandera de la autogestión y el estoicismo, me enfrentaba a la humillante verdad: mi fortaleza, esa que siempre presumí invencible y autosuficiente, no era inmune al asalto químico del dolor crónico. Necesitaba un aliado diminuto, químico, sin alma, para sostener lo que mi propia voluntad ya no podía.
Mi ego, que había construido una torre inexpugnable con cada batalla ganada al sufrimiento, se tambaleó y casi colapsó al tener que admitir la derrota ante una realidad biológica desbordada. La miro cada mañana, esta pequeña píldora bicolor —tan insignificante en tamaño, tan monumental en su impacto—, como quien observa a un extraño que viene a salvarte, pero cobrando el precio silencioso de tu orgullo. Es un pacto faustiano donde la moneda de cambio es la autosuficiencia.
La Duloxetina —qué nombre tan frío, tan técnico, tan desprovisto de la épica del combate personal, para algo que sostiene el entramado molecular y emocional de mis días— no cura; es necesario recalcarlo con la honestidad brutal de un diagnóstico. No desmantela la raíz de la neuropatía, la fibromialgia o el mecanismo que perpetúa el sufrimiento; pero amortigua el impacto con una precisión ingenieril. No borra el dolor, ese sigue ahí, latente como un motor que vibra en ralentí, un zumbido constante en el fondo de mi existencia; solo le baja el volumen, lo suficiente, para que la vida, con sus pequeñas alegrías inadvertidas y sus necesarios desafíos, pueda oírse otra vez por encima del rugido. Es un dial sutil, una negociación constante con la bioquímica de mi propio cuerpo, que se había descarriado en su interpretación y amplificación de las señales nociceptivas.
La Rendición Lúcida y el Nuevo Equilibrio: Un Acto de Sabiduría, No de Derrota
Tomarla es, paradójicamente, un acto de profunda valentía: una rendición lúcida, no una claudicación del espíritu. No me he rendido a la enfermedad o al dolor en sí, sino a la idea destructiva de que debía vencerlos sola y a cualquier costo. He aprendido, con el agotamiento como el maestro más severo y honesto, que a veces ser fuerte es aceptar la ayuda externa, que la verdadera entereza reside en reconocer la propia limitación.
La medicina no me roba mi esencia, no me convierte en un zombie emocional o en una sombra de quien fui; al contrario, me devuelve la versión más funcional y auténtica de mí misma, al prestarme el equilibrio químico y el soporte neurotransmisor que mi cuerpo ya no era capaz de generar por sí mismo. Es un andamio químico de alta tecnología para una voluntad agotada por años de hipervigilancia y resistencia.
Eleva mi umbral, ese fino y cruel límite donde el cuerpo deja de quejarse en silencio y empieza a gritar con furia, donde la molestia física se transforma en catástrofe emocional y el alma empieza a fracturarse en mil pedazos de ansiedad y desesperanza. Lo eleva, no para que el cuerpo deje de doler —porque las fibras, los nervios, el hueso, tienen su propia memoria del trauma y la inflamación—, sino para que el alma deje de romperse tanto con cada punzada. La diferencia es monumental: el dolor físico persiste como una molestia manejable, una variable constante que ya no domina la ecuación de mi día; pero el sufrimiento emocional, el terror a no poder más, la anticipación paralizante, se desvanece en una neblina tolerable, en una perspectiva donde el futuro vuelve a ser posible.
Identidad y Amor Propio en una Pastilla: De la Lucha a la Negociación
Me pregunto a menudo, en los silencios de la mañana, si esta tregua química me quita o me devuelve identidad. ¿Soy menos yo por necesitar este soporte molecular? ¿Mi historia de resiliencia se invalida? La respuesta varía con la intensidad del sol y el nivel de energía. Hay días en los que siento que el alivio me llega en gotas de metal frío, sintético, y temo profundamente la dependencia, el control ajeno. Otros, sin embargo, me convenzo de que, quizás, esto también es la más alta expresión del amor propio, el pico de la madurez emocional: dejar que la ciencia y el conocimiento me abracen y me sostengan justo donde ya no alcanza la voluntad pura, donde la resistencia estoica se vuelve, irónicamente, autodestructiva.
El cansancio acumulado a lo largo de años de batallar en solitario contra un enemigo invisible e incansable me ha vuelto humilde de una forma que la victoria nunca habría logrado. Antes luchaba contra todo, empuñando la negación como escudo y el agotamiento como prueba de mi valía; ahora aprendo a pactar con lo que me duele, a reconocer que el verdadero valor no reside en la absurda resistencia sin ayuda, sino en la sabiduría de buscarla antes de caer en el abismo de la desesperación. El dolor sigue aquí, una sombra que me acompaña, vigilante, pero ya no me devora entera. Su rugido se ha vuelto más humano, menos implacable. Se ha convertido en un compañero de viaje, no en el carcelero de mi existencia.
Nota Científica y Mecanismo de Acción: El Ingenio Molecular de la Duloxetina
La duloxetina es clasificada como un inhibidor de la recaptación de serotonina y noradrenalina (IRSN). Su acción principal se traduce en un aumento sostenido de los niveles de estos dos neurotransmisores clave en el espacio sináptico del cerebro y la médula espinal, influenciando directamente en varios sistemas orgánicos y psicológicos:
- Ánimo y Energía: Al reequilibrar la química cerebral deficiente o desregulada por el estrés crónico del dolor, la duloxetina mejora significativamente el estado de ánimo, combate la fatiga mental y eleva los niveles de energía. La serotonina, en particular, contribuye a la sensación de bienestar y calma.
- Umbral del Dolor (Vía Descendente de Inhibición): Este es quizás su papel más crucial en el contexto del dolor crónico. Al modular los niveles de noradrenalina y serotonina en las vías descendentes del sistema nervioso central (las autopistas del cerebro que envían señales para bloquear el dolor), la duloxetina aumenta el umbral nociceptivo. Es especialmente efectiva para el dolor de origen neuropático (relacionado con el daño o disfunción nerviosa, como la neuropatía diabética) y el musculoesquelético crónico (como en la fibromialgia o el dolor lumbar persistente).
- Regulación Emocional y Sensorial Integral: Su efecto no se limita a la sensación física. Actúa también como un potente agente contra la comorbilidad psiquiátrica asociada al dolor crónico: depresión, ansiedad e insomnio secundario a la molestia constante. Es, en esencia, una ayuda al cerebro para la correcta interpretación y procesamiento del dolor, actuando como un regulador sensorial y emocional que permite al paciente recuperar la funcionalidad, la capacidad de concentración y, fundamentalmente, la calidad de vida que el dolor le había robado.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Hace poco más de un mes, inicié un nuevo y transformador camino de la mano de la maestra Leyre: el yoga restaurativo terapéutico. Mi cuerpo clamaba por descongestión, y al ser parte del universo de Sa Tribu, me sumergí en sus clases especializadas en el dolor y su restauración. Lo que he descubierto ha sido mucho más que una simple rutina de ejercicios.
Estoy aprendiendo a moverme con conciencia profunda, a respirar de manera intencionada, a mirar y escuchar mi interior con atención que nunca antes había experimentado. Este proceso me ha llevado a aceptar mi realidad, a cultivarme ternura y compasión, ¡casi nada! No me considero una «yogui» al uso, no encajo en esa imagen moderna de leggings de marca y mensajes sabelotodo que a menudo rodea al mundo actual del yoga. Sin embargo, en este viaje, he tenido la fortuna de encontrar a una profesional que ha dedicado su vida a esta disciplina no por fachada, sino con verdad profunda y compromiso genuino.
Cada sesión con Leyre es oportunidad para aprender de ella y, lo que es aún más valioso, para aprender de mí misma. Sus enseñanzas van más allá de posturas físicas; me guía hacia una conexión más íntima con mi ser, ayudándome a desentrañar las capas de tensión y dolor que se habían acumulado con el tiempo. El yoga restaurativo no es solo estirar músculos, es restaurar alma, es encontrar remanso de paz en medio del ajetreo, es sanar heridas que ni siquiera sabía que existían.
A medida que avanzo en este sendero, siento cómo mi cuerpo se libera de nudos y mi mente encuentra una claridad renovada. La respiración consciente se ha convertido en ancla, permitiéndome navegar las complejidades de mi día a día con mayor serenidad. Este es un viaje hacia la autoaceptación, recordatorio constante de que merezco ser tratada con amabilidad y comprensión. Y todo esto, gracias a una decisión que, en retrospectiva, fue una de las mejores que he tomado: abrazar el yoga restaurativo.
El Viaje Transformador del Yoga Restaurativo: Una Conexión Profunda de Cuerpo, Mente y Alma
“Yoga restaurativo: la decisión que transformó mi bienestar integral”
Hace poco más de un mes, mi vida se encontró en un punto de inflexión. El camino que se abrió ante mí, de la mano de la experimentada y sensible maestra Leyre, no fue un mero desvío, sino una inmersión profunda y transformadora en la práctica del yoga restaurativo terapéutico. Mi cuerpo, que llevaba demasiado tiempo actuando como un barómetro de estrés acumulado, con señales inequívocas de fatiga crónica, rigidez y nudos de tensión persistentes, clamaba de manera urgente por una descongestión profunda y una liberación integral.
Como miembro activo de la comunidad de Sa Tribu, una escuela reconocida por su enfoque en la sanación y la gestión del dolor a través de disciplinas conscientes, no dudé ni un instante en sumergirme en sus clases especializadas. Lo que he descubierto en este breve, pero intenso, periodo ha trascendido con creces cualquier noción superficial que pudiera haber tenido sobre una simple «rutina de ejercicios» o un «estiramiento». Ha sido, en esencia, una reeducación de mi ser.El Despertar de la Conciencia: Movimiento, Respiración e Introspección
El proceso ha sido una revelación constante que opera en múltiples niveles. Estoy inmersa en el aprendizaje de un movimiento que es intrínsecamente consciente, que abandona la mecánica autómata para convertirse en un acto de intención pura. Cada microajuste, cada postura sostenida, es una conversación silenciosa con mi propia anatomía.
La respiración, por su parte, se ha erigido como el ancla vital de mi existencia. Guiada por Leyre, he aprendido a hacerla profunda, pausada y, sobre todo, consciente, utilizándola como una herramienta poderosa para navegar las sensaciones, tanto físicas como emocionales.
Pero quizás el elemento más impactante y revolucionario ha sido la invitación explícita a la introspección. Este camino me ha obligado a mirar y escuchar mi interior con una atención y una ternura radical que, hasta entonces, me había negado a experimentar. He accedido a un punto crucial y liberador: la aceptación incondicional de mi realidad presente, sin juicio ni resistencia. Este autodescubrimiento ha catalizado la capacidad de cultivarme una ternura y una compasión hacia mí misma que, lo confieso, se sentían ajenas y casi inalcanzables. Ha sido un cambio monumental, ¡un logro inmenso!La Autenticidad de la Maestría y la Práctica
Debo ser clara: no me considero una «yogui» en el sentido estricto, ni mucho menos en la acepción mediática del término. No encajo ni busco encajar en esa imagen a menudo idealizada, moderna y, seamos honestos, a veces superficial, de leggings de marca y mensajes pretenciosos o sabelotodo que, lamentablemente, ha llegado a rodear a una parte del mundo del yoga actual. Mi acercamiento es desde la vulnerabilidad y la necesidad de sanación, no desde la fachada.
Sin embargo, en este viaje, he tenido la inmensa fortuna de encontrarme con una profesional como Leyre. Ella es una maestra que ha dedicado su vida a esta disciplina no por una moda pasajera o una tendencia efímera, sino con una verdad profunda, una humildad admirable y un compromiso genuino con la sanación del ser humano. Su conocimiento se siente anclado en años de práctica y estudio honestos.
Cada sesión con Leyre no es simplemente una hora de posturas sostenidas con soportes; es una oportunidad inestimable para beber de su vasto conocimiento teórico y práctico. Y, lo que considero aún más valioso, es una guía para desvelar las capas y los bloqueos de mi propio ser. Sus enseñanzas trascienden la simple alineación física o la biomecánica; me guía sutilmente hacia una conexión más íntima, honesta y sin filtros con mi mundo interior.
Me está ayudando activamente a desentrañar los nudos de tensión y el dolor crónico que se habían acumulado a lo largo del tiempo, enquistados no solo por malas posturas físicas, sino por el estrés emocional no gestionado o por posturas psicológicas rígidas.
