No todos los días se conquistan reinos. A veces, la verdadera hazaña es levantarse, respirar y decir “hoy ya hice suficiente, me voy a las trincheras”.
El mínimo viable no es derrota: es estrategia de supervivencia. Porque la épica también se escribe en los pequeños gestos cotidianos que nos mantienen en pie. En medio de esta incesante búsqueda de grandeza que es la vida, olvidamos una verdad fundamental: no todos los días se forjan leyendas.
El «mínimo viable» no es sinónimo de fracaso, sino una estrategia de supervivencia inteligente y compasiva. Es reconocer nuestros límites, escuchar las señales de nuestro cuerpo y mente, y priorizar el bienestar por encima de la autoexigencia desmedida. En un mundo que nos empuja constantemente a ser más, hacer más y tener más, abrazar el mínimo viable es un acto de rebeldía, una declaración de autonomía que nos permite preservar nuestra esencia y evitar el agotamiento.
Porque la épica, esa narrativa grandiosa que tanto anhelamos, no se escribe únicamente en los campos de batalla o en los momentos de gloria resonante. La épica también se teje en pequeños gestos cotidianos, en las acciones aparentemente insignificantes que nos mantienen en pie, en la resiliencia de levantarse un día más a pesar del cansancio, la valentía de pedir ayuda cuando la necesitamos, la humildad de aceptar que hoy no es el día para grandes proezas; estos son los verdaderos pilares sobre los que se construye una vida plena y significativa.
La verdadera épica reside en la capacidad de honrar nuestro proceso, de celebrar los pequeños triunfos y de aceptar las pausas necesarias.
❤️ Mi lucha no siempre es gloriosa, pero siempre es real y siempre es para avanzar.
En un mundo que glorifica la constante búsqueda de la grandeza y el logro desmedido, a menudo nos encontramos atrapados en la trampa de la autoexigencia implacable. Creemos que cada día debe ser una epopeya, una gesta heroica que nos impulse hacia la cima. Sin embargo, la sabiduría nos susurra una verdad más humilde y, paradójicamente, más poderosa: no todos los días se conquistan reinos. A veces, la verdadera hazaña es simplemente levantarse, respirar y declarar con honestidad: “hoy ya hice suficiente, me voy a las trincheras.”
El concepto de “mínimo viable” no es una bandera blanca de derrota, sino una estrategia de supervivencia inteligente y compasiva. Es el reconocimiento de que la vida no es una carrera de velocidad ininterrumpida, sino una maratón con sus subidas, bajadas y, crucialmente, sus momentos de descanso estratégico. Abrazar el mínimo viable es escuchar las señales de nuestro cuerpo y mente, priorizando el bienestar por encima de una autoexigencia que, a la larga, solo conduce al agotamiento. En una sociedad que nos presiona a ser más, hacer más y tener más, adoptar esta filosofía es un acto de rebeldía, una declaración de autonomía que nos permite preservar nuestra esencia y evitar el colapso.
La épica, esa narrativa grandiosa que tanto anhelamos, no se escribe únicamente en los campos de batalla resonantes o en los momentos de gloria rutilante. La épica se teje, con hilos de resistencia y esperanza, en los pequeños gestos cotidianos que nos mantienen en pie. La resiliencia de levantarse un día más a pesar del cansancio que atenaza el cuerpo y el alma; la valentía de pedir ayuda cuando la carga se vuelve insostenible; la humildad de aceptar que hoy, simplemente, no es el día para grandes proezas; estos son los verdaderos pilares sobre los que se construye una vida plena y significativa.
La verdadera épica reside en la capacidad de honrar nuestro proceso, con sus avances y sus inevitables tropiezos. Es celebrar los pequeños triunfos que, aunque no aparezcan en los titulares, son victorias personales que nos impulsan hacia adelante. Y es, fundamentalmente, aceptar las pausas necesarias, esos momentos de recarga y reflexión que nos permiten recuperar fuerzas para las batallas futuras. Porque mi lucha, como la tuya, no siempre es gloriosa ni espectacular, pero siempre es real y, lo más importante, siempre es para avanzar. En esta danza entre el esfuerzo y el descanso, entre la ambición y la compasión, encontramos el verdadero camino hacia una existencia auténtica y resiliente.
El dolor, en su esencia más cruda, puede parecer un obstáculo insuperable, una bestia invisible que nos paraliza.
Sin embargo, al igual que cualquier desafío empresarial, el dolor también posee su propio plan estratégico, un «DAFO» intrínseco de debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades. Cuando nos atrevemos a mirarlo desde una perspectiva fría y analítica, deja de ser ese monstruo amorfo que nos atormenta y se transforma en un mapa detallado.
Este mapa nos revela lo que nos frena en nuestro camino, las debilidades internas que nos limitan y las amenazas externas que nos acechan.
Pero, crucialmente, también nos muestra el “CAME”, lo que nos impulsa, nuestras fortalezas inherentes que podemos aprovechar, y las oportunidades latentes que pueden surgir incluso de la adversidad.
Y lo que nos abre caminos son precisamente esas oportunidades, los nuevos horizontes que se despliegan cuando somos capaces de reinterpretar el dolor y transformarlo en motor de cambio.
Reflexionar sobre el dolor no es un acto de supresión o negación.
No lo elimina por arte de magia, pero es un acto poderoso de empoderamiento. Nos devuelve el control, la capacidad de elegir cómo vivimos ese dolor, cómo lo interpretamos y cómo permitimos que nos moldee. Nos permite pasar de ser víctimas pasivas a protagonistas activos de nuestra propia narrativa.
En este viaje de autodescubrimiento y resiliencia, a veces el mejor negocio que podemos emprender es aprender a invertir en nosotros mismos.
Esta inversión se mide en tiempo, esfuerzo y autocompasión. Es una inversión en nuestro bienestar emocional, en nuestra capacidad de crecer, de adaptarnos y de transformar la adversidad en una fuente de sabiduría y fortaleza. Es comprender que, al igual que una empresa que evalúa sus recursos y estrategias, nosotros también podemos evaluar nuestros propios recursos internos para navegar los momentos difíciles y emerger más fuertes y más conscientes de nuestro propio potencial.
❤️ Yo me he hecho un DAFO y también un CAME de mi misma
En el complejo tapiz de la existencia humana, el dolor emerge con frecuencia como un visitante inesperado y, a menudo, indeseado. Su presencia puede manifestarse de innumerables maneras: la punzada de una pérdida, la frustración de un objetivo no alcanzado, la incertidumbre ante lo desconocido, o la simple melancolía que a veces nos embarga sin razón aparente. Ante su llegada, nuestra reacción instintiva suele ser la huida, la negación o la inmovilización. El dolor, en su esencia más cruda y desafiante, puede presentarse como un obstáculo insuperable, una bestia invisible y amorfa que, con su mera sombra, nos paraliza y nos impide avanzar. Nos enreda en sus hilos invisibles, sumiéndonos en un estado de pasividad donde nos sentimos a merced de sus caprichos.
Sin embargo, en el fascinante paralelismo que une la vida personal con el mundo empresarial, surge una revelación profunda y liberadora. Al igual que cualquier desafío que una empresa enfrenta en su camino hacia el éxito, el dolor también posee su propia estructura inherente, su propio plan estratégico, aunque oculto a primera vista. Es un «DAFO» intrínseco, un acrónimo que en el ámbito de los negocios representa Debilidades, Amenazas, Fortalezas y Oportunidades. Cuando nos atrevemos a despojarnos de la carga emocional que el dolor conlleva y lo miramos desde una perspectiva fría, analítica y estratégica, este deja de ser ese monstruo informe que nos atormenta y se transforma, sorprendentemente, en un mapa detallado y revelador.
Este mapa del dolor nos ofrece una claridad inestimable. Nos revela, con una precisión casi quirúrgica, lo que nos frena en nuestro camino, identificando las debilidades internas que nos limitan desde nuestra propia esencia y las amenazas externas que nos acechan desde el entorno. Estas pueden ser miedos arraigados, creencias limitantes, o circunstancias externas desfavorables que percibimos como insuperables.
Pero la verdadera magia y el punto de inflexión residen en la segunda parte de esta poderosa herramienta de análisis: el «CAME». Este complemento del DAFO, que significa Corregir, Afrontar, Mantener y Explotar, nos impulsa a la acción. El CAME del dolor nos muestra, con una fuerza inquebrantable, lo que nos impulsa hacia adelante, nuestras fortalezas inherentes que a menudo subestimamos o ignoramos por completo. Nos recuerda la resiliencia innata del espíritu humano, nuestra capacidad de adaptación, nuestra creatividad y nuestra profunda capacidad de amar y ser amados. Y, crucialmente, el CAME ilumina las oportunidades latentes que pueden surgir, paradójicamente, incluso de la más profunda adversidad.
Y son precisamente esas oportunidades, los nuevos horizontes que se despliegan ante nosotros, los que nos abren caminos insospechados. Son las sendas luminosas que se revelan cuando somos capaces de reinterpretar el dolor, de despojarlo de su poder paralizante y transformarlo en un motor de cambio. Dejar de verlo como un fin y empezar a percibirlo como un medio, una catalizador para el crecimiento personal y la evolución.
Reflexionar sobre el dolor, lejos de ser un acto de supresión o negación de lo que sentimos, es un acto poderoso de empoderamiento. No se trata de eliminarlo por arte de magia, ni de fingir que no existe. Se trata, más bien, de un ejercicio consciente de introspección que nos devuelve el control perdido. Nos brinda la capacidad de elegir cómo queremos vivir ese dolor, cómo lo interpretamos en el contexto de nuestra historia personal y, lo más importante, cómo permitimos que nos moldee, no como una víctima pasiva, sino como un escultor activo de nuestro propio ser. Nos permite pasar de ser meras víctimas de las circunstancias a convertirnos en protagonistas activos y conscientes de nuestra propia narrativa vital.