He comprendido que el yoga restaurativo no se limita a estirar músculos o liberar fascias, aunque lo haga de manera magistral. Es, ante todo, un bálsamo para el alma. Es encontrar un remanso de paz incondicional y absoluta en medio del ajetreo frenético de la vida diaria. Es un proceso profundo, silencioso y sostenido que actúa como un agente sanador para heridas emocionales y físicas que, hasta este momento, ni siquiera era plenamente consciente de que existían o que estaban tan profundamente arraigadas.Transformaciones Palpables: De la Tensión a la Serenidad
A medida que profundizo en este sendero, las transformaciones que experimento son palpables y multidimensionales. Siento cómo mi cuerpo se libera progresivamente de rigideces antiguas y bloqueos energéticos. La mente, que solía ser un torbellino incesante de preocupaciones y pensamientos acelerados, ha encontrado una claridad y una calma renovadas.
La respiración consciente, antes un concepto etéreo y abstracto, se ha transformado en mi ancla diaria e inquebrantable, mi primer recurso ante el desafío. Esto me permite navegar las complejidades, los desafíos y las demandas de mi día a día con una serenidad, una ecuanimidad y una resiliencia emocional que me eran completamente desconocidas hasta hace poco.
Este no es, por lo tanto, solo un viaje de bienestar físico; es un camino de autodescubrimiento profundo, de reconciliación y de autoaceptación radical. Es un recordatorio constante, susurrado por mi cuerpo en cada postura, en cada exhalación, de que merezco ser tratada con amabilidad, comprensión y respeto incondicional, empezando, invariablemente, por mí misma.
Y todo este despertar, toda esta restauración y esta nueva forma de relacionarme conmigo misma y con el mundo, ha sido posible gracias a una simple, pero poderosa, decisión. Una elección que, en retrospectiva, se ha revelado como una de las mejores y más fundamentales que he tomado en los últimos tiempos: abrazar la práctica sanadora y transformadora del yoga restaurativo.
El Ashtanga Yoga de Patanjali: Un Camino Óctuple y Profundo hacia la Unión (Samadhi)
El yoga, tal como se codifica en los seminales Yoga Sutras de Patanjali (alrededor del siglo II d.C.), se revela como un sistema filosófico, psicológico y existencial de la India cuyo propósito trasciende la mera actividad física. Su meta suprema es la liberación (moksha) del sufrimiento cíclico (el samsara) y el logro del Samadhi, el estado de superconsciencia o iluminación. En esencia, el yoga es la búsqueda activa de la unión (yoga) de la conciencia individual (Jivatma) con la Conciencia Universal (Paramatma).
Para guiar al aspirante de manera sistemática, Patanjali presenta el Ashtanga Yoga (literalmente, «yoga de ocho miembros»), una hoja de ruta progresiva y detallada. Estos ocho pasos no son necesariamente etapas secuenciales a ser completadas una tras otra, sino más bien facetas interdependientes de una práctica holística que se desarrollan simultáneamente a medida que la conciencia del practicante se expande. El camino se divide lógicamente en dos esferas interconectadas: los Miembros Externos (que asientan las bases éticas y físicas) y los Miembros Internos (enfocados en el control de la mente y la conciencia pura).—–I. Miembros Externos (Bahiranga Sādhanā): El Fundamento de la Acción Purificadora
Estos primeros cuatro pasos constituyen el cimiento ético, la purificación corporal y el control energético, preparando el vehículo (cuerpo y respiración) para el trabajo mental más sutil. A menudo, los tres primeros pasos (Yama, Niyama, Asana) se agrupan bajo el término Kriya Yoga (yoga de la acción purificadora).
- Yama (Ética Social y Restricciones Universales):
Representan la moralidad y la conducta ética del yogui en su interacción con el mundo exterior. Son abstinencias que buscan refinar el carácter, reducir el ego y establecer una base de armonía social.
- Ahimsa (No Violencia y Amor): El principio cardinal, que implica la ausencia de daño físico, verbal o mental hacia cualquier ser vivo. Es la práctica activa de la compasión y la benevolencia.
- Satya (Veracidad y Honestidad): Hablar y vivir la verdad, armonizando pensamiento, palabra y acción. Sin embargo, Patanjali subraya que Satya debe estar siempre subordinado a Ahimsa; la verdad no debe ser pronunciada si causa daño innecesario.
- Asteya (No Robar): Extendido más allá de los objetos materiales, implica no apropiarse de ideas, tiempo o energía ajena. Se relaciona con la integridad y la autosuficiencia.
- Brahmacharya (Uso Consciente de la Energía): A menudo malinterpretado como celibato, su significado profundo es la moderación y la dirección consciente de la energía vital (prana) hacia propósitos espirituales y de salud, conservando la vitalidad.
- Aparigraha (No Codicia y Desapego): La renuncia a la posesión innecesaria y el desapego de lo que se posee, reduciendo la ansiedad por el futuro y la dependencia de objetos externos.
- Niyama (Autodisciplina y Observancias Personales):
Son prácticas de purificación y desarrollo interno que el practicante adopta para su crecimiento personal.
- Saucha (Pureza): Se refiere a la limpieza externa (cuerpo y entorno) e interna (pensamientos, emociones y sistema energético). Una mente y un cuerpo limpios son esenciales para la claridad meditativa.
- Santosha (Contentamiento): La aceptación gozosa y la satisfacción con las circunstancias presentes y con lo que uno tiene. Elimina la necesidad de búsqueda externa, liberando la mente para la introspección.
- Tapas (Fervor o Austeridad): La autodisciplina ardiente que implica esfuerzo sostenido, superación de la inercia (tamas) y la voluntad de enfrentar y purificar las impurezas físicas y mentales a través de la práctica constante.
- Svadhyaya (Autoestudio): La introspección profunda y el estudio reflexivo de las escrituras sagradas para obtener conocimiento del Ser y de las verdades fundamentales.
- Ishvara Pranidhana (Devoción y Entrega): La entrega de los frutos de la acción a una Conciencia Suprema, Dios o un ideal elevado. Cultiva la humildad y el desapego del resultado.
- Asana (Posturas Físicas):
Originalmente, Asana significaba una postura firme (Sthira) y cómoda (Sukha) ideal para la meditación prolongada. Hoy, el vasto repertorio de posturas físicas (Hatha Yoga) es una herramienta indispensable. Su función es purificar los canales energéticos (nadis), equilibrar el sistema nervioso, aliviar las tensiones corporales y aumentar la vitalidad, haciendo que el cuerpo sea un asiento dócil para la mente.
- Pranayama (Control de la Respiración y de la Energía):
Es la regulación consciente y metódica de la respiración para controlar el Prana (la energía vital que impregna el universo y el cuerpo). Mediante técnicas específicas (retenciones, exhalaciones, etc.), el practicante calma el flujo de pensamientos (vṛttis) y armoniza los hemisferios cerebrales, preparando la mente para el siguiente nivel de introspección.
—–II. Miembros Internos (Antaranga Sādhanā): El Viaje de la Conciencia
Una vez establecido el control ético, físico y energético, la práctica se enfoca en el interior, culminando en los estados meditativos. Los últimos tres pasos se conocen colectivamente como Samyama (integración superior o concentración perfecta).
- Pratyahara (Retiro Sensorial):
Actúa como el puente crucial entre lo externo y lo interno. Es el proceso por el cual la mente se disocia del influjo de los estímulos sensoriales (vista, oído, tacto, etc.). En lugar de que los sentidos busquen objetos externos, se vuelven hacia adentro. Esto no es represión, sino desapego, liberando a la conciencia de su cautiverio habitual.
- Dharana (Concentración Unidireccional):
Es el primer paso del Samyama. Consiste en fijar la mente en un único punto (ekagrata) u objeto elegido. Este objeto puede ser interno (un chakra, la respiración, un sonido) o externo (la llama de una vela, una imagen). En esta etapa, el esfuerzo mental es evidente, ya que la mente lucha por evitar la dispersión (vikshepa).
- Dhyana (Meditación Profunda):
Cuando la Dharana se sostiene sin interrupción y sin esfuerzo consciente, se transforma en Dhyana. Aquí, el flujo mental hacia el objeto de meditación se vuelve continuo, como un chorro ininterrumpido de aceite. El meditador se absorbe en el proceso, y la dualidad entre el que medita y el objeto de la meditación comienza a disolverse.
- Samadhi (Absorción y Éxtasis):
La culminación del camino óctuple y el objetivo final del yoga. En Samadhi, la conciencia individual se fusiona completamente con el objeto de meditación. Es el estado de superconsciencia pura donde se trasciende la dualidad (sujeto-objeto) y se experimenta la Unidad (Kaivalya), acompañada de una bienaventuranza profunda (ananda).
- Samprajñata Samadhi: Con apoyo, donde aún existe un vestigio sutil de conciencia sobre el objeto.
- Asamprajñata Samadhi: Sin apoyo, donde toda actividad mental cesa y el Ser (Purusha) reposa en su propia naturaleza, libre de las modificaciones de la mente (citta-vṛtti-nirodha).
El Ashtanga Yoga es, por tanto, una ciencia de la conciencia: un método práctico para disciplinar el cuerpo, pacificar la respiración, aquietar la mente y, finalmente, experimentar la realidad tal como es, logrando la liberación del sufrimiento y el establecimiento en la propia esencia.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Mi cuerpo es un testimonio de batallas superadas, y las cicatrices que adornan mi cuello son recordatorios silenciosos de dos operaciones importantes. Lejos de ocultarlas, he aprendido a abrazarlas y a cuidarlas con la constancia y el cariño que merecen.
En este proceso, la rosa mosqueta se ha convertido en mi compañera más fiel, una pócima mágica que, aplicada con disciplina, ha logrado que estas marcas sean apenas visibles. Esta mejora no es solo estética; impacta directamente en mi autoestima, en cómo me percibo y en la confianza que proyecto al mundo.
Soy muy cuidadosa con los productos que elijo para mi bienestar. En el caso de la rosa mosqueta, mi elección es la marca #Alqvimia. Sé que no es la opción más económica del mercado, pero su calidad y eficacia son indiscutibles. He comprobado de primera mano que la inversión vale la pena. No escatimo en recursos cuando se trata de terapias, curas y productos que contribuyen a mi recuperación integral. Sin embargo, esta inversión es siempre selectiva y consciente. Ahora más que nunca, estos elementos ocupan un lugar preferente en mi día a día, formando parte esencial de mi rutina de autocuidado y mi camino hacia una recuperación plena y consciente.
La #rosamosqueta es solo un ejemplo de cómo he aprendido a integrar lo mejor de la naturaleza en mi proceso, valorando la calidad y la efectividad por encima de todo. Suaviza mis tatuajes, los que no he escogido, los que me han impuesto las dos cirugías a las que me he sometido y mima mi piel atormentada.
Mi cuerpo narra una historia de resiliencia, un mapa grabado con las huellas de luchas internas y externas. Las cicatrices que se extienden a lo largo de mi cuello son más que simples marcas; son testigos silenciosos de dos intervenciones quirúrgicas cruciales, hitos que definieron un antes y un después en mi vida. Estas líneas no son defectos a ocultar, sino insignias de honor que he aprendido a aceptar, a integrar y, sobre todo, a cuidar con una dedicación y un amor inquebrantables.
En este camino de aceptación y sanación, un elemento natural se ha alzado como mi aliado más constante y efectivo: el aceite de rosa mosqueta. Para mí, no es solo un producto de cuidado de la piel; es una auténtica pócima mágica, un elixir que, aplicado con una disciplina casi ritual, ha obrado una transformación asombrosa. Las cicatrices, que en un inicio eran prominentes y rojizas, han ido atenuándose hasta volverse apenas perceptibles, fusionándose sutilmente con el tono natural de mi piel.
El impacto de esta mejoría trasciende lo puramente estético. Se proyecta directamente en la esfera de mi bienestar emocional. La disminución de estas marcas visibles ha reforzado mi autoestima, modificando la manera en que me percibo en el espejo y la confianza con la que me presento al mundo. Esta sensación de sanación y belleza recobrada es invaluable.
Soy extremadamente selectiva y exigente con todo lo que decido incorporar a mi rutina de autocuidado y bienestar. Cuando se trata de la rosa mosqueta, mi elección innegociable es la marca #Alqvimia. Soy plenamente consciente de que este producto se sitúa en el rango superior de precios del mercado, lejos de ser la opción más económica. Sin embargo, su pureza, la concentración de sus principios activos y, en definitiva, su eficacia son cualidades que considero indiscutibles. He verificado personalmente que esta inversión, consciente y meditada, se traduce en resultados tangibles que la justifican plenamente.
Mi filosofía de recuperación no permite escatimar en recursos cuando estos se destinan a terapias, curas, y productos de alta calidad que contribuyen a mi sanación integral y a la mejora continua de mi calidad de vida. No obstante, es crucial subrayar que esta inversión es siempre selectiva y profundamente consciente, priorizando el valor y la efectividad por encima del costo.
Ahora más que nunca, estos pilares del autocuidado ocupan un lugar preferente en mi día a día. El aceite de rosa mosqueta es una parte esencial de mi rutina, un paso irrenunciable en mi camino hacia una recuperación completa y consciente. La #rosamosqueta simboliza cómo he aprendido a incorporar lo mejor que la naturaleza puede ofrecer a mi proceso de sanación, valorando la excelencia y la acción terapéutica por encima de cualquier otra consideración. No solo trabaja diligentemente sobre las cicatrices que no elegí —aquellas impuestas por las dos cirugías—, sino que también suaviza y mima toda mi piel, que ha estado sometida a un periodo de gran tensión y sufrimiento. Es el bálsamo que calma mi piel atormentada y me recuerda que, de toda adversidad, puede nacer la belleza.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Intento aprender el arte secreto de transformar lo gris con ternura. Los días opacos, los de dolor lento y cuerpo cansado, llegan pesados. Antes no entendía, ahora intento ser alquimia. El truco está en mirar despacio: hay destellos escondidos en oscuridad. Pequeñas chispas que, cuando las reconozco, empiezan a templar. La tristeza, bien observada, se convierte en sabiduría; el cansancio, en pausa sagrada.
Hay mañanas interminables, tardes que pesan y días solitarios, tristes. Pero si mezclo compasión en mi laboratorio, las lágrimas disuelven un poco el miedo, y el tiempo, maestro, termina por destilar esperanza.
Ser alquimista no es eliminar dolor, sino refinarlo. Convertir queja en conciencia, desaliento en ternura, hastío en oportunidad de mirar dentro. Y aunque no siempre lo consigo, cada intento ayuda a mi espíritu cansado. Transformar dolor, en lugar de erradicarlo, es arte sutil, convirtiendo queja en conciencia de necesidades y limitaciones, pues es señal, no destino, y ayuda a comprender la raíz del malestar.
De igual manera, el desaliento, pesada capa que nubla visión y paraliza, puede transmutarse en tierna compasión, primero hacia nosotros mismos por sentirnos vulnerables, y luego hacia los demás, al reconocer que todos compartimos fragilidad. Es entender que el desaliento no es derrota, sino invitación a pausa, introspección y recarga.
Y el hastío, vacío persistente que embarga cuando la rutina torna monótona, se convierte en preciosa oportunidad para mirar adentro, y antesala al despertar. Es llamado a creatividad, búsqueda de nuevos propósitos, o revalorización de lo que ya tenemos.
Hay días en los que el dolor parece inamovible, la queja eco ensordecedor, el desaliento consume por completo y el hastío se instala con permanencia desoladora. Y aunque no siempre logro y tropiezo, cada esfuerzo y pequeña victoria sobre inercia del sufrimiento deja huella, persistente en mi espíritu cansado. Estas huellas son recordatorios de mi capacidad de #resiliencia, de mi innata habilidad para encontrar belleza y significado incluso en circunstancias difíciles, y motor que me impulsa a seguir, día tras día, en este perpetuo arte de transformación interior
El Arte Secreto de la Transmutación Interior
Intento, con devoción casi litúrgica, aprender el arte secreto de transformar lo gris con ternura. No es un conocimiento que se adquiera con la prisa del mundo, sino con la paciencia de quien observa el lento trabajo de la naturaleza. Los días opacos, esos interludios de dolor lento y cuerpo cansado, llegan a la puerta de mi espíritu con una pesadez ineludible. Antes, la llegada de esta sombra me sumía en la incomprensión y la resistencia; ahora, busco ser alquimia, la vasija donde lo denso se refina.
El truco, he descubierto, no reside en la lucha, sino en mirar despacio, con la atención de un orfebre que busca la veta preciosa en la roca. Hay destellos escondidos en la más profunda oscuridad, pequeñas chispas de luz, de verdad esencial, que esperan ser reconocidas. Cuando mi conciencia las percibe, comienzan a templar la atmósfera interior. La tristeza, esa invitada incómoda, si es bien observada y no se le teme, se convierte en una profunda sabiduría, en una comprensión más matizada de la existencia. El cansancio, que a primera vista parece un estorbo, se revela como una pausa sagrada, una invitación forzosa al repliegue necesario.
El Laboratorio del Alma
Hay mañanas que se extienden en una niebla interminable, tardes cuya carga parece desafiar la gravedad, y días solitarios que duelen con la punzada de la ausencia. Pero cuando mezclo compasión en mi laboratorio interior, cuando permito que esa piedad hacia mí misma actúe como disolvente, las lágrimas consiguen diluir un poco el miedo petrificado. Y el tiempo, ese maestro silencioso e implacable, cumple su función ineludible: destila, gota a gota, la esencia pura de la esperanza.
Ser alquimista del espíritu no es aspirar a la quimera de eliminar el dolor, la tristeza o el hastío; eso sería negar la textura misma de la vida. Es, por el contrario, un acto de refinamiento. Consiste en tomar la queja, el sonido estéril del descontento, y convertirla en conciencia clara de nuestras necesidades y limitaciones. El malestar, visto así, no es un castigo ni un destino, sino una señal, un faro que ilumina la raíz de aquello que nos perturba, permitiendo comprender y sanar.
El desaliento, esa pesada capa que nubla la visión del futuro y paraliza el impulso vital, no debe ser combatido con violencia. Puede transmutarse en una tierna compasión, un bálsamo que se aplica primero hacia nosotros mismos, por el simple hecho de sentirnos vulnerables y agotados. Desde ese reconocimiento íntimo, la compasión se extiende naturalmente hacia los demás, al comprender que todos compartimos la misma fragilidad esencial. Es la epifanía de que el desaliento no es una derrota definitiva, sino una invitación a la pausa, a la introspección profunda y, finalmente, a la recarga necesaria del espíritu.
Y el hastío, ese vacío persistente que embarga cuando la rutina ha despojado al mundo de su brillo, se convierte en la más preciosa de las oportunidades para mirar hacia adentro. No es un final, sino la antesala de un despertar, un llamado urgente a la creatividad dormida, a la búsqueda de nuevos propósitos que doten de significado a los días, o a la revalorización profunda de lo que ya poseemos y hemos dejado de ver.
La Persistencia de la Resiliencia
Incluso con toda la intención y el conocimiento, hay días en los que el dolor parece inamovible, una montaña sorda y muda. La queja regresa como un eco ensordecedor. El desaliento nos consume por completo, y el hastío se instala con una permanencia desoladora. Y aunque no siempre logro mi propósito, aunque tropiezo y me hundo en la inercia del sufrimiento, cada esfuerzo, cada pequeña victoria sobre esa inercia, deja una huella profunda y persistente en mi espíritu cansado.
Estas huellas son el testimonio irrefutable de mi capacidad de #resiliencia, el mapa grabado de un camino andado. Son el recordatorio de mi innata habilidad para encontrar belleza y significado, incluso —y quizás especialmente— en las circunstancias más difíciles. Son el motor silencioso que me impulsa a seguir, día tras día, en este perpetuo y sutil arte de la transformación interior.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Cuando el cuerpo se detiene, la mente aprende a danzar de otro modo. Ya no muevo los pies: muevo la respiración. Cada inhalación es un giro lento; cada exhalación, un paso que no deja huella en el suelo, pero sí en la conciencia. Me descubro bailarina en un escenario invisible, con el dolor como coreógrafo severo y la resiliencia como pareja paciente. Y bailo torpe.
El aire quieto se convierte en mi pista. No suena música, pero la melodía vive dentro: el latido que no se rinde, el pulso que marca compás aunque el cuerpo proteste. Aprendo a bailar sin aplausos, sin público, con tutú de color fantasía. A improvisar sobre la quietud. Cada gesto pequeño —estirarme un poco más, sostener el equilibrio unos segundos— es mi forma de danzar.
En este baile nuevo, la belleza no está en la perfección del movimiento, sino en la suavidad de la intención. Bailo para recordarle al cuerpo que sigue siendo mío, que su rigidez no ha matado su gracia. A veces me tambaleo, otras me deslizo sin esfuerzo, y entiendo que la coreografía de la vida se escribe en los instantes en que, aun limitada, sigo el ritmo del alma.
He cambiado el escenario de los teatros por la intimidad del dolor. Y sin embargo, hay magia. El aire inmóvil se vuelve compañero, espejo, cómplice. La quietud deja de ser condena y se transforma en lenguaje.
❤️ Yo bailo aunque el suelo tiemble, aun siendo tremendamente torpe, porque mi danza no depende del cuerpo, sino de la voluntad de seguir viva.
El Baile de la Inmovilidad: Una Coreografía del Espíritu
“Soy bailarina con pasos torpes”, un eco que resuena en la cámara silente de mi cuerpo. La danza que una vez fue fluidez y escenario, ahora se repliega hacia un espacio más íntimo, un teatro interior donde la mente toma la batuta. Cuando el cuerpo, ese instrumento antaño dócil, decide detenerse, la mente, paradójicamente, comienza su propia y más profunda coreografía.
Ya no son mis pies quienes marcan el ritmo; es el aliento, esa marea constante de vida. He aprendido a mover la respiración, a transformarla en el eje de mi nuevo ballet. Cada inhalación es un pirouette lento y consciente, una elevación del espíritu que desafía la gravedad del dolor. Cada exhalación es un pas que se desvanece sin dejar huella en el suelo, pero que esculpe firmemente la forma de mi conciencia. En esta quietud impuesta, me descubro, sin remedio, bailarina. Mi escenario es invisible, delimitado por los confines de la cama o la silla; mi público, solo yo y la honestidad brutal de mis sensaciones.
El dolor se ha erigido en mi coreógrafo más severo, implacable en su demanda de atención y entrega. Pero a su lado, como pareja paciente y silenciosa, tengo a la resiliencia. Con ella, ensayo pasos de una torpeza hermosa, pasos que no buscan la perfección estética, sino la persistencia de la existencia. Y así, con pasos inciertos, bailo la vida nueva.La Pista Aérea y la Melodía del Latido
El aire quieto que me rodea ya no es un vacío, sino mi pista de baile. El silencio ha engullido la música de los teatros, pero una melodía más esencial pulsa en mi interior: el latido indomable del corazón. Es el compás que se mantiene firme, la sístole y diástole que marcan el ritmo aunque cada músculo proteste y cada nervio se queje. He aprendido a bailar en la ausencia de aplausos, en la soledad del esfuerzo. Mi vestuario es un tutú de color fantasía, tejido con hilos de sueños incumplidos y esperanzas renovadas.
La quietud no es un final, sino el lienzo para la improvisación. Cada micro-gesto se convierte en un acto de danza. El esfuerzo minúsculo de estirarme un centímetro más allá de la rigidez, la voluntad de sostener el equilibrio precario de mi cuerpo por unos segundos extra: esa es mi nueva forma de danzar, un ballet minimalista. Es un baile de intención pura, donde la victoria no reside en la amplitud del movimiento, sino en la profundidad de la voluntad.La Belleza de la Intención Suave
En esta coreografía de la limitación, he redefinido la belleza. Ya no reside en la línea perfecta o el salto acrobático, sino en la suavidad de la intención. Bailo para reafirmar mi soberanía sobre un cuerpo que se rebela. Bailo para susurrarle que sigue siendo mío, que la rigidez y la restricción no han conseguido matar su gracia inherente, su potencial para el movimiento, por pequeño que sea.
A veces me tambaleo, y esos tropiezos son parte del ritmo; otras, logro un deslizamiento inesperado, una efímera sensación de ingravidez. He comprendido que la verdadera coreografía de la vida no se escribe en el guión de los grandes logros, sino en esos instantes fugaces en que, a pesar de mis límites, consigo sintonizar con el ritmo profundo de mi alma. Es una danza que celebra la vulnerabilidad tanto como la fuerza.
He cambiado el brillo de las bambalinas por la intimidad cruda del dolor, pero en esta reclusión he encontrado una magia diferente, más auténtica. El aire, antes inmóvil y opresivo, se ha vuelto mi compañero, un espejo fiel que refleja mi lucha, mi cómplice silencioso. La quietud, que temía como una condena, se ha transformado en un lenguaje. Es un idioma que habla de paciencia, de aceptación, y de la inextinguible necesidad de expresarse.