En este viaje de autodescubrimiento, de resiliencia y de transformación, a veces el mejor negocio que podemos emprender, la inversión más rentable y significativa, es aprender a invertir en nosotros mismos. Esta inversión no se mide en términos económicos, sino en moneda de tiempo, esfuerzo, paciencia y, sobre todo, autocompasión. Es una inversión profunda y fundamental en nuestro bienestar emocional, en nuestra salud mental y en nuestra capacidad innata de crecer, de adaptarnos a los vaivenes de la vida y de transformar la adversidad más dolorosa en una fuente inagotable de sabiduría, fortaleza y comprensión.
Es comprender que, al igual que una empresa inteligente que evalúa meticulosamente sus recursos disponibles, sus estrategias de mercado y sus planes de contingencia para asegurar su supervivencia y crecimiento, nosotros también podemos y debemos evaluar nuestros propios recursos internos. Estos recursos incluyen nuestra fortaleza mental, nuestra red de apoyo, nuestras habilidades, nuestras experiencias pasadas y nuestra fe en nosotros mismos. Al hacer esto, nos equipamos para navegar los momentos difíciles con mayor destreza, para emerger de la tormenta más fuertes, más sabios y, fundamentalmente, más conscientes de nuestro propio potencial ilimitado y de la increíble capacidad que tenemos para superar cualquier obstáculo que se presente en nuestro camino.
Recordemos, como un mantra personal, las palabras de un alma sabia: «Yo me he hecho un DAFO y también un CAME de mí misma». Este es el camino hacia la auto-maestría y la plenitud.
La vida, en su incesante ir y venir, nos confronta a menudo con momentos de incertidumbre y de aparente caos, donde el suelo bajo nuestros pies parece resquebrajarse, y es cuando más necesitamos algo que nos conecte con nuestra esencia más profunda y nos proporcione estabilidad. Esa ancla, en su forma más pura y resiliente, se encuentra en la tríada inquebrantable de nuestros valores, principios y, fundamentalmente, nuestra fe.
La fe, es crucial comprender, trasciende las barreras de las religiones establecidas. No se limita a un dogma o a un conjunto de rituales. A menudo, la fe se manifiesta como una confianza profunda y arraigada: la confianza en uno mismo, en la capacidad innata de superar obstáculos y de resurgir con más fuerza. Es también la confianza en los demás, en la bondad inherente de la humanidad y en la posibilidad de construir puentes de empatía y comprensión. Y, quizás la más fundamental de todas, es la fe en la vida misma, en su persistencia indomable, en esa fuerza vital que insiste en seguir adelante, a pesar de las adversidades, invitándonos a fluir con su corriente y a encontrar belleza incluso en los momentos más sombríos.
Los valores y principios, por su parte, actúan como ese suelo firme, esa base inquebrantable sobre la cual construimos nuestra existencia. Son el código moral que guía nuestras decisiones, las brújulas internas que nos orientan cuando nos sentimos perdidos. Cuando todo alrededor tiembla, cuando las circunstancias externas amenazan con derrumbarnos, son esos valores —la honestidad, la integridad, la compasión, la perseverancia— y esos principios éticos los que nos proporcionan una estructura sólida a la cual aferrarnos. Abrazarlos es un recordatorio visceral de quiénes somos y de lo que nos define, una afirmación poderosa de que, aunque el dolor pueda intentar doblarnos, aunque la tristeza quiera apagar nuestra luz, jamás podrá arrancar de nosotros aquello que de verdad nos sostiene, que nutre nuestra alma y nos permite mantenernos en pie.
❤️ Yo tengo fe en mí misma, en la comunicación y en el amor
La vida, con su incesante fluir y refluir, nos confronta a menudo con momentos de profunda incertidumbre y de aparente caos, donde el suelo bajo nuestros pies parece resquebrajarse y el horizonte se nubla. Es precisamente en estos trances cuando la necesidad de conectar con nuestra esencia más profunda y encontrar estabilidad se vuelve imperiosa. Esa ancla, en su forma más pura y resiliente, se manifiesta en la tríada inquebrantable de nuestros valores, principios y, fundamentalmente, nuestra fe. Estos elementos, entrelazados, nos proporcionan la fortaleza interna para navegar por las turbulentas aguas de la existencia.
Es crucial comprender que la fe trasciende las barreras de las religiones establecidas. No se limita a un dogma, a un conjunto de rituales o a la adhesión a una institución específica. La fe, en su sentido más amplio y poderoso, se manifiesta a menudo como una confianza profunda y arraigada: la confianza en uno mismo, en la capacidad innata de superar obstáculos, de aprender de las caídas y de resurgir con una fuerza renovada. Es también la confianza en los demás, en la bondad inherente de la humanidad y en la posibilidad de construir puentes de empatía, comprensión y colaboración, incluso en medio de las diferencias. Y, quizás la más fundamental de todas, es la fe en la vida misma, en su persistencia indomable, en esa fuerza vital que insiste en seguir adelante, a pesar de las adversidades. Esta fe nos invita a fluir con su corriente, a aceptar los ciclos de cambio y a encontrar belleza y propósito incluso en los momentos más sombríos, reconociendo que cada desafío trae consigo una oportunidad de crecimiento.
Por su parte, los valores y principios actúan como ese suelo firme, esa base inquebrantable sobre la cual construimos la estructura de nuestra existencia. Son el código moral que guía nuestras decisiones cotidianas, las brújulas internas que nos orientan cuando nos sentimos perdidos en la complejidad del mundo. Cuando todo alrededor tiembla, cuando las circunstancias externas amenazan con derrumbarnos o desdibujar nuestro camino, son esos valores —la honestidad, la integridad, la compasión, la perseverancia, el respeto, la justicia— y esos principios éticos los que nos proporcionan una estructura sólida a la cual aferrarnos. Abrazarlos es un recordatorio visceral de quiénes somos en nuestra esencia y de lo que nos define más allá de las apariencias o los éxitos materiales. Es una afirmación poderosa de que, aunque el dolor pueda intentar doblarnos, aunque la tristeza quiera apagar nuestra luz interior, jamás podrá arrancar de nosotros aquello que de verdad nos sostiene, que nutre nuestra alma y nos permite mantenernos en pie con dignidad y propósito. Son el cimiento de nuestra identidad, la fuente de nuestra coherencia y la promesa de que, pase lo que pase, tenemos un centro inalterable al cual regresar.
❤️ Yo tengo fe en mí misma, en la comunicación y en el amor. Estos son los pilares que guían mi camino y me conectan con mi verdadero ser.
El miedo construye muros invisibles, barreras que nos aíslan y nos limitan, pero el humor, con su ligereza y su capacidad de sorpresa, abre ventanas, permitiéndonos ver más allá, respirar aire fresco y encontrar nuevas perspectivas. Es un antídoto natural, una chispa que disipa la oscuridad que el temor tiende a imponer.
Cuando me río, el monstruo que se esconde bajo la cama, ese que a menudo crece desproporcionadamente en la oscuridad de nuestra imaginación, se achica, se vuelve insignificante. Es más, a veces se transforma en algo casi entrañable, un recuerdo difuso de una preocupación que ya no tiene el mismo poder.
El humor no tiene la pretensión de borrar la amenaza de la existencia; no anula los desafíos ni las dificultades. Sin embargo, lo que sí hace, de manera magistral, es convertir esa amenaza en algo manejable, en un obstáculo que podemos sortear, que ya no nos domina con su peso abrumador. Nos da el control, nos empodera.
Mi herramienta favorita, la más eficaz y accesible, no se encuentra en una caja de herramientas física, esperando a ser seleccionada para una tarea específica. No, la llevo dentro, arraigada en mi ser, y se llama risa. Es una fuente inagotable de energía positiva, una fuerza que me impulsa a seguir adelante incluso en los momentos más inciertos. Y es particularmente potente, su efecto se multiplica y se magnifica, sobre todo cuando tengo la oportunidad de provocarla en los demás.
Ver una sonrisa dibujarse en el rostro de otra persona, escuchar una carcajada que rompe el silencio, es una recompensa inmensa, un recordatorio de que, a pesar de todo, siempre hay espacio para la alegría y la conexión humana. En ese intercambio de risas, el miedo se diluye, y la vida se vuelve, por un instante, más ligera y luminosa.
❤️ Yo, escojo reír
El humor, más que una simple reacción, es una declaración. Una afirmación de nuestra resiliencia, una poderosa arma contra la ansiedad y la incertidumbre que a menudo nos asaltan. Es la herramienta más potente que poseemos para desmontar los muros invisibles del miedo, esas barreras psicológicas que nos encierran, nos aíslan y nos impiden explorar nuestro verdadero potencial. Donde el miedo erige fronteras, el humor, con su inherente ligereza y su impredecible capacidad de sorpresa, abre ventanas al alma. Nos invita a mirar más allá de lo obvio, a respirar aire fresco, a descubrir nuevas perspectivas y a encontrar soluciones donde antes solo veíamos obstáculos. Es, en esencia, un antídoto natural, una chispa que, con su brillo, disipa la oscuridad que la amenaza tiende a imponer.El poder transformador de la carcajada
Cuando la risa irrumpe, el monstruo que habita bajo la cama, esa criatura de nuestra imaginación que, en la penumbra de nuestros pensamientos, crece hasta proporciones desmedidas, comienza a encogerse. Se vuelve insignificante, una caricatura de su antigua amenaza. Es más, en ocasiones, se transforma en algo casi entrañable, un recuerdo difuso de una preocupación que ha perdido su filo y su poder opresor. La risa no busca la ingenua pretensión de borrar las amenazas de la existencia. No anula los desafíos ni las dificultades inherentes a la vida. Sin embargo, su maestría radica en su capacidad para transformar esa amenaza en algo manejable, en un obstáculo que podemos sortear con ingenio, que ya no nos domina con su peso abrumador. Nos devuelve el control, nos empodera al recordarnos nuestra capacidad de adaptación y superación.Una herramienta que reside en el interior
Mi herramienta favorita, la más eficaz y accesible, no se encuentra en un cajón de herramientas físico, esperando ser seleccionada para una tarea específica. No, la llevo dentro de mí, arraigada en lo más profundo de mi ser, y se llama risa. Es una fuente inagotable de energía positiva, una fuerza vital que me impulsa a seguir adelante, incluso en los momentos más inciertos y desafiantes. Su potencia se multiplica y su efecto se magnifica, sobre todo, cuando tengo la oportunidad de provocarla en los demás. La alegría compartida es una sinfonía que resuena, creando un eco de bienestar que se propaga.La recompensa de la risa compartida
Observar cómo una sonrisa se dibuja en el rostro de otra persona, escuchar una carcajada sincera que rompe el silencio y libera tensiones, es una recompensa inmensa. Es un recordatorio poderoso de que, a pesar de todo, siempre hay un espacio para la alegría, para la conexión humana, para la luz. En ese intercambio de risas, el miedo se diluye, perdiendo su fuerza y su opresión. La vida, por un instante, se vuelve más ligera, más luminosa y, por qué no decirlo, más hermosa.