❤️ Yo bailo aunque el suelo tiemble, aunque mis pasos sean la definición misma de la torpeza. Porque mi danza ha trascendido lo físico. No depende de la habilidad de mis músculos, sino de la furiosa, terca, y luminosa voluntad de seguir viva.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Mi cuerpo es una casa antigua. Cruje con cada paso, respira polvo de años difíciles, tiene habitaciones que apenas se abren y otras que aún conservan olor a vida recién estrenada. A veces me enojo con sus grietas, con las humedades que deja el dolor, con la pintura desconchada del cansancio. Me gustaría mudarme, dejarla atrás, buscar paredes nuevas. Pero no hay otra casa posible: soy inquilina y propietaria del mismo cuerpo.
He aprendido a recorrer sus pasillos con respeto, a no empujar puertas cerradas, a aceptar que algunas estancias necesitan silencio. En los días buenos abro las ventanas y dejo que entre la luz; en los malos, cierro las cortinas y me siento en el suelo, esperando a que pase la tormenta. La convalecencia me obligó a escuchar los sonidos de mi propia estructura: el latido que hace de timbre, la respiración que gotea, las articulaciones que protestan como viejos muebles.
También descubrí rincones hermosos: la cocina donde aún hierven los sueños, el patio donde florecen pensamientos nuevos. No todo en esta casa está roto; algunas paredes aún sostienen cuadros que me recuerdan quién fui, quién soy y quién intento seguir siendo.
Ahora ya no quiero otra arquitectura: solo mantener el techo en pie, pintar de esperanza el dormitorio del ánimo, colgar cortinas ligeras para que la luz encuentre camino.
❤️ Yo habito mi cuerpo con ternura, aunque sus cimientos duelan. Porque incluso las casas viejas, si se las cuida, siguen oliendo a hogar.
Mi cuerpo es una casa antigua, de cimientos que han resistido demasiadas tormentas y fachadas que llevan tatuadas las marcas del tiempo. Cruje con cada paso que me atrevo a dar, un murmullo constante de madera reseca y metal fatigado, una sinfonía de la edad. Respira el polvo de años difíciles, aquellos inviernos de soledad y veranos de esfuerzo, sedimentados en cada viga y tabla.
Tiene habitaciones que apenas se abren, cerradas a cal y canto, llenas de ecos de miedos olvidados y promesas rotas. Son estancias que he clausurado por protección, llenas de trastos emocionales que aún no sé cómo tirar. Y luego están otras, aquellas que aún conservan el olor a vida recién estrenada, a pintura fresca de ilusiones infantiles y a la calidez de los primeros amores.
A veces, la impaciencia me enoja con sus grietas. Me frustran las líneas que el dolor ha trazado en la piel, las humedades que deja el llanto no derramado o la pena persistente que se filtra por las esquinas. Me irrito con la pintura desconchada del cansancio, con esa capa fina que ya no puede ocultar la fatiga de ser, de intentar. Me gustaría mudarme, lo confieso. Dejarla atrás, buscar paredes nuevas, una estructura moderna, luminosa y sin historia. Una casa que no duela al habitarla.
Pero la cruda realidad se impone: no hay otra casa posible. Soy, a la vez, la inquilina perpetua y la propietaria obligada de este mismo cuerpo. Mi destino está sellado a sus planos.
Con el tiempo, he aprendido una forma más paciente de recorrer sus pasillos. He aprendido a moverme con respeto, a no empujar con violencia las puertas cerradas que custodian viejos traumas, a aceptar que algunas estancias necesitan permanecer en silencio, en penumbra, como capillas para el luto.
En los días buenos —esos días de sol radiante en el alma—, abro de par en par las ventanas del alma y del pecho, y dejo que la luz entre sin reservas, aireando cada rincón. En los días malos, sin embargo, la sabiduría me obliga a cerrar las cortinas. Me siento en el suelo de la sala principal, recogiendo mis rodillas, y espero. Espero con la resignación de quien sabe que la tormenta pasará, que el vendaval de la tristeza amainará.
La convalecencia, ese periodo de obligado alto, fue mi gran maestra. Me obligó a escuchar con atención los sonidos de mi propia estructura: el latido constante y rítmico que funciona como timbre, anunciando la vida a cada instante; la respiración que gotea en el silencio, un recordatorio de fragilidad; las articulaciones que protestan con un rechinar de viejos muebles, narrando la historia de cada esfuerzo.
Pero en esa introspección, también descubrí rincones hermosos que la prisa me había ocultado. Encontré la cocina, el corazón vibrante donde aún hierven los sueños, donde se cuecen a fuego lento las nuevas esperanzas. Descubrí el patio interior, un jardín secreto donde florecen pensamientos nuevos, resistentes y llenos de color, incluso después del invierno. No todo en esta casa está roto, ni mucho menos. Algunas paredes maestras aún sostienen con orgullo cuadros que me recuerdan quién fui en mi esencia, quién soy en mi lucha diaria y quién intento con todas mis fuerzas seguir siendo.
Ahora, la idea de otra arquitectura ya no me seduce. Mi ambición se ha reducido a la ternura y la perseverancia. Mi único deseo es mantener el techo en pie, firme contra la intemperie. Quiero pintar de esperanza el dormitorio del ánimo, con colores que no se dejen vencer por la sombra. Y sobre todo, quiero colgar cortinas ligeras, telas transparentes que permitan que la luz, esa bendita luz, siempre encuentre un camino para entrar.
❤️ Yo habito mi cuerpo con una ternura recién descubierta, una que antes me negaba. Lo habito incluso cuando sus cimientos duelen y me recuerdan la finitud. Porque he comprendido que incluso las casas más viejas, aquellas que han visto pasar siglos, si se las cuida con devoción y amor, siguen oliendo, irrevocablemente, a hogar.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Camino sobre un hilo invisible, fibra etérea tendida entre el abismo del miedo y luminiscencia de esperanza. No hay red de seguridad bajo mis pies, solo inquebrantable voluntad de avanzar, sin conocer destino, con latido de mi propio corazón. El dolor, esa fuerza omnipresente, es viento intentando desestabilizar cada paso, pero persisto. Cada movimiento se convierte en negociación silenciosa con el vértigo, pacto efímero con incertidumbre. El cuerpo, frágil y tembloroso, se estremece, mientras el alma, resiliente y tenaz, busca equilibrio en el caos. Hay instantes en que me balanceo peligrosamente, al borde de caída, y descubro que ninguna caída física es tan profunda como la del ánimo, y ningún rescate más profundo ni más gratificante que el de perseverar, de seguir en pie.
Ser equilibrista no es elección, es condición inherente a la existencia, la vida siempre en constante aprendizaje del riesgo. Es aceptación de que la estabilidad es quimera, ilusión fugaz. Lo único que realmente existe es el arte, casi místico, de no perder ritmo, mantener melodía interna a pesar de las disonancias externas. En la cuerda floja, no hay aplausos que resuenen en la distancia, u ovaciones que celebren progreso. Solo hay respiraciones lentas y profundas, pulso que se esfuerza por acompasarse con la vida. Me he caído en dos ocasiones, pero incluso en la dureza de la caída, encuentro lección: su impacto me recuerda la fuerza inquebrantable que reside en mi interior, la capacidad innata para levantarme de nuevo.
Ya no busco con desesperación llegar al otro extremo del hilo. He comprendido, con sabiduría que solo tiempo y cicatrices otorgan, que la verdadera belleza no reside en el destino, sino en magnificencia del trayecto. En el leve temblor que precede a cada nuevo paso, anticipación y entrega al momento presente, y su plenitud. El equilibrio no es quietud, ni postura estática e inalterable. Es, en esencia, conversación íntima y constante con el miedo. A veces, extiendo mi mano y tomo la suya. Otras, lo miro directamente a los ojos con determinación y le pido, con voz firme pero serena, que no grite tan fuerte, que permita que mi propia voz se escuche por encima de su estruendo.
Camino sobre un hilo invisible, una fibra etérea tejida con sueños y temores, tendida no solo entre el abismo del miedo y la luminiscencia de la esperanza, sino a través de los vastos paisajes de la memoria y la promesa incierta del mañana. Este cable, casi imperceptible a la vista, es el sendero de mi propia existencia. Bajo mis pies, la realidad se disuelve: no hay red de seguridad, solo la inquebrantable y terca voluntad que me impulsa a dar el siguiente paso. El destino permanece envuelto en bruma; mi única brújula es el latido, a veces agitado, a veces sereno, de mi propio corazón.
El dolor, esa fuerza omnipresente que moldea las sombras del mundo, se manifiesta como un viento traicionero que intenta desestabilizar cada avance. Es una ráfaga constante que me susurra al oído el peligro de la altura y la facilidad de la rendición. Sin embargo, persisto. Cada movimiento sobre esta cuerda tensa se convierte en una negociación silenciosa con el vértigo, un pacto efímero y diario con la incertidumbre que me rodea. El cuerpo, esta máquina frágil y temblorosa, se estremece ante la magnitud del riesgo, pero el alma, esa entidad resiliente y tenaz, se ancla en el presente, buscando el punto de equilibrio perfecto en medio del caos.
Hay instantes, oscuros y fugaces, en que mi balanceo se vuelve peligroso, rozando el borde de una caída inminente. Es en esos microsegundos de pánico donde descubro una verdad fundamental: ninguna caída física, por aparatosa que sea, puede ser tan demoledora como la del ánimo. Y, a su vez, ningún rescate puede ser tan profundo, tan íntimamente gratificante, como el de persistir, el de obligarme a seguir en pie, metro a metro, pulgada a pulgada.
Entiendo que ser equilibrista no es una elección libremente tomada, sino una condición inherente a la existencia humana. La vida misma es una escuela constante, un aprendizaje perpetuo del riesgo. Es la aceptación, no con resignación, sino con firmeza, de que la estabilidad absoluta es una quimera, una ilusión fugaz que solo existe en el reposo de lo inerte. Lo único real y duradero es el arte, casi místico, de no perder el ritmo, de mantener la melodía interna de la propia identidad a pesar de las estruendosas disonancias externas que intentan silenciarla.
En esta cuerda floja personal, no hay multitudes que vitoreen mi progreso, ni aplausos que resuenen en la distancia. Solo existe la cadencia de mis propias respiraciones, lentas y profundas, y un pulso que se esfuerza, con toda su energía, por acompasarse con la vasta y a veces indiferente sinfonía de la vida. Me he precipitado en dos ocasiones; el recuerdo de la dureza del impacto aún reside en mis cicatrices. Pero incluso en la amargura de esas caídas, he encontrado la lección más vital: su impacto brutal me recuerda la fuerza inquebrantable que yace dormida en mi interior, la capacidad innata y elemental para levantarme de nuevo, sacudirme el polvo y retomar el camino.
Ya no busco con desesperación neurótica alcanzar el otro extremo del hilo. Con la sabiduría profunda que solo el tiempo, y la colección de cicatrices emocionales y físicas otorgan, he comprendido que la verdadera belleza de esta travesía no reside en el destino final. La magnificencia, la plenitud, reside en el trayecto en sí. Reside en el leve temblor que precede a cada nuevo paso, en la mezcla de anticipación y entrega total al momento presente. El equilibrio no es quietud, no es una postura estática e inalterable, congelada en el tiempo. Es, en esencia, una conversación íntima, constante y compleja con el miedo. A veces, en un gesto de aceptación, extiendo mi mano y le permito que tome la mía, caminando juntos un tramo. Otras veces, y estas son las que más me fortalecen, lo miro directamente a los ojos con una determinación inquebrantable y le pido, con una voz firme pero serena, que no grite tan fuerte, que permita que mi propia voz, mi propósito, se escuche por encima de su estruendo opresor. El equilibrio es el diálogo incesante entre el Ser que soy y el abismo que me observa.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
El dolor me aísla, como si alguien bajara el volumen del mundo y solo quedara mi respiración a contratiempo. Pero incluso en ese silencio, mi resiliencia me susurra que nadie compone solo. Una sinfonía necesita orquesta: manos distintas, corazones distintos, afinados en una misma intención.
Mi cuerpo es el escenario, y sobre él se sientan mis músicos: médicos, neurólogos, terapeutas, fisioterapeutas, psicólogos, nutricionistas… Cada uno interpreta una partitura que busca mi bienestar. A veces el sonido es dulce, otras disonante. Hay ensayos en los que la esperanza desafina, y días en los que me siento más peonza que directora, girando entre tratamientos, pruebas y errores. Pero sigo.
Dirigir esta orquesta requiere paciencia: aprender cuándo subir el tempo, cuándo bajar la intensidad, cuándo dejar que el silencio hable. Hay notas que se pierden, compases que se rompen, y, aun así, seguimos tocando. Porque en medio de tanta incertidumbre, algo —una melodía invisible— insiste en sostener la armonía.
La unidad es la fuerza. La colaboración, el diapasón que nos mantiene en tono. A veces hace falta cambiar el ritmo, otras, reescribir la partitura. Pero incluso con tachones y borrones, entre la fatiga y la fe, comienza a intuirse una música nueva: la del esfuerzo compartido, la del cuidado que salva, la del amor profesional que suena sin aplausos.
Y yo, aunque cansada, sigo al frente. Aprendo que la belleza no está en la perfección, sino en el intento. En la voluntad de seguir tocando aunque tiemble la batuta.
❤️ Sigo tocando, porque incluso entre notas heridas, insisto en tornarme sinfonía.
El dolor me aísla, es cierto. Es una cancelación sutil, como si alguien bajara el volumen del mundo —no a cero, sino a un murmullo distante— y solo quedara la estridente y solitaria cadencia de mi propia respiración a contratiempo. Es el silencio que precede a la tormenta, o peor, el silencio que se instala después de que la tormenta ha arrasado el paisaje conocido. Me encuentro en ese vacío, pero la resiliencia, esa fuerza interna que no se pide prestada sino que se forja en la adversidad, me susurra una verdad esencial: nadie compone solo una vida compleja, una vida en crisis.
Una sinfonía, para ser grande, necesita una orquesta completa, bien calibrada: manos distintas que tocan instrumentos diferentes, sí, pero que pulsan con corazones distintos, todos ellos afinados en una misma y poderosa intención: la restauración, el bienestar, la supervivencia.
Mi cuerpo, este mapa de batallas y esperanzas, se ha convertido en el escenario sagrado, el teatro de operaciones de esta insólita compañía. Sobre él se sientan, como músicos esperando la señal del director, mis colaboradores vitales: médicos de diversas especialidades, neurólogos que intentan descifrar el código nervioso, terapeutas que reescriben los patrones del movimiento y la mente, fisioterapeutas que devuelven la elasticidad, psicólogos que alinean la emoción, y nutricionistas que ofrecen el combustible para la lucha.
Cada uno de ellos no solo toca un instrumento; interpreta una partitura compleja que busca mi bienestar integral. A veces, el sonido que emana de esta orquesta es dulce, una melodía de alivio y esperanza que llena la sala. Otras veces, es dolorosamente disonante, producto del ensayo y error, de diagnósticos que se anulan, de tratamientos que se resisten. Hay largos ensayos en los que la esperanza desafina hasta el chirrido, y días enteros en los que me siento menos directora de orquesta y más bien una peonza descontrolada, girando sin pausa entre el vértigo de nuevos tratamientos, las pruebas invasivas y los amargos errores del proceso. A pesar del mareo y la fatiga, sigo en pie.
Dirigir esta orquesta de mi propia salud exige una paciencia casi infinita, un oído atento y una mente estratega: debo aprender a intuir cuándo es el momento de subir el tempo y acelerar las acciones, cuándo bajar la intensidad y permitir que el cuerpo descanse, cuándo dejar que el silencio, el mero acto de no hacer, hable por sí mismo. Hay notas que inevitablemente se pierden en el camino, compases que se rompen bajo la presión del diagnóstico o la recaída, y aun así, con el pánico agarrándome la garganta, seguimos tocando, seguimos adelante. Porque en medio de tanta incertidumbre, cuando el miedo podría paralizarme, algo profundo —una melodía invisible pero tenaz— insiste en sostener la armonía del conjunto.
La unidad no es solo un concepto, es la fuerza motriz. La colaboración, el diálogo constante entre todas las partes, es el diapasón que nos mantiene en tono, evitando la cacofonía. A veces, para salvar la pieza, hace falta cambiar el ritmo abruptamente, desviarse del camino marcado; otras, es necesario reescribir la partitura entera, con audacia y humildad. Pero incluso con los inevitables tachones, los borrones y las correcciones a lápiz, entre la abrumadora fatiga del día a día y la fe inquebrantable en el proceso, comienza a intuirse y a crecer una música nueva, potente y original: la del esfuerzo compartido y desinteresado, la del cuidado que, literalmente, salva la vida, la del amor profesional y humano que se entrega en cada consulta y que suena sin esperar ni buscar aplausos.
Y yo, Pelusa, aunque cansada hasta los huesos y a veces sintiéndome más espectadora que protagonista, sigo al frente de mi orquesta. He aprendido que la verdadera belleza no reside en la perfección inalcanzable, sino en la pura y simple obstinación del intento. En la voluntad visceral de seguir tocando la pieza de mi vida aunque la batuta me tiemble en las manos.
❤️ Sigo tocando, porque incluso entre notas visiblemente heridas y compases rotos, insisto, contra toda lógica, en que mi vida se torne sinfonía.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
Las expectativas. Esa nube que se sostiene con hilos de deseo y que uno quiere alcanzar con escalera corta. En una convalecencia se vuelven espejos deformantes: reflejan lo que anhelas y distorsionan lo que es. Esperas —casi sin darte cuenta— que los demás comprendan sin que expliques, que empaticen, que se solidaricen. Esperas que te atiendan, que te cuiden, que te mimen un poco de más. Esperas que comprendan tu dolor, tu cansancio, tu ánimo cambiante. Esperas que suavicen la dureza de tus días, que te acompañen, que te colmen de cariño. Esperas que te celebren, que te regalen algo bonito, que abracen sin miedo. Esperas, y en esa espera, el alma se cansa.
Las expectativas son sutiles trampas del corazón. Parecen nacer del amor, pero están regidas por el miedo: miedo a no importar, a no ser vista, a no ser querida como antes. Y el miedo es mal consejero: te hace creer que puedes subirte a las nubes y luego te deja allí, colgando de la escalera, mirando al vacío. Aprender la humildad de no esperar nada es, quizás, una de las lecciones más duras de la vulnerabilidad. Pero también la más liberadora.
La soledad, cuando se acepta sin dramatismo, puede ser maestra. En su silencio crece la serenidad; en su estridencia, la reflexión. Es allí donde se entiende que dar sin esperar nada a cambio es un acto de fidelidad hacia uno mismo. Si tu naturaleza es amar, ¿qué importa lo que los demás hagan, mientras tú sigas siendo esencia?
Sí, un regalo pensado, un abrazo de los que reparan, una palabra sincera, tiempo compartido… son necesarios. Nos recuerdan que somos humanos. Pero pierden su magia cuando se dan por compromiso o costumbre, sólo por tradición.
Amar al prójimo debería ser eso, un gesto que nace, no que se fabrica. Y en ese fluir sin exigencias, sin balances ni contabilidades, se encuentra la paz.
❤️ Hoy elijo soltar lo que no llega, agradecer lo que sí, y seguir amando sin medida. Porque solo quien no espera, descansa.
El Desafío de la Vulnerabilidad y la Trampa de las Expectativas Afectivas
El proceso de sanación, ya sea física o emocional, a menudo nos confronta con una de las lecciones más complejas de la existencia humana: la gestión de las expectativas afectivas. Cuando el cuerpo o el alma están en convalecencia, la vulnerabilidad se magnifica, y con ella, se teje una red sutil pero asfixiante de esperas no verbalizadas que, inevitablemente, conducen al dolor y a la frustración.
1. El Fantasma de las Expectativas: La Escalera Hacia la Nube Inalcanzable
«Las expectativas de alcanzar las nubes», una metáfora de lo etéreo e inasible. El tejido sutil de las expectativas
Las expectativas no son meros deseos triviales; son, en realidad, estructuras psicológicas complejas que construimos sobre cimientos de carencia emocional pasada y fantasías idealizadas de plenitud futura. Son esa nube etérea, casi siempre fuera de nuestro alcance, a la que nos empeñamos en subir utilizando la escalera más inestable y corta que encontramos: la de la voluntad y la capacidad ajena. Es un intento desesperado de controlar el exterior para llenar un vacío interior.La convalecencia como prisma distorsionante
Es precisamente en los momentos de mayor fragilidad —una enfermedad, una crisis, una convalecencia— donde estas nubes se precipitan y las expectativas se convierten en espejos cóncavos y convexos que distorsionan la realidad.
- Espejo Cóncavo (Magnificación de la Necesidad): Reflejan, magnificado hasta la hipérbole, lo que creemos necesitar para sobrevivir al trance: una comprensión incondicional, un cuidado que raya en la devoción, una ternura constante e inagotable. La necesidad se siente tan vital que se percibe como un derecho.
- Espejo Convexo (Distorsión del Otro): Al mismo tiempo, distorsionan la realidad de lo que es el otro: un ser humano con sus propios límites, miedos, cansancios e incapacidades. Se le despoja de su humanidad para convertirlo en el arquetipo del ‘salvador’ o ‘cuidador perfecto’.
En este estado alterado de la conciencia, se espera, a veces de forma totalmente inconsciente pero con una intensidad que consume el alma, una verdadera telepatía afectiva. La lista de esperas silenciosas es un grito interno:
- La Adquisición Mágica: Se espera que los demás adivinen la profundidad del dolor y la necesidad sin que medie palabra; que empaticen con la agonía sin haber transitado jamás la misma senda; que se solidaricen de forma incondicional, activa y sin que sea necesario pedirlo explícitamente.
- El Centro de Gravedad: Se anhela ser el centro indiscutible de una atención delicada: que te atiendan con premura y eficiencia, que te cuiden con devoción sacrificial, que te mimen con una generosidad desbordante que no conozca el agotamiento.
- La Comprensión Multidimensional: Se exige, en el fuero interno más reservado, que se comprenda la multidimensionalidad del sufrimiento, que trasciende lo físico: el dolor lacerante, el cansancio mental paralizante, el ánimo mercurial y cambiante (la irritabilidad, la tristeza, la hipersensibilidad).
- El Bálsamo Universal: Se desea fervientemente que el mundo exterior actúe como un bálsamo constante: que suavicen la aspereza de los días, que te acompañen sin mostrar signos de cansancio o aburrimiento, que te colmen de cariño y gestos hasta el hartazgo, sin preguntar.
- El Gesto Redentor: Y en las esperas más triviales, pero a menudo las más dolorosas en su ausencia, se espera el gesto de celebración no forzado, el regalo que denote pensamiento y esfuerzo genuino, el abrazo que no tema el contagio emocional ni la carga de la vulnerabilidad.
El Peaje de la Espera: En esa espera perpetua, en ese tender la mano al vacío de lo que el otro no sabe o no puede dar, el alma, inevitablemente, se cansa y se resiente. La energía vital, que debería estar enfocada en el arduo proceso de sanar, se desgasta por completo en la gestión tóxica de la frustración de lo que sistemáticamente no llega.
2. Anatomía de una Trampa: Miedo Disfrazado de Amor
Las expectativas como velo del corazón
Estas esperas desmedidas no nacen de un simple capricho de la voluntad; son, en esencia, trampas sutiles que el corazón tiende a la mente. Parecen emanar del más puro y legítimo de los deseos humanos —ser amado, asistido y reconocido—, pero si se rasca un poco su superficie brillante, se revela que están regidas por un motor emocional mucho más oscuro y primitivo: el miedo.
- Miedo a la Irrelevancia: Es el pánico corrosivo a no importar lo suficiente en la vida del otro como para merecer un esfuerzo extraordinario, una dedicación o un sacrificio de tiempo o comodidad. Es la medición del propio valor a través de la acción ajena.
- Miedo a la Invisibilidad: La angustia existencial de no ser vista en la propia fragilidad, de que el sufrimiento pase desapercibido o sea minimizado. Se teme que, al no ser atendida la herida, esta se convierta en una carga que aleje al ser querido.
- Miedo al Destronamiento Afectivo: La zozobra de no ser querida con la misma intensidad, prioridad o en la misma forma incondicional que antes. La enfermedad se percibe, erróneamente, como una amenaza a la posición afectiva.
El miedo, ese consejero traicionero
El miedo es un guía emocional pésimo. Te convence con argumentos falaces de que mereces ascender hasta esas nubes utópicas de expectativas; pero una vez que te has subido a la escalera mental de la exigencia, te abandona a mitad de camino. Lo que queda es una sensación lacerante de vacío existencial y la certeza de una caída inminente en la decepción.