❤️ Yo elijo la risa como mi compañera de viaje, mi escudo y mi faro.
Ser fuerte no es sinónimo de una entereza inquebrantable en todo momento.
La verdadera fortaleza reside en la capacidad de ser vulnerable, de mostrar el dolor y de permitirse flaquear. La valentía se manifiesta cuando las lágrimas surcan el rostro, cuando el cuerpo se encorva bajo el peso de la tristeza, cuando la voz se quiebra al intentar articular las emociones que nos desbordan. Estas expresiones de debilidad aparente son, de hecho, actos de profunda valentía, pues exigen una honestidad brutal con uno mismo y con el mundo.
La verdad esencial se encuentra en la rendición a la experiencia completa de nuestras emociones. Permitirse sentirlo todo —lo que duele con una punzada aguda, lo que pesa como una losa sobre el alma y lo que nos quiebra por dentro hasta el punto de sentirnos deshechos— es el camino hacia la auténtica sanación y el crecimiento.
Negar estas sensaciones o intentar esconderlas bajo una máscara de falsa fortaleza solo prolonga el sufrimiento y nos aleja de nuestra propia esencia.
Es en esos momentos de profunda fragilidad, cuando nos atrevemos a mostrarnos tal como somos, con todas nuestras grietas y cicatrices, donde encontramos una conexión más profunda con nuestra humanidad.
Es al permitirnos el llanto liberador, el temblor incontrolable y la expresión sincera de nuestro dolor, que abrimos las puertas a la compasión, tanto propia como ajena.
Solo así podemos iniciar el proceso de reconstrucción, ladrillo a ladrillo, aceptando que la verdadera fortaleza no es la ausencia de debilidad, sino la capacidad de abrazarla y de seguir adelante a pesar de ella.
❤️ Llorar no me resta fuerza, me devuelve a mi humanidad.
Ser fuerte no es sinónimo de una entereza inquebrantable en todo momento, de una fachada de invulnerabilidad que prohíbe cualquier fisura. La verdadera fortaleza reside, paradójicamente, en la capacidad de ser vulnerable, de mostrar el dolor sin reservas y de permitirse flaquear ante las adversidades de la vida. Esta valentía se manifiesta de las formas más íntimas y humanas: cuando las lágrimas, incontrolables, surcan el rostro, dejando un rastro salado que limpia tanto como humedece; cuando el cuerpo se encorva, resignado, bajo el peso aplastante de la tristeza, mostrando una rendición momentánea pero necesaria; y cuando la voz, esa herramienta de expresión, se quiebra al intentar articular las emociones que nos desbordan, revelando la intensidad de nuestro sentir.
Estas expresiones de debilidad aparente no son, en absoluto, signos de falta de carácter. Son, de hecho, actos de profunda valentía, pues exigen una honestidad brutal con uno mismo y con el mundo. Requieren despojarse de máscaras y armaduras, exponiendo el ser más auténtico y desprotegido.
La verdad esencial de la existencia humana se encuentra en la rendición a la experiencia completa de nuestras emociones. Permitirse sentirlo todo —lo que duele con una punzada aguda que atraviesa el alma, lo que pesa como una losa inamovible sobre el espíritu y lo que nos quiebra por dentro hasta el punto de sentirnos completamente deshechos— es el único camino hacia la auténtica sanación y el crecimiento personal. Es en este abrazo a la totalidad de nuestro ser, con sus luces y sus sombras, donde encontramos la plenitud.
Negar estas sensaciones, intentar reprimirlas o esconderlas bajo una máscara de falsa fortaleza, no hace más que prolongar el sufrimiento, convirtiéndolo en un eco persistente y doloroso. Esta negación nos aleja de nuestra propia esencia, de nuestra verdad más profunda, impidiéndonos vivir plenamente.
Es precisamente en esos momentos de profunda fragilidad, cuando nos atrevemos a mostrarnos tal como somos, con todas nuestras grietas, nuestras imperfecciones y nuestras cicatrices, donde encontramos una conexión más profunda y significativa con nuestra humanidad compartida. Es en la vulnerabilidad donde reside la capacidad de empatizar, de comprender y de ser comprendido.
Es al permitirnos el llanto liberador que desahoga el alma, el temblor incontrolable que revela la intensidad de nuestras emociones y la expresión sincera de nuestro dolor, que abrimos las puertas a la compasión, tanto la propia —ese acto de amor hacia uno mismo— como la ajena, que nos une a los demás en un lazo de entendimiento y apoyo.
Solo así podemos iniciar el proceso de reconstrucción, ladrillo a ladrillo, con paciencia y autocompasión. Aceptando que la verdadera fortaleza no es la ausencia de debilidad, sino la capacidad de abrazarla, de reconocerla como parte intrínseca de nuestro ser y de seguir adelante a pesar de ella, no a pesar de negarla.
❤️ Llorar no me resta fuerza, me devuelve a mi humanidad, me reconecta con mi esencia más auténtica y me impulsa hacia una fortaleza genuina y resiliente.
Cada palabra que escribo, cada trazo que dibujo, lleva escondida una cicatriz o una alegría, una emoción. El arte es así: un espejo disfrazado, una confesión que se comparte sin decir “esto soy yo” y su magia reside en que toque corazones. Escribir, pintar, crear… es dejar que el alma hable con voz propia. Es la manifestación de lo que somos, de lo que hemos vivido, sentido y soñado. Es un eco silencioso que resuena en la eternidad, un diálogo íntimo con el universo y con nosotros mismos.
Quizá mis obras sean mi autobiografía en capítulos bonitos. Son fragmentos de mi existencia, cuidadosamente seleccionados y transformados en algo nuevo, algo que respira por sí mismo. Cada pieza es un eco de un momento vivido, de un pensamiento fugaz, de una emoción profunda. Son un legado de mi viaje personal, un testimonio de mi paso por este mundo, expresado en colores, formas y palabras. Son la historia de mi vida, contada no con fechas y hechos, sino con la esencia pura de mi ser. ❤️ Quizá mis obras sean mi autobiografía en capítulos bonitos.
Cada palabra que escribo, cada trazo que dibujo, lleva escondida una cicatriz o una alegría, una emoción profunda y auténtica que ha marcado mi camino. El arte es, en su esencia más pura, un espejo disfrazado; una confesión velada que se comparte sin la necesidad explícita de decir “esto soy yo”. Su magia inigualable reside precisamente en esa capacidad de trascender lo personal para tocar corazones ajenos, resonando en el alma de quien lo contempla o lo lee. Escribir, pintar, crear… es mucho más que un simple acto; es dejar que el alma hable con voz propia, una voz que no necesita ser escuchada con los oídos, sino sentida con el espíritu. Es la manifestación tangible y etérea de lo que somos en lo más profundo de nuestro ser, de lo que hemos vivido con intensidad, sentido con pasión y soñado con anhelo. Es un eco silencioso que, paradójicamente, resuena con fuerza en la eternidad, un diálogo íntimo y constante con el vasto universo y, lo que es aún más revelador, con nosotros mismos.
Quizá mis obras sean mi autobiografía en capítulos bonitos, fragmentos de mi existencia que, aunque a veces dolorosos, he transformado con cuidado y dedicación en algo nuevo y vibrante, algo que respira por sí mismo y cobra vida más allá de mi propia experiencia. Cada pieza, cada pincelada o cada palabra, es un eco fiel de un momento vivido con intensidad, de un pensamiento fugaz que se anidó en mi mente, de una emoción profunda que conmovió mi ser.
Son, en definitiva, un legado de mi viaje personal, un testamento silencioso pero elocuente de mi paso por este mundo, expresado no con meras palabras descriptivas, sino con la explosión de colores, la armonía de las formas y la profundidad de las palabras. Son la historia de mi vida, contada no con la linealidad de fechas y hechos cronológicos, sino con la esencia pura de mi ser, destilada en cada manifestación artística. Cada obra es un pedazo de mi alma, un reflejo de mis luchas y mis triunfos, de mis miedos y mis esperanzas. A través de ellas, revelo mis vulnerabilidades y mis fortalezas, invitando al espectador o lector a unirse a este viaje íntimo, a encontrar sus propias resonancias en mis experiencias. En cada línea, en cada color, hay una parte de mí que se entrega, esperando ser comprendida, sentida y, quizás, transformadora.
❤️ Quizá mis obras sean mi autobiografía en capítulos bonitos. Y espero que, al contemplarlas, encuentres también un reflejo de tus propias historias y emociones.
El dolor no siempre se marcha, pero a veces se transforma si le cambiamos la luz. Un mismo día puede ser gris o arcoíris, según el prisma desde el que lo miremos. No es magia, es enfoque: entrenar la mente para encontrar color donde parecía que solo había sombra.
No niego lo que duele. Sería absurdo y pretencioso ignorar la punzada que a veces nos atraviesa. Pero elijo pintarlo con otros matices. Elijo buscar la pequeña rendija de luz en la oscuridad más profunda, la pincelada de esperanza en el lienzo de la desesperación. Es una decisión consciente, un acto de voluntad que se repite cada mañana, al abrir los ojos y enfrentar el día.
Porque la vida, con sus altibajos, nos presenta desafíos constantes. El dolor, también.