La Liberación a Través de la Renuncia: Aprender la humilde lección de no esperar nada —de despojar al otro de la inmensa, injusta y agotadora obligación de ser tu salvador, tu terapeuta o tu cuidador ideal— es, sin duda, la prueba de fuego más ardua de la vulnerabilidad. Sin embargo, es también la más profundamente liberadora. Este acto de soltar es el primer y más crucial paso para recuperar el control emocional que se había entregado al veredicto de las acciones ajenas.
3. La Soledad como Refugio y Maestra
El silencio fecundo
La soledad, a menudo temida y demonizada como sinónimo de abandono, se revela en la convalecencia como una maestra implacable, pero esencialmente justa, siempre y cuando se la acepte sin el melodrama paralizante de la autocompasión. En su profundo silencio exterior, si se le presta una atención activa, comienza a crecer la serenidad interna: esa paz sólida que no depende en absoluto de estímulos externos ni de la presencia reconfortante de terceros. Es en su estridencia interior —el ruido de los propios pensamientos, miedos y juicios— donde se gesta la reflexión más honesta y la introspección sanadora.La Epifanía Crucial
Es en este espacio íntimo, sin testigos ni exigencias, donde se produce la epifanía que transforma la perspectiva afectiva: Dar sin esperar absolutamente ningún retorno, sin esperar un saldo a favor en la estricta contabilidad afectiva, no es un acto de altruismo para el otro; es un acto de profunda, innegociable fidelidad hacia uno mismo.
Si la esencia, la naturaleza más íntima de una persona, es la de amar, cuidar o asistir, ¿qué trascendencia real tiene la respuesta tibia o la inacción manifiesta de los demás? Lo verdaderamente importante y liberador es seguir siendo fiel a esa esencia luminosa, independientemente del eco o la resonancia que encuentre en el mundo exterior. La acción se convierte en una afirmación del ser, no una herramienta para el obtener.
4. El Gesto Auténtico vs. La Obligación Vacía.
La necesidad del recordatorio humano
Esta filosofía de la renuncia a la expectativa no implica una renuncia nihilista o cínica al afecto genuino. Por supuesto, el regalo inesperado y profundamente pensado, el abrazo reparador de quienes entienden el alma, una palabra sincera y oportuna que llega justo cuando se necesita, el tiempo compartido con intención plena… todos estos gestos son vitales. Son anclajes necesarios que nos recuerdan nuestra pertenencia a la especie humana y la belleza sublime del intercambio genuino y desinteresado.La devaluación del ritual
Sin embargo, la tragedia contemporánea es que estos gestos esenciales pierden todo su poder intrínseco y su magia cuando se transforman en una transacción, cuando se dan por mero compromiso social, por la inercia hueca de la costumbre o, peor aún, solo para cumplir con una tradición o una fecha marcada en el calendario. El afecto y el amor al prójimo, en su forma más pura y terapéutica, deberían ser un manantial que brota espontáneamente del corazón, no un producto industrial que se fabrica bajo la presión asfixiante de la obligación.
La Paz Sostenible: Y es precisamente en ese fluir sin ataduras, sin la presión sofocante de las exigencias invisibles, sin la mezquina necesidad de llevar balances detallados o contabilidades afectivas exhaustivas, donde, al final, se encuentra la verdadera y única paz interior que es sostenible a largo plazo.
❤️ El Manifiesto de la Liberación y la Sanación
Hoy elijo, como acto consciente de autocuidado y soberanía emocional, soltar el peso muerto de lo que no llegó, de lo que no puede llegar y de lo que jamás llegará a ser; elijo agradecer con humildad y honestidad lo poco o mucho que sí se me ha dado; y, sobre todo, elijo seguir amando sin medida —porque amar, cuidar y dar es mi naturaleza inherente y no mi inversión emocional. Porque solo quien no espera, verdaderamente descansa. Es en ese abandono radical de la expectativa donde el corazón, al dejar de luchar inútilmente contra la inmutable realidad, puede por fin sanar y reencontrar su centro.
por Marta Bonet | Dic 4, 2025 | Pelusamientos |
En un mundo vertiginoso que nos fuerza a simular energía inagotable, la verdad de nuestro cuerpo se alza implacable. Yo, al igual que incontables almas, me vi engullida por la vorágine. Pretendía vitalidad inquebrantable, desoyendo las sutiles, pero persistentes, señales de agotamiento. Y el resultado fue predecible, contundente: un «alto» rotundo y sin paliativos que mi cuerpo me impuso, rebelión silenciosa pero feroz ante ritmo deshumanizado al que lo sometía.
Pero en el eje de esta fractura, dolor y enfermedad emergieron como revelador implacable, despojándome de capacidad de mantener esa fachada ilusoria. Curiosamente, este despertar se manifestó en dos etapas. La primera vez mi cuerpo pidió ayuda, no lo escuché, y me volvió a romper. Ahora, en retrospectiva, comprendo que mi cansancio no es capricho de pereza, o falta de voluntad. Es, por el contrario, honestidad brutal de un cuerpo que, exhausto hasta la médula (literal), se niega categóricamente a la impostura. Me habla con claridad meridiana, voz profunda, resonante y no admite negociaciones. Y estoy aprendiendo a escucharlo, a sintonizarme con sus ritmos intrínsecos y necesidades fundamentales.
Ahora, con renovada perspectiva, honro mi fatiga, no como debilidad, sino señal de sabiduría, advertencia ineludible de que necesito pausa, respiro profundo y genuino acto de autocuidado. Validar mi agotamiento no es rendición, sino acto de amor propio. Es reconocimiento humilde de que no soy máquina de producción constante, sino ser vivo con límites inherentes, necesidades fisiológicas y emocionales, y asombrosa capacidad de reconstruirse.
Solo reconociendo y aceptando esta verdad inquebrantable puedo restaurar mi energía desde cimientos firmes y sostenibles, respetando mis propios ritmos internos sin culpa corrosiva, sin lastre de autoexigencia desmedida. Este es camino hacia una relación compasiva y auténtica conmigo, donde descanso no es lujo ocasional, sino necesidad sagrada. Paradójicamente, este acto de aceptación y cuidado me muestra más fuerte hacia afuera, en mi interacción con el mundo, y hacia adentro, en fortaleza propia.
❤️ Ahora me atiendo con la humildad del agotamiento, estaba equivocada
En la incesante y a menudo despiadada coreografía del mundo moderno, donde la simulación de una energía inagotable se ha convertido en la divisa social más codiciada, la verdad intrínseca de nuestro cuerpo se erige, tarde o temprano, como una fuerza implacable. Como incontables almas atrapadas en esta espiral, yo misma me vi engullida por la vorágine de la autoexigencia y el rendimiento sin fisuras. Me esforcé en proyectar una vitalidad inquebrantable, una resiliencia sin grietas, ignorando sistemáticamente las sutiles, pero persistentes y crecientes, señales de agotamiento que mi organismo me enviaba. El desenlace, aunque doloroso, fue tristemente predecible y contundente: un «alto» rotundo y sin paliativos que mi propio cuerpo se vio obligado a imponerme. Fue una rebelión silenciosa, pero feroz, la manifestación de un límite insuperable ante el ritmo deshumanizado y la carga constante a la que, inconscientemente, lo estaba sometiendo.
El Despertar Forzoso: Cuando la Fachada se Derrumba
Fue precisamente en el eje de esta fractura, donde el dolor y la enfermedad emergieron, no como castigo, sino como un revelador implacable. Me despojaron de toda capacidad para mantener esa fachada ilusoria de invulnerabilidad. Curiosamente, este profundo y transformador despertar no fue inmediato, sino que se desplegó en dos etapas bien diferenciadas y dolorosas. La primera vez que mi cuerpo, en un acto de desesperación, me pidió ayuda a través de síntomas claros, elegí no escuchar, o no supe cómo hacerlo, y la consecuencia fue el regreso y la profundización de la ruptura.
Ahora, con la claridad que solo ofrece la retrospectiva, comprendo que este cansancio que me embarga no es ni un capricho de la pereza, ni una simple falta de voluntad o disciplina. Es, por el contrario, la honestidad brutal, la sinceridad visceral, de un cuerpo que, exhausto hasta la médula (y esta vez, lo digo en un sentido literal, biológico), se niega categóricamente a la impostura.
La Voz Profunda del Agotamiento
Mi cuerpo me está hablando con una claridad meridiana, con una voz profunda, resonante e innegociable. Sus mensajes ya no son susurros, sino afirmaciones categóricas de necesidad. Y el camino que estoy recorriendo ahora es el del aprendizaje de la escucha. Estoy aprendiendo a sintonizarme con sus ritmos intrínsecos, con sus necesidades fundamentales de reposo, de nutrición y de paz, aquellas que durante tanto tiempo ignoré en pos de un ideal de productividad tóxico.
Con esta renovada perspectiva, he comenzado a honrar mi fatiga. Ya no la percibo como una debilidad moral o un fracaso personal, sino como una señal de sabiduría orgánica, una advertencia ineludible de que lo que necesito con urgencia es una pausa, un respiro profundo y, sobre todo, un genuino acto de autocuidado radical.
El Acto de Amor Propio
Validar mi agotamiento no es un acto de rendición, ni el izar de una bandera blanca ante las expectativas externas. Es, en realidad, un acto de profundo amor propio y de reconocimiento humilde. Es asumir que no soy una máquina de producción constante e ilimitada, sino un ser vivo con límites inherentes, con complejas necesidades fisiológicas y emocionales, y con una asombrosa capacidad de regeneración y reconstrucción si se le dan las condiciones adecuadas.
Solo a través del reconocimiento y la aceptación inquebrantable de esta verdad, puedo aspirar a restaurar mi energía desde cimientos verdaderamente firmes y sostenibles. Esto implica respetar mis propios ritmos internos sin la culpa corrosiva que antes me consumía, sin el lastre sofocante de una autoexigencia desmedida e irreal.
Este es el camino hacia una relación más compasiva, más auténtica y más honesta conmigo misma. En este nuevo paradigma, el descanso no es un lujo ocasional que se gana con el sudor de la frente, sino una necesidad sagrada y una parte fundamental de mi bienestar.
Paradójicamente, y de forma profundamente liberadora, este acto de aceptación, cuidado y respeto por mis límites me ha mostrado más fuerte: tanto hacia afuera, en mi interacción con el mundo, al establecer límites claros y sanos, como hacia adentro, cimentando una fortaleza interna que no depende de la actuación, sino de la autenticidad.
❤️ Ahora me atiendo con la humildad del agotamiento, estaba equivocada: la verdad de mi cuerpo es mi nueva brújula.
por Marta Bonet | Dic 1, 2025 | Pelusamientos |
Aquí, en el santuario de mi convalecencia, la soledad se ha erigido en mi laboratorio personal, un espacio sagrado donde la alquimia de la introspección destila la esencia de mi nueva identidad. Lejos de ser castigo, este aislamiento forzado es catalizador de una profunda metamorfosis. Es aquí, en el silencio elocuente de mi propio ser, donde el ruido ensordecedor de las expectativas ajenas se disipa, permitiéndome escuchar el murmullo de mi verdad interior.
Me deconstruyo con la curiosidad de un científico ante un espécimen desconocido. Cada capa, cada creencia, cada faceta de mi antiguo yo es examinada bajo microscopio de autoindagación. Y en este viaje, empiezo a empezarme, aceptando mi locura no como una anomalía, sino como una parte intrínseca y valiosa del proceso. Es en esta locura donde reside la chispa de la creatividad y la autenticidad.
En este laboratorio, cultivo soluciones genuinas, coherentes y cultas, experimentando en diferentes probetas de mi experiencia vital. Utilizo microscopios para observarme de cerca, en detalle, desentrañando los complejos mecanismos de mi ser. Las mezclas que produzco en esta alquimia solitaria generan nuevas reacciones en mi misma, revelando combinaciones inauditas de mis fortalezas y debilidades.
En esta alquimia solitaria, mi marca personal no solo se consolida, sino que se reinventa. Surgen nuevas fórmulas y combinaciones, arraigadas en la autoridad inquebrantable de mi propia experiencia. El laboratorio es, en esencia, la manifestación de la experimentación, de la búsqueda incansable de respuestas. Es la curiosidad que me impulsa a hacer preguntas, a aplicar todos mis sentidos a los tubos de ensayo de mi vida y observar qué producen. Es el espacio donde descubro nuevas fórmulas para alcanzar mi mejor versión, donde forjo mis propias soluciones para lidiar con la complejidad de mi nueva realidad.
❤️ Aquí, en la intimidad de mi laboratorio, encuentro la verdad más pura, que no necesita validación externa.
Aquí, en el santuario de mi convalecencia, la soledad se ha erigido en mi laboratorio personal, un espacio sagrado y hermético donde la alquimia de la introspección destila la esencia pura e inalterada de mi nueva identidad. Lejos de ser percibido como un castigo, un vacío existencial o una simple pausa, este aislamiento forzado se revela como el catalizador imprescindible de una profunda y necesaria metamorfosis. Es precisamente aquí, en el silencio elocuente y la quietud absoluta de mi propio ser, donde el ruido ensordecedor del mundo exterior, la cacofonía de las redes sociales y la presión constante de las expectativas ajenas se disipan por completo, permitiéndome, por fin, sintonizar y escuchar el murmullo casi olvidado de mi verdad interior. Es una inmersión total en el «Yo» sin filtros, una auto-arqueología donde desentierro mis cimientos más auténticos.La Deconstrucción Científica del Yo: Un Examen Riguroso
Me enfrento al proceso de deconstrucción con la curiosidad metódica, la paciencia infinita y el rigor escrupuloso de un científico ante un espécimen recién descubierto y completamente desconocido. Ya no actúo por inercia o por programación social. Cada capa de mi armadura, cada creencia arraigada que dictaba mi comportamiento, cada faceta de mi antiguo yo —aquel que respondía dócilmente a estímulos externos y buscaba la aprobación— es examinada meticulosamente bajo el microscopio potente de la autoindagación. No es un ejercicio de juicio moral ni de autoflagelación, sino de comprensión profunda, desapasionada y honesta.
En este viaje intrépido, que a veces se siente como una expedición a territorios inexplorados de mi propia psique, empiezo a empezarme de nuevo. Este re-comienzo implica una aceptación radical de mi «locura» —mi singularidad irreductible, mis desviaciones conscientes del status quo, mis patrones de pensamiento no convencionales—. La abrazo no como una anomalía a corregir con terapias externas, sino como una parte intrínseca, valiosa y vibrante del proceso evolutivo. Es en esta bendita «locura» donde reside la chispa incontenible de la creatividad genuina, la visión disruptiva y la autenticidad radical que ahora busco proyectar al mundo. Es el núcleo de mi poder diferenciador.La Alquimia Solitaria: Cultivando Soluciones Genuinas y Éticas
En las estanterías, meticulosamente organizadas, de este laboratorio interior, mi tarea no es solo analizar lo que fue, sino cultivar soluciones que son, por diseño, intrínsecamente genuinas, coherentemente éticas y, lo más importante, cultamente informadas por mi experiencia y mis nuevos aprendizajes. Experimento con rigor en las diferentes probetas de mi experiencia vital, mezclando con precisión el sedimento del pasado, la efervescencia del presente y el potencial volátil del futuro.
Utilizo los microscopios de la memoria y la conciencia plena para observarme de cerca, en el más minucioso detalle subatómico, desentrañando los complejos y a menudo contradictorios mecanismos de mi ser. Las mezclas químicas y emocionales que intencionalmente produzco en esta alquimia solitaria generan nuevas reacciones y compuestos inéditos en mi psique, revelando combinaciones inauditas de mis fortalezas latentes y mis debilidades transformadas en insights. El proceso es intrínsecamente reactivo, implacablemente dinámico y, sobre todo, profundamente revelador.La Reinversión de la Marca Personal: Autoridad Inquebrantable
En esta alquimia solitaria y reflexiva, la reinvención va más allá de un simple cambio estético o de un pivot estratégico. Mi marca personal no solo se consolida con una base conceptual y emocional más sólida que la anterior, sino que experimenta una completa reinvención de su estructura fundamental. Surgen nuevas fórmulas narrativas, combinaciones frescas y potentes de habilidades interconectadas y una propuesta de valor completamente reformulada. Todos estos nuevos compuestos están firmemente arraigados en la autoridad inquebrantable de mi propia y única experiencia vivida, transformada y destilada.
El laboratorio de la soledad es, en su esencia más pura, la manifestación física y mental de la experimentación constante, de la búsqueda incansable, no complaciente y a menudo incómoda de respuestas propias. Es la curiosidad insaciable la que me impulsa a formular preguntas incómodas que nadie más se atrevería a preguntar, a aplicar todos mis sentidos —la intuición, el análisis crítico, la emoción, la lógica— a los tubos de ensayo de mi vida diaria y observar, sin sesgos, qué productos, subproductos o resultados inesperados se obtienen. Es el espacio sagrado donde finalmente descubro las fórmulas más eficientes para alcanzar mi mejor y más auténtica versión. Es aquí donde forjo, con mi propia mano, mi entendimiento y una voluntad férrea, las soluciones precisas para lidiar con la complejidad y la nueva realidad que ahora me envuelve.
❤️ Aquí, en la intimidad y el rigor de mi laboratorio, encuentro la verdad más pura, aquella que es autosuficiente, intrínsecamente valiosa y que no necesita ni busca validación externa alguna para existir o prosperar. Es la verdad que emana del conocimiento profundo de uno mismo.
por Marta Bonet | Dic 1, 2025 | Pelusamientos |
En el escenario íntimo de mi ser, mi cuerpo se ha transformado en tambor. No es el tambor impetuoso de la juventud, ni el que resonaba con la fuerza de una salud inquebrantable. Este es un tambor diferente, curtido por dolor y experiencia. A veces, su sonido es apagado, grave, como un adagio melancólico que resuena en las profundidades de mi alma. El ritmo es lento, desigual, como melodía interrumpida por discordancia de las dolencias. Sin embargo, este tambor es intrínsecamente mío, el que marca la cadencia inconfundible de mi existencia.
El dolor, maestro tirano, a menudo intenta imponer su propia partitura. Querría un allegro frenético de sufrimiento, una danza incesante de angustia que me consumiera sin piedad. O, en su defecto, un silenzio de rendición, un mutismo que ahogara mi voz y mis anhelos. Pero yo, con la firmeza de quien empuña la batuta de su propia voluntad, decido el tempo. Mi cadencia es lenta, sí, pero también es consciente y deliberada. Es un ritmo que he elegido, que he modelado con cada respiro y cada latido, y por eso, es irrenunciable.
Escucho atentamente el latido de mi corazón, ese pulso constante que se mantiene firme a pesar de las adversidades. Es un metrónomo interno que me recuerda mi vitalidad, mi capacidad de seguir adelante. Con cada compás, doy forma a mi propia sinfonía, una obra única e irrepetible. No busco melodía perfecta de la salud total, sé que eso ya no será posible en un cuadro crónico como el mío. La perfección, en este nuevo contexto, se ha transformado. Ahora busco la armonía que emerge de la aceptación profunda de mis limitaciones y de la lucha incansable por encontrar la belleza en lo posible.
Mi vida es música que, paradójicamente, ahora se escucha mejor en la quietud. Es una percusión donde cada sonido de esfuerzo, cada pequeña victoria sobre el dolor, tiene un valor profundo y resonante. Y cada silencio de pausa, cada momento de descanso y reflexión, no es un vacío, sino un espacio donde se gesta un nuevo ritmo, una nueva oportunidad para la resonancia de mi existencia.
❤️ Me adapto al nuevo ritmo de mi propio pulso
En el escenario íntimo de mi ser, mi cuerpo se ha transformado en tambor. Ya no es el tambor impetuoso de la juventud, aquel que resonaba con la fuerza ciega de una salud inquebrantable y la promesa de infinitos mañanas. Este es un tambor diferente, curtido por el paso implacable de los años, cincelado por la experiencia punzante del dolor y la aceptación de la fragilidad inherente a la existencia. No suena como un presto vibrante, ni un crescendo constante de energía. Este tambor ha aprendido la moderación.
A veces, su sonido es apagado, grave, un profundo murmullo que se asemeja a un adagio melancólico, resonando en las profundidades de mi alma como un eco de las batallas libradas. El ritmo es lento, desigual, una melodía a menudo interrumpida por la discordancia áspera de las dolencias crónicas que se han instalado sin pedir permiso. Hay síncopas inesperadas, silencios largos y pausas obligadas que antes eran impensables. Sin embargo, y quizás aquí radica su belleza más profunda, este tambor es intrínsecamente mío. Es la percusión inconfundible de mi existencia, la que marca la cadencia única e irrenunciable de mi «ahora». Su ritmo imperfecto es la banda sonora de mi resiliencia.
El dolor, ese maestro tirano de vestiduras oscuras, a menudo intenta imponer su propia partitura a esta orquesta interna. Con gusto querría dictar un allegro frenético y sin tregua de sufrimiento, una danza incesante de angustia que me consumiera sin piedad hasta el agotamiento total. O, en su defecto, buscaría un silenzio absoluto de rendición, un mutismo que ahogara mi voz, mis anhelos y toda mi voluntad de lucha. Me gustaría verme inmovilizada, vencida por la cacofonía de sus exigencias.
Pero yo, con la firmeza de quien empuña la batuta de su propia voluntad y con la sabiduría que otorgan los años de resistencia, decido el tempo. Mi cadencia es lenta, sí, es innegable que he bajado las revoluciones, pero también es profundamente consciente, medida y deliberada. Es un ritmo que he elegido, que he modelado y ajustado con cada respiro fatigoso, con cada latido que se sobrepone a la molestia. Es la expresión de mi soberanía sobre mi propio cuerpo, y por eso, es irrenunciable. No es resignación, es determinación a vivir a pesar de.
Escucho atentamente el latido de mi corazón, ese pulso constante y fiel que se mantiene firme a pesar de las adversidades que intentan doblegarlo. Es mi metrónomo interno, mi ancla biológica que me recuerda mi vitalidad persistente, mi capacidad intrínseca de seguir adelante, un compás tras otro. Con cada uno de estos compases, doy forma a mi propia sinfonía, una obra única e irrepetible que nadie más podrá ejecutar. No busco la melodía perfecta de la salud total, la sé imposible en un cuadro crónico como el mío. He dejado de perseguir la quimera de la «normalidad» anterior. La perfección, en este nuevo y redefinido contexto vital, se ha transformado radicalmente.
Ahora busco la armonía que emerge, no de la ausencia de dolor, sino de la aceptación profunda y serena de mis limitaciones y de la lucha incansable por encontrar la belleza, el gozo y el significado en lo que aún es posible, en lo pequeño y cotidiano. Mi vida es música que, paradójicamente, ahora se escucha mejor en la quietud y el reposo. Es una percusión donde cada sonido de esfuerzo, cada pequeña victoria sobre el dolor, cada mañana en que me levanto, tiene un valor profundo y una resonancia que nunca antes había conocido. Y cada silencio de pausa, cada momento de descanso y reflexión, ya no es percibido como un vacío o una pérdida de tiempo, sino como un espacio sagrado donde se gesta un nuevo ritmo, una nueva oportunidad para la resonancia plena de mi existencia.
❤️ Me adapto al nuevo ritmo de mi propio pulso. Este es mi Réquiem y mi Himno a la vez.
por Marta Bonet | Dic 1, 2025 | Pelusamientos |
Aquí yace el eco de una sabiduría ancestral, susurrada por tierra en barbecho: «El cuerpo es mi jardín en barbecho, esperando nueva siembra». No es un abandono, sino una promesa, un pacto silencioso con el tiempo y la vida. El dolor crónico, sombra persistente, me ha anclado a la quietud, a pausa forzosa que, en su aparente inmovilidad, esconde un propósito profundo. La tierra del cuerpo, antes fértil y bulliciosa, parece agotada, estéril, como un campo que ha entregado todas sus cosechas y ahora clama descanso.
Pero esta quietud no es final, sino un interludio sagrado. Es el barbecho, un acto de profunda sabiduría agrícola donde la tierra, lejos de ser olvidada, descansa para recuperar vigor, para nutrirse de lo invisible. Bajo la superficie, mis sueños y planes no han muerto; están durmiendo, no en un letargo estéril, sino en una incubación silenciosa. Acumulan fuerza inmensa que antecede a la explosión de la primavera, a la manifestación gloriosa de vida renovada.
En este jardín interior, me dedico con esmero a una tarea vital: arrancar maleza de las expectativas rotas, de los «debería» y «podría haber sido» que estrangulan el crecimiento. Al mismo tiempo, abono la tierra con compasión inquebrantable hacia mí misma, entendiendo que este proceso es tan esencial como la siembra. Espero el momento justo, susurro del viento que anuncie la hora propicia para la nueva siembra, para la germinación de lo que verdaderamente importa.