Este cambio de perspectiva no minimiza la validez de nuestro sufrimiento, sino que lo dota de un propósito, de una oportunidad para el crecimiento. Al cambiar el color de nuestro prisma, no estamos borrando el dolor, sino que lo estamos viendo a través de un cristal diferente, uno que nos permite apreciar las lecciones que esconde, la fuerza que nos impulsa a seguir adelante. Es un acto de resiliencia, de valentía, de fe en nuestra propia capacidad para sanar y reinventarnos.
❤️ Yo escojo unas gafas rosas para mirar mi nuevo mundo
El dolor no siempre se desvanece, pero a menudo se transforma si le infundimos una luz diferente. Un mismo día puede teñirse de gris o resplandecer con los colores del arcoíris, dependiendo del prisma a través del cual lo observemos. No es magia, sino enfoque: es el arte de entrenar la mente para descubrir el color donde antes solo percibíamos sombras. Esta habilidad no surge de la negación, sino de una profunda aceptación de la realidad para luego elegir conscientemente cómo interactuamos con ella. Es un viaje interior, un camino que nos invita a ser arquitectos de nuestra propia percepción.
No pretendo negar la existencia del sufrimiento. Sería absurdo y pretencioso ignorar la punzada que, en ocasiones, nos atraviesa el alma, dejando cicatrices invisibles pero profundas. Sin embargo, elijo conscientemente pintarla con otros matices, con una paleta de esperanza y resiliencia. Elijo buscar la pequeña rendija de luz en la oscuridad más profunda, esa chispa que ilumina el camino, la pincelada de esperanza en el lienzo de la desesperación. Es una decisión consciente, un acto de voluntad que se renueva cada mañana al abrir los ojos y enfrentar el día, sabiendo que, aunque no podamos controlar todas las circunstancias, sí podemos elegir nuestra respuesta ante ellas. Es un ejercicio diario de empoderamiento, una afirmación de nuestra capacidad para influir en nuestro propio bienestar emocional.
Porque la vida, con sus incesantes altibajos, nos presenta desafíos constantes. El dolor, también, es uno de ellos. Es una sombra persistente que, si bien no podemos erradicar por completo, sí podemos reinterpretar, dándole un nuevo significado. Al igual que un artista transforma un lienzo en blanco en una obra maestra, nosotros podemos transformar nuestro sufrimiento en una fuente de aprendizaje y fortaleza. Cada caída, cada herida, puede convertirse en un escalón hacia una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.
Este cambio de perspectiva no minimiza la validez de nuestro sufrimiento, sino que lo dota de un propósito, de una oportunidad invaluable para el crecimiento personal y la introspección. Al cambiar el color de nuestro prisma, no estamos borrando el dolor como si nunca hubiera existido, sino que lo estamos observando a través de un cristal diferente, uno que nos permite apreciar las lecciones intrínsecas que esconde, la fuerza silenciosa que nos impulsa a seguir adelante, incluso cuando el camino parece intransitable. Es un acto de resiliencia inquebrantable, de valentía frente a la adversidad más desalentadora, y de una fe profunda en nuestra propia capacidad para sanar, reinventarnos y florecer. Es la convicción inquebrantable de que, incluso en los momentos más oscuros y desoladores, poseemos la capacidad innata de encontrar la luz, de extraer sabiduría de la experiencia y de emerger más fuertes, más sabios y más completos. Este proceso es una oda a la tenacidad del espíritu humano, una danza entre la aceptación y la transformación, que nos permite abrazar la vida en todas sus facetas.
❤️ Escoger unas gafas rosas para mirar mi nuevo mundo, para abrazar las nuevas posibilidades con una mente abierta y un corazón valiente, y para tejer una realidad donde la esperanza siempre encuentra su camino, sin importar cuán intrincado sea el laberinto. Es una elección consciente de vivir con optimismo, de buscar la belleza en lo cotidiano y de construir un futuro donde la alegría y la serenidad sean las protagonistas.
Esta frase encierra una verdad fundamental que a menudo olvidamos en nuestra cultura de la entrega incondicional.
Desde pequeños, nos inculcan la idea de dar sin medida, de vaciarnos por los demás, como si ese acto de autosacrificio fuera la máxima expresión del amor o la solidaridad. Sin embargo, esta visión, aunque bienintencionada, es insostenible y, a la larga, perjudicial.
El autocuidado, lejos de ser un acto de egoísmo, es el cimiento sobre el cual se construye nuestra capacidad de sostener a los demás. Es la base indispensable desde donde podemos operar de manera efectiva y compasiva. No se trata de una elección entre cuidar de uno mismo o de los demás, sino de reconocer que uno es prerrequisito del otro. Es un acto de responsabilidad personal que, paradójicamente, beneficia a todos a nuestro alrededor.
La metáfora del avión es perfecta para ilustrar esto: primero oxígeno para mí, luego manos extendidas para quien lo necesite. Lo mismo ocurre en la vida cotidiana. Si no atendemos nuestras propias necesidades básicas –físicas, emocionales, mentales–, terminaremos agotados, frustrados e ineficaces.
Cuidarse a uno mismo es un acto de honestidad con uno mismo y, por extensión, con los demás. Porque solo desde un lugar de plenitud y equilibrio podemos ofrecer lo mejor de nosotros, no lo que nos queda después de habernos vaciado.
❤️ Así, mi manera más honesta y efectiva de cuidar a otros es, en primer lugar, cuidarme a mí misma.
En un mundo que constantemente nos exige dar, la frase «podrás aportar a los demás si antes te aportas a ti misma/o» se erige como un faro de sabiduría esencial, una verdad fundamental que, paradójicamente, a menudo olvidamos en nuestra cultura de la entrega incondicional y el autosacrificio. Desde nuestra más tierna infancia, somos bombardeados con la noción de dar sin medida, de vaciarnos por el bienestar ajeno, como si este acto de abnegación fuera la cúspide del amor o la solidaridad. Sin embargo, esta visión, aunque enraizada en las mejores intenciones, es profundamente insostenible y, a la larga, perjudicial para todos los involucrados.
El autocuidado, lejos de ser un acto egoísta o una indulgencia superflua, es el cimiento inquebrantable sobre el cual se construye nuestra genuina capacidad de sostener, acompañar y nutrir a los demás. Es la base indispensable, el punto de partida desde donde podemos operar de manera efectiva, compasiva y sostenible. La dicotomía entre cuidar de uno mismo y cuidar de los demás es, en realidad, una falsa elección. Reconocer que el autocuidado es un prerrequisito para el cuidado ajeno no es un acto de egoísmo, sino un acto de profunda responsabilidad personal que, de manera paradójica pero innegable, beneficia a todos a nuestro alrededor.
La metáfora del avión ilustra esta verdad con una claridad meridiana: en una situación de emergencia, la instrucción es colocarse la mascarilla de oxígeno primero, antes de intentar ayudar a otros. Lo mismo ocurre en la vida cotidiana. Si descuidamos nuestras propias necesidades básicas –físicas, emocionales, mentales, espirituales–, terminaremos agotados, frustrados, resentidos e ineficaces. Nuestra capacidad de dar se verá mermada, y lo que ofrezcamos será una versión disminuida y vacía de nosotros mismos.
Cuidarse a uno mismo es, en esencia, un acto de honestidad profunda con uno mismo y, por extensión natural, con los demás. Es reconocer nuestros límites, nuestras vulnerabilidades y nuestras necesidades, y atenderlas con la misma diligencia y compasión que aplicaríamos al cuidado de un ser querido. Porque solo desde un lugar de plenitud, equilibrio y bienestar genuino podemos ofrecer lo mejor de nosotros, no las migajas que nos quedan después de habernos vaciado por completo.
Implica escuchar a nuestro cuerpo, honrar nuestras emociones, nutrir nuestra mente y espíritu, establecer límites claros y proteger nuestro tiempo y energía. Significa decir «no» cuando es necesario para decir «sí» a nuestra propia salud y bienestar. Es un compromiso activo y constante con nuestra propia vitalidad, que se traduce en una mayor resiliencia, creatividad y capacidad para amar y conectar.
❤️ Así, mi manera más honesta, efectiva y sostenible de cuidar a otros, de ser un verdadero apoyo y una fuente de luz en sus vidas, es, en primer lugar y sin reservas, cuidarme a mí misma. Solo desde esa fortaleza interior y esa autenticidad podemos irradiar una influencia positiva duradera y construir relaciones significativas y recíprocas, lejos de dinámicas de sacrificio y agotamiento. El autocuidado no es un lujo; es una necesidad imperiosa para una vida plena y una contribución significativa al mundo.
La fuerza no siempre se manifiesta en estruendos o en la habilidad de mover montañas.
A veces, es un susurro apenas perceptible, la persistente decisión de seguir cuidando, de seguir amando con el corazón abierto, y de continuar avanzando paso a paso, incluso cuando el alma arrastra los pies, cansada por el peso del mundo.
Es la valentía de levantarse cada mañana, no porque no haya dolor, sino porque hay una razón más grande para seguir adelante.
La ternura, lejos de ser una debilidad, es un músculo invisible de inmensa potencia. Sostiene mucho más de lo que a simple vista podría parecer, construyendo puentes donde otros ven abismos y ofreciendo refugio en medio de la tempestad. Es la red silenciosa que atrapa las caídas y la suave luz que guía en la oscuridad, una fuerza tranquila que une y fortalece.
Ser fuerte no implica endurecerse ni erigir muros, sino, por el contrario, abrazar la propia vulnerabilidad y no dejar de ser sensible.
Es permitir que el corazón sienta plenamente, tanto la alegría como el dolor, y encontrar en esa apertura la verdadera profundidad del coraje.
Es la capacidad de mostrar compasión y empatía, de entender que la conexión humana es la mayor de las fortalezas, y de saber que, en la delicadeza de cada gesto de amor y cuidado, reside una resiliencia inquebrantable.
La verdadera fortaleza reside en la capacidad de amar sin reservas y de proteger aquello que da sentido a nuestra existencia.
❤️ Yo soy fuerte porque amo
La verdadera fortaleza a menudo se esconde de las miradas superficiales, manifestándose no en el estruendo de grandes hazañas o en la habilidad de mover montañas con una voluntad férrea, sino en un susurro apenas perceptible. Es la persistente decisión de seguir cuidando, de seguir amando con el corazón abierto a pesar de las heridas, y de continuar avanzando paso a paso, incluso cuando el alma arrastra los pies, cansada por el peso del mundo. Es la valentía silenciosa de levantarse cada mañana, no porque no haya dolor o desesperanza, sino porque existe una razón más grande, un amor profundo, que impulsa a seguir adelante.
La ternura, lejos de ser una debilidad o una característica secundaria, es, en realidad, un músculo invisible de inmensa potencia. Es la fuerza que sostiene mucho más de lo que a simple vista podría parecer, construyendo puentes de conexión y entendimiento donde otros solo ven abismos de diferencia e incomprensión. Es la que ofrece refugio seguro en medio de la tempestad, un ancla emocional cuando todo alrededor parece tambalearse. La ternura es la red silenciosa que atrapa las caídas inesperadas, amortiguando los golpes del destino, y la suave luz que guía con delicadeza en la más profunda oscuridad, una fuerza tranquila y constante que une los corazones y fortalece el espíritu de la comunidad.
Ser fuerte, por lo tanto, no implica endurecerse ni erigir muros impenetrables alrededor del propio ser, sino, por el contrario, abrazar la propia vulnerabilidad con coraje y no dejar de ser sensible a las emociones propias y ajenas. Es permitirse que el corazón sienta plenamente, experimentando tanto la alegría desbordante como el dolor más profundo, y encontrar en esa apertura y aceptación la verdadera profundidad del coraje humano. Es la capacidad de mostrar compasión y empatía hacia los demás, de entender que la conexión humana, forjada en la comprensión y el apoyo mutuo, es la mayor de las fortalezas. Es saber que, en la delicadeza de cada gesto de amor, en cada acto de cuidado desinteresado, reside una resiliencia inquebrantable, una capacidad de recuperarse y florecer a pesar de las adversidades.
La verdadera fortaleza, en su esencia más pura, reside en la capacidad incondicional de amar sin reservas, de entregarse por completo a aquello que da sentido a nuestra existencia, y de proteger con ahínco lo que consideramos preciado. Es un amor que no teme mostrarse, que se expande y abraza, convirtiéndose en el motor que impulsa la vida y en el refugio que protege el alma.
La prisa es compañera constante de nuestro día a día, nos seduce con la promesa de atajos y soluciones rápidas.
Nos invita a saltarnos pasos, a buscar la vía más corta, a creer que la inmediatez es sinónimo de eficiencia. Sin embargo, a menudo, lo que la prisa entrega son heridas; consecuencias no deseadas que, tarde o temprano, se manifiestan en forma de errores, omisiones o resultados insatisfactorios.
Prepararse, en cambio, se nos presenta como un camino más lento, más deliberado, incluso tedioso. Implica paciencia, dedicación y una inversión inicial de esfuerzo que no siempre parece justificada en el momento.
Sin embargo, esta aparente lentitud es, en realidad, una inversión inteligente que al final ahorra dolores.
La preparación es el cimiento sólido sobre el que se construye el éxito duradero.
Un ejemplo claro de esta filosofía se encuentra en la metáfora de afilar el hacha. Antes de talar un árbol, un leñador sabio dedica tiempo a asegurar que su herramienta esté en perfectas condiciones.
Afilar el hacha no es, de ninguna manera, perder el tiempo. Es, por el contrario, un acto fundamental de cuidado: cuidado de la herramienta, que garantiza su eficacia; cuidado de la energía, ya que un hacha afilada requiere menos esfuerzo para cortar; y, en un sentido más profundo, cuidado de la esperanza, pues la certeza de tener los medios adecuados alimenta la confianza en el éxito de la tarea.
A veces la lucha está en el filo, no en el golpe. Está en la agudeza del pensamiento, en la claridad de la estrategia, en la perfección de la herramienta o en la preparación mental. Es en ese filo, invisible para el observador casual, donde se gesta la eficacia y donde reside el verdadero poder. Es la calidad de nuestra preparación lo que, en última instancia, determina la potencia y la dirección de cada golpe que damos en la vida.
❤️ En mi proceso, preparo y afilo todas las herramientas que puedan ayudar en mi proceso de dolor crónico
En la vorágine de la vida moderna, donde el tiempo es un tirano implacable y la inmediatez una aspiración constante, nos encontramos a menudo seducidos por la quimera de los atajos. La prisa, esa compañera constante y sigilosa, nos susurra al oído promesas de soluciones rápidas, de caminos que evitan la ardua labor y el tedio de la preparación. Nos incita a saltarnos etapas, a buscar la vía más corta, a creer que la celeridad es sinónimo de eficiencia y que la velocidad garantiza el éxito.
Sin embargo, lo que la prisa entrega con demasiada frecuencia son heridas invisibles, pero profundas. Consecuencias no deseadas que, como grietas en la pared, tarde o temprano se manifiestan en forma de errores lamentables, omisiones significativas o, lo que es aún más desalentador, resultados insatisfactorios que nos dejan con un sabor amargo. La inmediatez, lejos de ser la panacea, se convierte en un arma de doble filo que, si bien nos da la ilusión de avanzar, a menudo nos desvía del verdadero camino hacia la excelencia.
Frente a esta tentación de la rapidez, se erige el concepto de preparación, un sendero que a primera vista se nos presenta como más lento, más deliberado, incluso tedioso. Implica una inversión inicial de paciencia, dedicación y un esfuerzo que, en el momento, puede parecer desproporcionado o injustificado. Nos exige detenernos, reflexionar, planificar, y en ocasiones, incluso retroceder para asegurar que cada paso sea firme y consciente.
Pero esta aparente lentitud es, en realidad, una inversión inteligente que al final ahorra dolores y desengaños. La preparación es el cimiento inquebrantable sobre el que se construye el éxito duradero y la resiliencia ante los desafíos. Es la arquitectura invisible que sostiene cada logro significativo, la garantía de que cada esfuerzo no será en vano.
Un ejemplo elocuente de esta filosofía, que resuena con una verdad atemporal, se encuentra en la metáfora del leñador que afila su hacha. Antes de enfrentarse a la monumental tarea de talar un árbol, un leñador sabio no se lanza impulsivamente al trabajo. Al contrario, dedica un tiempo precioso a asegurar que su herramienta, el hacha, esté en perfectas condiciones. Este acto de afilar, lejos de ser una pérdida de tiempo, es un gesto fundamental de cuidado.
Es, en primer lugar, un cuidado de la herramienta en sí, garantizando su eficacia máxima y prolongando su vida útil. Un hacha bien afilada corta con precisión, minimizando el esfuerzo y maximizando el impacto. En segundo lugar, es un cuidado de la energía del leñador. Un hacha roma exige una fuerza desmedida y un desgaste innecesario, mientras que un hacha afilada permite que cada golpe sea certero y eficiente, conservando la vitalidad para el resto de la tarea. Y, en un sentido más profundo y trascendente, es un cuidado de la esperanza. La certeza de poseer los medios adecuados, de tener una herramienta que responde con fiabilidad, alimenta la confianza en el éxito de la empresa, disipando la incertidumbre y fortaleciendo la voluntad.
A menudo, la verdadera lucha no reside en el golpe brutal, en la acción desenfrenada, sino en el filo sutil y agudo de la preparación. La batalla se libra en la agudeza del pensamiento que precede a la acción, en la claridad de una estrategia meticulosamente diseñada, en la perfección de la herramienta que elegimos y cuidamos, o en la preparación mental que nos permite afrontar los retos con entereza. Es en ese filo, invisible para el observador casual, donde se gesta la eficacia real y donde reside el verdadero poder. Es la calidad intrínseca de nuestra preparación lo que, en última instancia, determina la potencia, la dirección y el impacto de cada golpe que asestamos en la vida.
En mi propio camino, especialmente en la travesía desafiante del dolor crónico, esta filosofía de la preparación ha cobrado un significado aún más profundo. Es un recordatorio constante de que no puedo enfrentarme a esta lucha sin antes preparar y afilar todas las herramientas posibles: la fortaleza mental, las estrategias de afrontamiento, el conocimiento sobre mi condición, las terapias y apoyos adecuados. Cada una de ellas es un «filo» que debo mantener en óptimas condiciones para navegar por las complejidades del dolor y construir una vida plena a pesar de él. Porque, al final, la verdadera maestría no está en evitar la lucha, sino en estar lo suficientemente preparado para ganarla.
Hay heridas que dejan grietas, y grietas que nos recuerdan que seguimos siendo barro vivo, maleable y con la capacidad infinita de transformarse.
El arte ancestral del kintsugi nos susurra una profunda verdad: lo roto no se esconde, se realza, se celebra con la belleza de lo reparado. No busca disimular las marcas del tiempo y del dolor, sino convertirlas en un testimonio visible de resiliencia y superación.
Las cicatrices, lejos de ser defectos, se revelan como mapas intrincados de todo lo que hemos atravesado, de los vendavales que nos han sacudido y de las calmas que nos han permitido sanar.
Cada línea de oro que traza el kintsugi sobre una pieza de cerámica rota es una narrativa de resistencia, una oda a la imperfección que se convierte en una nueva forma de perfección.
El oro no tapa la fractura, no la borra de la memoria de la pieza; al contrario, la convierte en arte, en un punto de luz que magnifica la historia de su propia reconstrucción.
Es un recordatorio palpable de que la vulnerabilidad puede ser nuestra mayor fortaleza, y que en cada fragmento reunido reside una belleza renovada, más rica y profunda que la original.
❤️ Quizá yo también sea más valiosa por mis líneas imperfectas.
Hay heridas que dejan grietas profundas, surcos imborrables en el alma, y estas grietas, lejos de ser un símbolo de debilidad, nos recuerdan que seguimos siendo barro vivo, maleable y con la capacidad infinita de transformarse. Son la esencia de nuestra humanidad, el testimonio silencioso de las batallas libradas y las tormentas superadas.