El jardín, aunque ahora silencioso y despojado de sus frutos visibles, está vivo. Late con la promesa de la vida futura. El proceso de recuperación es lento, sí, pero su lentitud es una bendición, una garantía de profundidad. Estoy restaurando la fertilidad de mi ser desde sus cimientos más íntimos, asegurando que lo que brote sea fuerte, esencial, auténtico y profundamente enraizado. No busco floración efímera, sino una que resista tormentas y celebre el sol con la misma intensidad.
❤️ Yo espero el momento perfecto de mi floración, sabiendo que la paciencia es la semilla de la más hermosa de esperanzas.
Aquí yace el eco de una sabiduría ancestral, tan antigua como el primer agricultor y tan íntima como el latido del corazón: «El cuerpo es mi jardín en barbecho, esperando la nueva siembra.» Esta frase no es un lamento ni un signo de abandono, ni la rendición ante la adversidad. Es, en su esencia más pura, la declaración de una profunda, casi mística, promesa de renovación. Es un pacto silencioso, sellado con el tiempo, la tierra y la vida misma, que dicta una verdad fundamental: el descanso, lejos de ser un lujo o una interrupción, es la forma más productiva y esencial de preparación. Es la génesis de la siguiente fase, la alquimia invisible de la transformación.El Anclaje del Dolor y el Propósito Telúrico
El dolor crónico, esa sombra persistente y a menudo incomprendida, ha funcionado como un ancla innegociable, forzándome a una quietud que el ritmo frenético del mundo exterior condena. Lo que desde fuera podría interpretarse como inactividad, estancamiento o una pausa forzosa, en realidad, esconde un propósito telúrico y profundo, una resonancia con los ciclos inmutables de la naturaleza.
La tierra del cuerpo, antes exuberante, fértil y bulliciosa con las exigencias, las autoimposiciones y las metas del día a día, parecía haberse agotado hasta el tuétano, incluso estéril, como un campo que ha entregado hasta su última cosecha y ahora, por ley natural y sapiencia biológica, clama descanso. No se trata de un agotamiento del espíritu o de la voluntad, sino de la materia, del tejido orgánico que requiere ser honrado en su necesidad de reposo. Ignorar este llamado es forzar la tierra hasta convertirla en desierto. Aceptar el barbecho es darle la oportunidad de volver a ser vergel.El Interludio Sagrado: Un Acto de Profunda Sabiduría
Esta quietud, lejos de ser un vacío, es un interludio sagrado. Es el periodo del barbecho, una práctica que encierra una profunda sabiduría agrícola y existencial, honrada por milenios. Este periodo no implica ser olvidada o ignorada; por el contrario, la tierra del ser descansa precisamente para recuperar su vigor esencial, para nutrirse de lo invisible: de los minerales profundos, de la humedad retenida, de las fuerzas telúricas que la ciencia del apuro ignora sistemáticamente. La vida, en esta etapa, no se ha detenido; simplemente ha retraído su energía de la superficie para operar con mayor intensidad, con una potencia silenciosa, en las profundidades.
Bajo la capa visible de la inmovilidad o la disminución de la actividad externa, mis sueños, mis proyectos y mis planes futuros no han perecido. No es la muerte de la ambición; es su transfiguración. Están durmiendo; no en un letargo estéril, sino en una incubación silenciosa y potentísima. Este es el momento de la gestación interna, el útero del alma, donde cada semilla acumula una fuerza inmensa, una energía latente que antecede y garantiza la explosión gloriosa de la primavera. Es la quietud previa a la manifestación, la fermentación interior, un verdadero y necesario compostaje del alma para generar la tierra nueva.La Tarea Vital en el Jardín Interior: Poda y Abono
En este jardín interior en barbecho, me dedico con esmero y plena conciencia a una doble tarea vital, crucial para la salud del suelo que está por recibir la nueva siembra: una poda de lo innecesario y un abono de lo esencial.
- Arrancar Malezas: La Liberación de la Tiranía del Pasado: Con meticulosa atención, arranco la maleza de las expectativas rotas, de los fantasmas del «debería haber hecho» y «podría haber sido», o de las versiones idealizadas de mí misma que ya no son posibles o relevantes. Estas malezas mentales y emocionales, como raíces invasoras, estrangulan el crecimiento auténtico. Libero la tierra de la tiranía del pasado y de las comparaciones estériles con una vida que se esfumó o que, simplemente, ya no me pertenece. Esta es la limpieza radical que permite que la luz toque el suelo desnudo.
- Abonar con Compasión: El Nutriente Supremo: Al mismo tiempo, abono esta tierra sensible con una compasión inquebrantable hacia mí misma. Entiendo que este proceso de recuperación y reparación es tan esencial, y a veces más difícil, que la propia siembra y la cosecha. Cultivo la paciencia, esa virtud de la tierra, como el nutriente principal. Acepto mi vulnerabilidad no como un defecto, sino como un acto de fuerza suprema y de rendición inteligente a mis límites actuales. Reconozco que la autocondena es el peor veneno para un suelo en recuperación.
Aguardo, con la serenidad de quien conoce los ritmos profundos, el momento justo. No forzaré la siembra. Espero el susurro del viento interno, esa intuición clara que anuncie la hora propicia para la nueva germinación, para el brote de lo que es verdaderamente importante, esencial y auténtico para mi alma.La Promesa de la Floración Profunda y Duradera
El jardín, aunque ahora pueda parecer silencioso, despojado de sus frutos visibles y sin la pompa de la floración superficial que tanto busca el mundo, está vibrante y vivo en sus cimientos. Late con la promesa inequívoca de la vida futura, una vida que nacerá de la pausa meditada.
El proceso de recuperación es, por naturaleza, lento. Sin embargo, su lentitud es percibida no como un obstáculo o una frustración, sino como una bendición y una garantía de profundidad y solidez. Estoy restaurando la fertilidad de mi ser desde sus cimientos más íntimos, reestructurando el suelo de mi alma, permitiendo que se airee y se regenere naturalmente. Esto asegura que lo que brote sea fuerte, esencial, auténtico y, crucialmente, profundamente enraizado.
No busco ya una floración efímera, de esas que deslumbran brevemente y caen a la primera tormenta. Busco aquella que resista las tempestades con dignidad, que celebre el sol con la misma intensidad y que entregue un fruto que no sea solo vistoso, sino que perdure en el tiempo, nutriendo a otros y, sobre todo, a mí misma.
❤️ Yo espero el momento perfecto de mi floración. Sé, con la certeza de la tierra, que la paciencia no es la espera pasiva de quien se rinde, sino la semilla más poderosa de la esperanza más hermosa y duradera, la fuerza que mueve el ciclo eterno de la vida.
por Marta Bonet | Dic 1, 2025 | Pelusamientos |
La noche cae, y con ella, el insomnio se cierne como villano ineludible en la narrativa de mi existencia. La oscuridad trae consigo melancolía, intruso sigiloso que se infiltra en la soledad de mi dormitorio, y el dolor se convierte en compañero indeseado. Sin embargo, mi espíritu, impetuoso y resiliente, se niega a sucumbir a desesperación. Es en estos momentos de vulnerabilidad cuando mi creatividad emerge con fuerza, obligándome a tejer fantasías, a construir mundos paralelos donde belleza y esperanza reinan.
Como romántica incurable que soy, mi imaginación da vida a un héroe que materializa la figura del protector y cuidador. No es cualquier príncipe; busco uno dulce, con una ternura en los hechos, que ilumine penumbra, y masculinidad que inspire confianza y seguridad. Su abrazo, mi escudo, refugio inexpugnable contra dolor y amenazas que acechan en la quietud de la noche y mi soledad. Con él, encuentro paz anhelada, estabilidad que el mundo real a menudo niega y una seguridad que disipa mis miedos más profundos con abrazo continuo. Un compañero.
En mis sueños, todo adquiere tonalidad de ensueño, matiz idílico que contrasta con la crudeza de mi realidad. Me niego rotundamente a que la realidad, con su peso y desafíos, sea capaz de cercenar mis alas. Inventar fantasías que me reconforten no es mero pasatiempo; es necesidad vital, ventanita que se abre a esperanza, respiro que me permite seguir adelante.
Con la magia de mis sueños, forjo defensa inexpugnable contra la noche, transformando adversidad en oportunidad para creación. Cada fantasía es acto de rebeldía contra dolor, manifestación de la poderosa verdad de que la imaginación es arma formidable contra la desesperación. En este universo onírico, soy la imaginación de mi propia felicidad, guardiana de mi paz interior, y si, me invento un príncipe porque sueño coherente mis anhelos, a pesar de que la sociedad actual castigue el romanticismo y convierta en hipocresía lo que, en realidad, par mi es natural y reconfortante.
❤️ Yo me defiendo en la noche con la magia de mis sueños.
La noche desciende con un manto de terciopelo oscuro, y con su llegada, el insomnio se cierne sobre mí, una figura imponente y recurrente, el villano ineludible en el guion de mi existencia. La vasta oscuridad que envuelve mi dormitorio no solo trae consigo la ausencia de luz, sino también una profunda melancolía, un intruso silencioso y sigiloso que se infiltra en la quietud de mi soledad. En este escenario, el dolor físico y emocional se consolida como un compañero indeseado, una presencia constante que amenaza con doblegar mi espíritu.
Sin embargo, mi esencia, impetuosa y profundamente resiliente, se niega rotundamente a sucumbir a la desesperación. Es precisamente en estos momentos de máxima vulnerabilidad, cuando la realidad se muestra más cruda y desafiante, que mi creatividad e imaginación emergen con una fuerza indomable. Siento una necesidad imperiosa de obligarme a tejer intrincadas fantasías, a construir minuciosamente mundos paralelos y oníricos donde la belleza no es una excepción, sino la regla, y donde la esperanza florece sin obstáculos, reinando con una soberanía dulce y reconfortante.
Como la romántica incurable que soy, mi imaginación, con su poder demiúrgico, da forma y vida a un héroe que encarna la quintaesencia de la figura del protector y el cuidador. Él no es meramente un príncipe de cuento de hadas genérico; busco y creo uno que posea una dulzura intrínseca, una ternura palpable en cada uno de sus hechos y gestos, una cualidad que tiene el poder de iluminar la penumbra más densa. A su vez, su masculinidad debe ser la de un refugio, una que inspire inquebrantable confianza y la más profunda seguridad. Su abrazo se convierte instantáneamente en mi escudo, un refugio inexpugnable, una fortaleza infranqueable contra el dolor que me consume y contra todas las amenazas invisibles que acechan en la quietud traicionera de la noche y la opresiva soledad. Al refugiarme en él, encuentro por fin la paz tan largamente anhelada, la estabilidad emocional que el mundo real, con su constante fluctuación y crueldad, me niega una y otra vez. Su presencia disipa mis miedos más profundos, aquellos que se ocultan en las sombras, envolviéndome en un abrazo continuo que es, a la vez, promesa y consuelo. Él es un compañero soñado, el ancla que mi alma necesita.
En el vasto lienzo de mis sueños, cada detalle, cada sensación, adquiere una tonalidad de ensueño, un matiz idílico que contrasta de forma radical y necesaria con la cruda aspereza de mi realidad cotidiana. Me niego categóricamente a permitir que la realidad, con todo su peso, sus desafíos constantes y sus inevitables decepciones, tenga la capacidad de cercenar mis alas o de apagar mi luz interior. Inventar estas fantasías que me reconfortan y me dan aliento no es un simple pasatiempo o una evasión trivial; es, para mí, una necesidad vital, una ventana luminosa que se abre de par en par hacia la esperanza, un respiro profundo y esencial que me proporciona la fuerza necesaria para seguir adelante día tras día.
Con la magia inagotable de mis sueños, forjo una defensa emocional que resulta ser inexpugnable contra la oscuridad y el dolor de la noche, transformando cada adversidad en una oportunidad tangible para la creación y la renovación de mi espíritu. Cada fantasía que concibo y tejo es un acto de rebeldía pura y deliberada contra el dolor, una manifestación vívida y poderosa de la verdad innegable de que la imaginación, esa capacidad humana tan a menudo subestimada, es el arma más formidable que poseemos contra la desesperación paralizante. En este universo onírico que he construido, soy la dueña absoluta de la imaginación de mi propia felicidad, la guardiana celosa de mi paz interior. Y sí, me invento un príncipe porque sueño y materializo de forma coherente mis anhelos más profundos y genuinos, a pesar de que la sociedad actual, con su cinismo rampante, castigue y ridiculice el romanticismo, convirtiendo en hipocresía vacía lo que, para mi alma, es una expresión natural, sanadora y profundamente reconfortante.
❤️ Yo me defiendo en la noche con la magia inquebrantable de mis sueños, y en ellos, siempre encuentro el refugio que necesito.