El arte ancestral del kintsugi, esa filosofía japonesa que eleva la reparación a una forma de arte, nos susurra una profunda verdad que resuena en lo más íntimo de nuestro ser: lo roto no se esconde, no se desecha, sino que se realza, se celebra con la belleza de lo reparado. No busca disimular las marcas del tiempo y del dolor, esas cicatrices invisibles que llevamos, sino convertirlas en un testimonio visible de resiliencia inquebrantable y superación. Es una oda a la imperfección, un reconocimiento de que nuestras fallas nos hacen únicos y, paradójicamente, más completos.
Las cicatrices, lejos de ser defectos que avergonzar, se revelan como mapas intrincados de todo lo que hemos atravesado, de los vendavales que nos han sacudido hasta los cimientos y de las calmas que nos han permitido sanar y reconstruirnos. Cada una de ellas cuenta una historia, un capítulo de nuestra existencia, y en su relieve se inscribe la memoria de un camino recorrido, de obstáculos vencidos y de un crecimiento constante.
Cada línea de oro que traza el kintsugi sobre una pieza de cerámica rota es más que una simple unión; es una narrativa de resistencia, una oda a la imperfección que se convierte en una nueva forma de perfección, más profunda y significativa. Este oro no tapa la fractura, no la borra de la memoria de la pieza ni de la nuestra; al contrario, la convierte en arte, en un punto de luz que magnifica la historia de su propia reconstrucción, de su renacimiento.
Es un recordatorio palpable y constante de que la vulnerabilidad, lejos de ser una debilidad, puede ser nuestra mayor fortaleza, el cimiento sobre el cual edificamos nuestra resiliencia. En cada fragmento reunido, en cada grieta dorada, reside una belleza renovada, más rica y profunda que la original, una belleza que emana de la experiencia, de la superación y de la aceptación de nuestra propia historia, con todas sus luces y sus sombras.
❤️ Quizá yo también sea más valiosa por mis líneas imperfectas, por mis cicatrices, por mi historia.
El dolor no siempre se vence, pero sí se enfrenta. Cada día que me levanto, aunque sea con el cuerpo en una tregua frágil y efímera, sé que sigo plantada con firmeza en el campo de batalla de mi propia existencia. No es una lucha por la victoria rotunda, sino por la mera persistencia, por la dignidad de seguir adelante.
La resistencia, en mi experiencia, no suena a heroicidad ni a gestas épicas.
No se manifiesta con grandes alardes o declaraciones altisonantes.
Más bien, suena a pasos lentos, deliberados, uno tras otro, en un sendero que a menudo se siente escarpado y sinuoso.
Suena a respirar hondo, a llenar los pulmones de aire y soltarlo lentamente, como anclándome al presente, recordándome que cada inhalación es una oportunidad para recalibrar, para encontrar un nuevo punto de equilibrio.
Es el acto consciente de no dejar que la oscuridad, esa sombra persistente que acecha en los recovecos de mi mente y mi cuerpo, decida por mí, que dicte mis límites, que apague la llama de mi voluntad.
Es un constante recordatorio de que, aunque el dolor pueda ser una marea ineludible, yo soy quien sostiene el mando de mi propio sufimiento.
❤️ Yo soy la resistencia: pequeña, cansada… pero firme.
En esta guerra contra el dolor, yo soy la resistencia. El dolor no siempre se vence, pero sí se enfrenta. Cada día que me levanto, aunque sea con el cuerpo en una tregua frágil y efímera, sé que sigo plantada con firmeza en el campo de batalla de mi propia existencia. No es una lucha por la victoria rotunda, sino por la mera persistencia, por la dignidad de seguir adelante. La resistencia, en mi experiencia, no suena a heroicidad ni a gestas épicas. No se manifiesta con grandes alardes o declaraciones altisonantes. Más bien, suena a pasos lentos, deliberados, uno tras otro, en un sendero que a menudo se siente escarpado y sinuoso.
Suena a respirar hondo, a llenar los pulmones de aire y soltarlo lentamente, como anclándome al presente, recordándome que cada inhalación es una oportunidad para recalibrar, para encontrar un nuevo punto de equilibrio. Es el acto consciente de no dejar que la oscuridad, esa sombra persistente que acecha en los recovecos de mi mente y mi cuerpo, decida por mí, que dicte mis límites, que apague la llama de mi voluntad. Es un constante recordatorio de que, aunque el dolor pueda ser una marea ineludible, yo soy quien sostiene el mando de mi propio sufrimiento.
Cada amanecer, cuando la luz se filtra por la ventana, se presenta como un nuevo pacto, una renovación silenciosa de mi compromiso. A veces, la tregua con mi cuerpo es tan tenue que un simple movimiento, un suspiro, amenaza con romperla. Sin embargo, en esos momentos de fragilidad extrema, la resistencia no se desvanece; se transmuta. Se convierte en la quietud, en la aceptación serena de lo que es, y en la búsqueda de la mínima fuerza para sostener esa aceptación.
La verdadera batalla no se libra con espadas ni escudos, sino con la quietud interna, con la voz silenciosa que me dice: «Sigue, un poco más». Es en esa voz donde reside la esencia de mi resistencia. No es una voz fuerte y clara, sino un murmullo constante, persistente, que me guía a través de la neblina del malestar. Es una danza entre la rendición y la lucha, donde aprender a ceder a veces es la forma más profunda de resistencia, porque evita el desgaste inútil y conserva la energía para cuando realmente importa.
La resistencia se manifiesta en la elección de una canción que me eleva, en el sabor de una comida sencilla, en la caricia de una manta suave. Son estos pequeños actos de autocuidado los que nutren la llama de mi voluntad, impidiendo que el dolor la ahogue por completo. Cada detalle, por insignificante que parezca, es una victoria, un pequeño bastión que fortifica mi espíritu.
A veces, la resistencia es simplemente el acto de recordar quién soy más allá del dolor, de la enfermedad. Es despojarme de la identidad de «enferma» o «sufriente» y reconectar con la esencia de mi ser: una persona capaz de amar, de crear, de sentir alegría, a pesar de las circunstancias. Es un proceso de desidentificación que me permite flotar por encima de las sensaciones físicas y encontrar un espacio de paz interior.
En los días más oscuros, cuando la marea del dolor amenaza con engullirme, mi resistencia se convierte en un faro. No es un faro que aleja la tormenta, sino uno que me permite navegar a través de ella, recordándome que, aunque las olas sean inmensas, mi barco, aunque pequeño y maltrecho, sigue a flote.
❤️ Yo soy la resistencia: pequeña, cansada… pero firme. Y en esa firmeza, encuentro mi mayor fortaleza, mi dignidad inquebrantable, y la certeza de que, mientras respire, seguiré plantada en el campo de mi propia existencia.
El humor es la mejor de las terapias para vencer el miedo al dolor.
Empiezo por reírme de mí misma, de mis torpezas y mis dramas cotidianos, y entonces la vida, con todas sus complejidades, se encoge y se vuelve más ligera, casi etérea.
No es que el dolor desaparezca por arte de magia, ni que las heridas se curen instantáneamente, pero pierde autoridad, se desdibuja, cuando le saco la lengua con descaro o me planto una nariz de payaso imaginaria.
Es en ese gesto de rebeldía, de absurdo, donde reside la clave para despojarlo de su poder opresor.
Reírse es la mejor medicina, el bálsamo más efectivo para el alma.
Nos permite relativizar las adversidades, poner en perspectiva aquello que nos abruma y encontrar un resquicio de luz incluso en los momentos más oscuros.
Es un acto de valentía, una declaración de principios que nos recuerda que, a pesar de las dificultades, la capacidad de encontrar alegría y ligereza sigue siendo nuestra.
La risa no es una negación del sufrimiento, sino una herramienta para trascenderlo, para transformarlo en una experiencia más llevadera, más humana.
Al reírnos, nos conectamos con nuestra propia vulnerabilidad, pero también con nuestra inquebrantable fuerza interior, esa que nos impulsa a seguir adelante, a pesar de todo.
❤️ Reírse es la mejor medicina…
Una de las herramientas más poderosas que poseemos es el sentido del humor, la capacidad de reírnos de nosotros mismos. Esta habilidad, a menudo subestimada, se revela como la terapia más eficaz para disipar el miedo al dolor y afrontar las complejidades de la vida con una perspectiva renovada.
Comenzar el día riéndome de mis propias torpezas, de los pequeños dramas cotidianos que a veces magnificamos, tiene un efecto transformador. La vida, con todas sus intrincadas capas, de repente se encoge, se vuelve más ligera, casi etérea. No es que el dolor desaparezca mágicamente o que las heridas se curen al instante; más bien, pierde su autoridad opresora. Se desdibuja, se vuelve menos intimidante cuando le saco la lengua con descaro, cuando me planto una nariz de payaso imaginaria y lo observo con una mirada de absurdo. En ese gesto de rebeldía, en esa aceptación de lo ridículo, reside la clave para despojar al sufrimiento de su poder.
La risa es, sin duda, la mejor medicina, el bálsamo más efectivo para el alma. Nos permite relativizar las adversidades, poner en perspectiva aquello que nos abruma y encontrar un resquicio de luz incluso en los momentos más oscuros. Es un acto de valentía, una declaración de principios que nos recuerda que, a pesar de las dificultades, la capacidad de encontrar alegría y ligereza sigue siendo nuestra, intrínsecamente ligada a nuestra naturaleza humana.
La risa no es una negación del sufrimiento, sino una herramienta para trascenderlo, para transformarlo en una experiencia más llevadera, más humana. Al reírnos, nos conectamos con nuestra propia vulnerabilidad, sí, pero también con nuestra inquebrantable fuerza interior. Esa fuerza es la que nos impulsa a seguir adelante, a pesar de los reveses, a pesar de las caídas. Es la chispa que nos recuerda que somos resilientes, capaces de encontrar la belleza y el gozo incluso en medio de la tempestad.
En definitiva, reírse es un acto de amor propio, una elección consciente de abrazar la vida con todas sus imperfecciones. Es una invitación a ver el mundo con ojos de niño, a encontrar la alegría en lo simple y a recordar que, al final del día, una buena carcajada puede ser el remedio más potente para cualquier dolencia del alma. ❤️
La tormenta no siempre avisa, a veces te sorprende con el paraguas cerrado y el corazón cansado. Es en esos momentos inesperados, cuando el cielo se tiñe de gris sin previo aviso, que la verdadera esencia de la resiliencia se pone a prueba. Las gotas de lluvia, inicialmente suaves, se transforman en un aguacero que cala hasta los huesos, y el viento, un susurro, se convierte en un aullido que desordena el mundo. Y sin embargo, ahí está la lección, grabada en cada relámpago y cada trueno: no todo depende de esperar cielos despejados, de la promesa de un sol que quizás tarde en asomarse, sino de inventar pasos de baile nuevos bajo la lluvia y disfrutarla en presencia.
Es una invitación a la creatividad, a transformar lo adverso en una oportunidad para la expresión. A encontrar la belleza en el caos, la melodía en el estruendo. A bailar descalzo sobre los charcos, a sentir el abrazo frío del agua como una purificación, a reír ante la inminencia del chaparrón. Porque la vida, con sus altibajos, sus luces y sus sombras, es precisamente eso: una danza constante, un ballet improvisado donde cada paso, cada giro, cada caída, nos enseña algo nuevo.
Yo sigo bailando, cada día aprendo nuevos pasos, aunque el suelo resbale y esté empapada.
Con cada gota que me empapa, con cada resbalón que me hace dudar, mi determinación se fortalece.
No busco la perfección en mis movimientos, sino la autenticidad de mi expresión.
Me caigo, me levanto, una y otra vez, con la certeza de que cada error es una lección y cada cicatriz, una nueva melodía.
La música de la vida sigue sonando y mi baile no se detiene.
Mis pies, cansados pero decididos, siguen el ritmo de mi corazón, que late con la fuerza indomable de quien sabe que la tormenta, por fuerte que sea, siempre pasará, dejando tras de sí un arcoíris de posibilidades.
❤️ Yo, bailo.
La tormenta no siempre avisa, a veces te sorprende con el paraguas cerrado y el corazón cansado. Es en esos momentos inesperados, cuando el cielo se tiñe de gris sin previo aviso, que la verdadera esencia de la resiliencia se pone a prueba. Las gotas de lluvia, inicialmente suaves, se transforman en un aguacero que cala hasta los huesos, y el viento, un susurro, se convierte en un aullido que desordena el mundo. Y sin embargo, ahí está la lección, grabada en cada relámpago y cada trueno: no todo depende de esperar cielos despejados, de la promesa de un sol que quizás tarde en asomarse, sino de inventar pasos de baile nuevos bajo la lluvia y disfrutarla en presencia.
Es una invitación a la creatividad, a transformar lo adverso en una oportunidad para la expresión. A encontrar la belleza en el caos, la melodía en el estruendo. A bailar descalzo sobre los charcos, a sentir el abrazo frío del agua como una purificación, a reír ante la inminencia del chaparrón. Porque la vida, con sus altibajos, sus luces y sus sombras, es precisamente eso: una danza constante, un ballet improvisado donde cada paso, cada giro, cada caída, nos enseña algo nuevo.
Yo sigo bailando, cada día aprendo nuevos pasos, aunque el suelo resbale y esté empapada. Con cada gota que me empapa, con cada resbalón que me hace dudar, mi determinación se fortalece, arraigándose como un roble ancestral que desafía el vendaval. No busco la perfección en mis movimientos, en la gracia etérea de un bailarín experimentado, sino la autenticidad de mi expresión, la verdad cruda y palpable que se esconde en cada tropezón y cada intento.
Me caigo, me levanto, una y otra vez, con la certeza inquebrantable de que cada error es una lección magistral, cincelada con la paciencia del tiempo, y cada cicatriz, una nueva melodía que se añade a la sinfonía de mi existencia. La música de la vida sigue sonando, a veces un suave murmullo, otras un estruendoso crescendo, y mi baile no se detiene, no se permite el lujo de la inmovilidad.
Mis pies, cansados por la jornada, pero decididos con una voluntad férrea, siguen el ritmo de mi corazón, que late con la fuerza indomable de quien sabe que la tormenta, por fuerte que sea, por mucho que arremeta con furia desatada, siempre pasará. Y tras su partida, dejando atrás la desolación y el caos, se alzará majestuoso un arcoíris de posibilidades infinitas, un puente de esperanza que invita a la exploración, a la renovación, a la vida misma.
❤️ Yo, bailo, y en cada movimiento, celebro la inquebrantable fuerza del espíritu humano.
Hay dolores que no se negocian: llegan, se instalan, y nos recuerdan que el cuerpo también tiene voz.
Lo que sí podemos elegir es no darles las llaves de la casa. El dolor es huésped, pero el sufrimiento es mudanza permanente.
Aprender a distinguirlos es un arte: aceptar lo que duele, pero no dejar que nos robe la risa, la calma, de nosotros depende cómo los gestionamos.
El dolor puede ser un huésped inesperado, una visita incómoda que interrumpe nuestra rutina y nos exige atención. Pero el sufrimiento, en cambio, es una mudanza permanente, una elección consciente de aferrarse a esa molestia, de permitir que eche raíces profundas en nuestro espíritu y se adueñe de cada rincón de nuestra existencia. Aprender a distinguir entre ambos es, sin duda, un arte; un arte delicado y esencial para transitar la vida con plenitud.
Aceptar lo que duele no significa resignarse, sino reconocer la realidad de una situación. Es decir: «Sí, esto me afecta, me incomoda, me limita». Pero esta aceptación no debe confundirse con la capitulación. De nosotros depende cómo los gestionamos, cómo decidimos interactuar con esa sensación. Podemos permitir que el dolor nos robe la risa, la calma, la alegría, o podemos, con determinación y resiliencia, proteger esos tesoros de nuestra alma.
El dolor me toca, sí, me roza, me advierte, me recuerda mi fragilidad y mi humanidad. Pero no me rige, no me gobierna, no dicta el rumbo de mi vida. Soy yo quien decide. El dolor es una señal, no un destino. Y en esa distinción reside nuestro poder más profundo.
❤️ Yo decido cómo gestiono mi dolor.
Esta profunda verdad resuena en cada fibra de nuestra existencia, revelando una distinción crucial entre dos experiencias humanas universales. Hay dolores que no se negocian, que irrumpen en nuestras vidas sin previo aviso: una enfermedad repentina, una pérdida desgarradora, una herida física o emocional. Llegan, se instalan, y nos recuerdan con una contundencia ineludible que el cuerpo, ese templo que habitamos, también tiene voz, y a menudo, es una voz que nos confronta con nuestra propia vulnerabilidad. Estos dolores son parte inherente de la condición humana, mensajeros de nuestra fragilidad y, paradójicamente, de nuestra capacidad de sentir.
Sin embargo, lo que sí podemos elegir, y esta es la clave de nuestra libertad interior, es no darles las llaves de la casa. El dolor es un huésped, sí, a veces inesperado y siempre incómodo, pero sigue siendo un visitante. El sufrimiento, en cambio, es una mudanza permanente. Es la decisión, consciente o inconsciente, de aferrarse a esa molestia, de permitir que eche raíces profundas en nuestro espíritu y se adueñe de cada rincón de nuestra existencia, transformando una visita temporal en una ocupación total.
Aprender a distinguirlos es, sin duda, un arte; un arte delicado y esencial para transitar la vida con plenitud. Es el arte de aceptar lo que duele, de reconocer su presencia sin intentar negarla ni luchar contra ella en vano, pero sin dejar que nos robe la risa, la calma, la capacidad de maravillarnos ante la belleza del mundo, o la esperanza en el futuro. De nosotros depende cómo los gestionamos, cómo decidimos interactuar con esa sensación punzante.
El dolor puede ser ese huésped inesperado, una visita incómoda que interrumpe nuestra rutina y nos exige atención. Nos obliga a detenernos, a mirar hacia dentro, a cuidar una herida. Pero el sufrimiento, en cambio, es una elección que hacemos, a veces por miedo, otras por costumbre o por una identificación profunda con la victimización. Es permitir que esa visita se convierta en una mudanza permanente, una elección consciente de aferrarse a esa molestia, de alimentar la queja y el lamento, de permitir que eche raíces profundas en nuestro espíritu y se adueñe de cada rincón de nuestra existencia. Confundir ambos es ceder nuestro poder.
Aceptar lo que duele no significa resignarse a la pasividad o a la desesperanza. No es una capitulación ante la adversidad. Es, por el contrario, un acto de valentía y autoconciencia: reconocer la realidad de una situación. Es decir, con honestidad brutal pero también con una firmeza interior: «Sí, esto me afecta, me incomoda, me limita en este momento.» Pero esta aceptación no debe confundirse con la capitulación. Al contrario, es el primer paso para retomar el control. De nosotros depende cómo los gestionamos, cómo decidimos interactuar con esa sensación. Podemos permitir que el dolor nos robe la risa, la calma, la alegría, que opaque cada rayo de sol en nuestro día a día, o podemos, con determinación y resiliencia, proteger esos tesoros de nuestra alma, esos espacios de luz que ni el dolor más profundo puede extinguir si no le damos permiso.
El dolor me toca, sí, me roza, me advierte de mis límites, me recuerda mi fragilidad y mi humanidad inherente. Me enseña sobre la vida y sobre mí mismo. Pero no me rige, no me gobierna, no dicta el rumbo de mi vida si yo no lo permito. Soy yo quien decide cómo respondo a su presencia. El dolor es una señal, un mensajero, no un destino ineludible. Y en esa distinción fundamental, en esa capacidad de elegir nuestra respuesta ante lo inevitable, reside nuestro poder más profundo, nuestra verdadera libertad.
❤️ Yo decido cómo gestiono mi dolor. Y en esa decisión radica la diferencia entre ser una víctima de las circunstancias o un arquitecto de mi propio bienestar emocional.
Vengo a contaros que se puede; por muy difícil que sea, por mucho que duela, se puede. Depende de ti.
Yo estoy aquí porque en mi guerra con el dolor crónico, soy la resistencia, y quiero mostraros como, a través de mis pelusamientos y el sentido del humor.
Hay días en que el dolor te susurra que te rindas, que el esfuerzo no vale la pena. Y ahí, en esa grieta, es donde más importa empujar.
No hablo de ganar siempre —ojalá—, sino de atreverte a dar el paso aunque tiemble todo.
Porque hasta los intentos torpes suman: cuentan la historia de que no te quedaste quieta.
La imposibilidad no está fuera: suele esconderse dentro en el “ni lo intenté”.
❤️ Hoy me abrazo a mi torpeza, a mis días lentos y a mis intentos fallidos… porque son ellos los que me recuerdan que sigo aquí, viva, intentándolo… Lo único imposible es aquello que no luchas. Esta poderosa verdad, a menudo susurrada en los momentos de mayor desesperación, es el ancla que me sostiene.
Vengo a contaros, no con la voz de una victoria fácil, sino con la cicatrizada sabiduría de la persistencia, que se puede. Por muy difícil que se presente el camino, por mucho que el dolor hunda sus garras, por mucho que la desesperación parezca un horizonte ineludible, se puede. Y la clave, esa chispa inquebrantable, depende enteramente de ti.
Mi presencia aquí no es fruto de la casualidad ni de la fortuna; es el testamento vivo de mi guerra personal. En esta batalla constante contra el dolor crónico, yo soy la resistencia. Soy la trinchera que se mantiene firme, el pulso que no se detiene, la voz que se alza incluso cuando el cuerpo grita rendición. Y quiero mostraros cómo, a través de mis «pelusamientos» —esos pequeños desvaríos, esos momentos de humor absurdo, esas fugas de la realidad que me permiten respirar, y el bitácora de mi historia— la vida se hace soportable, incluso hermosa.
Hay días, lo admito, en que el dolor es un susurro traicionero que se desliza por los rincones del alma. Te insinúa que te rindas, que el esfuerzo es en vano, que la lucha no vale la pena. Es en esos instantes de debilidad, en esa grieta que se abre entre la esperanza y la fatiga, donde más importa empujar. No hablo de la victoria rotunda, esa que se celebra con vítores y medallas, ¡ojalá la conociera siempre! Hablo de algo mucho más profundo y vital: de la valentía de atreverte a dar el paso, aunque cada fibra de tu ser tiemble, aunque el miedo te paralice y la incertidumbre te ahogue.
Porque hasta los intentos más torpes, esos que se tambalean y amenazan con caer, suman. Cada paso vacilante, cada esfuerzo fallido, cada caída y cada levantamiento, cuentan una historia. La historia de que no te quedaste quieta, de que no te resignaste al papel de espectadora de tu propia vida. Son la prueba irrefutable de tu resistencia, de tu inextinguible voluntad de seguir adelante.
La verdadera imposibilidad no reside en el exterior, en los obstáculos que la vida nos impone. La imposibilidad, con su manto de desánimo y su voz seductora, suele esconderse en nuestro interior, anidando en esa frase lapidaria que nos repetimos: «ni lo intenté». Es el miedo a la falla, la comodidad de la inacción, la excusa que nos permite no enfrentarnos a lo desconocido.
❤️ Hoy, con una mezcla de humildad y una fuerza renovada, me abrazo a mi torpeza. Abrazo mis días lentos, esos en los que cada movimiento es un acto de valentía, y mis intentos fallidos, porque son ellos los que me recuerdan, una y otra vez, que sigo aquí. Viva, respirando, luchando, y, sobre todo, intentándolo. Porque mientras haya un intento, por pequeño que sea, la esperanza perdura y la vida, a pesar de sus sombras, sigue desplegando sus colores.
Sumérgete en un universo donde las historias cobran vida, guiado por la creatividad y la pasión de Marta Bonet. Descubre relatos que inspiran y conmueven, en un espacio diseñado para los amantes de la narrativa.
Esta sección nace del dolor y su resiliencia, en una experiencia personal de enfermedad, donde la creatividad y la necesidad de expresar son más latentes y necesarias que nunca, así como la empatía y solidaridad con quienes puedan estar en procesos similares, luchando con dolores crónicos y lo que conllevan.
Por eso, he creado un personaje tierno que puede motivar, que puede acompañar, y que, quizá, desde la humildad, puede ayudar. Un personaje que va a contar muchas cosas de muchas maneras, con ternura, con profundidad, con sentido del humor y utilizando su pluma y su imagen para inspirar. Todo lo contará desde su verdad.
¡Bienvenidos al universo de Pelusa y de sus Pelusamientos!
Soy Pelusa, y quisiera presentarme. Nací de la creatividad y la profunda necesidad de expresión, emergiendo de una experiencia personal de dolor y resiliencia. Vengo a contaros que se puede, por muy difícil que sea, por mucho que duela, se puede. Mi propósito es ser una figura que pueda motivar y acompañar, y que, quizás, desde la humildad, pueda ayudar a quienes luchan con dolores crónicos o situaciones difíciles donde la resiliencia es imprescindible.
Podéis ver que no tengo boca. Esto no es un accidente, sino una elección consciente: estoy en una fase de observación, reflexión, de escucha y aprendizaje. Mi lienzo, mis «Pelusamientos,» es la bitácora íntima de mi historia y mis pensamientos en voz alta. En mis escritos, busco ofrecer consuelo o acompañamiento a otros corazones. Asimismo, también soy defensora del sentido del humor como arma imbatible del dolor, y por eso, a pesar de que a veces me pongo seria cuando desgrano mis pelusamientos, también bailo con el humor y trato de regalar sonrisas.
Estoy aquí porque, en mi guerra contra el dolor crónico, yo soy la resistencia. Mi existencia no se define por lo que el dolor me arrebató, sino por lo que sigo creando pese a él. El dolor me impuso una pausa forzada, pero a cambio me regaló profundidad. Mi fuerza reside en el tejido de mis grietas, y mis cicatrices no son marcas de derrota, sino las comas que unen mis capítulos.
En mi camino, he descubierto que la risa es la herramienta más valiosa en las sombras, y con el sentido del humor y mi creatividad, me niego rotundamente a entregar mi paleta al gris, elijo pintar mi mundo con otros matices y buscar la pequeña rendija de luz en la oscuridad. Aunque mi cuerpo duela, mi corazón sigue latiendo fuerte, y en esa distinción entre el dolor inevitable y el sufrimiento opcional, reside mi poder más profundo.
Mi trayectoria única es mi fuerza, y mi mayor deseo es que mi verdad, con todas sus imperfecciones y cicatrices, pueda inspirar a otros. ¡Bienvenidos a mi ecosistema!
Durante años fui directora de mis propios proyectos. Coordiné clientes, equipos, campañas, aperturas, cronogramas. Gestioné presupuestos, imprevistos y ese intangible que todo lo sostiene: las personas. Sabía cómo planificar, prever, resolver, crear… Hasta que la vida decidió asignarme el proyecto que ningún máster enseña: mi propio cuerpo.
En 2019 empezó la primera tormenta. Una hernia cervical se desparramó dentro de la médula y, sin previo aviso, mi cuerpo dejó de obedecer y comenzó a doler. Aguanté un año entero —dolor, parálisis, vértigo y mil síntomas más—, porque los autónomos no enfermamos; solo posponemos el colapso. Hasta que me quebré, literalmente, me desplomé en el centro de salud. Allí comenzó todo. La primera operación me salvó la vida, pero me dejó una cicatriz en el cuello y otra más profunda: la de saber que no todo se arregla con voluntad.
Pensé que ahí terminaba la pesadilla. Pero el cuerpo, como un proyecto mal cerrado, guarda siempre tareas pendientes. El COVID llegó después, arrasando lo poco que quedaba en pie. Y, como buena gestora, intenté reconstruir desde las ruinas. Acepté un nuevo cargo como Project Manager en una cadena hotelera. Volví a la acción, convencida de que el cuerpo estaba preparado. No lo estaba.
Cinco años después, la historia se repitió. Otra operación, otro parón, otro aprendizaje forzado. Esta vez sin titanio, pero con las mismas preguntas: ¿qué pasa cuando quien dirige proyectos se convierte en su propio caso de emergencia?
La nueva hoja de ruta
He aprendido que los proyectos personales también exigen fases, recursos y planificación. Cuatro neurocirujanos, dos operaciones, traumatología, fisioterapia, resonancias incontables, millones de pruebas, me han mirado por fuera, por dentro… El veredicto: artrosis crónica, pérdida de curvatura cervical, daño neurológico en el lado derecho. No hay tercera cirugía posible. El plan ya no consiste en reparar, sino en sostener.
El equipo humano
Formé mi propio comité interdisciplinar, un engranaje de apoyo que funciona a base de ciencia y ternura:
• Ester Valencia, médica de cabecera y directora de orquesta. • Pedro Llinás y Mario Gestoso, neurocirujano y traumatólogo. • Alberto Rivas, fisioterapeuta
• Los servicios de ejercicio y salud de Sa Tribu, en Esporles. • Leyre, profesora de yoga con una rama de yoga restaurativo terapéutico. • Miguel Tejero, anestesista en la clínica y unidad del dolor Aliviam. • Juan Arbona, osteópata especializado en la técnica Mackenzie. • Natalia y Mari, psicólogas.
• En espera de la unidad del dolor de Son Espases
Ellos son mi comité de crisis, mi engranaje de reconstrucción.
El laboratorio interno
He pasado por un arsenal de medicamentos digno de una farmacia itinerante: meses de cortisona, Pregabalina (Lyrica) para apagar el incendio de los nervios, antiinflamatorios de caballo, infiltraciones con anestésicos y corticoides, Tramadol, morfina… pastillas que aliviaban un dolor mientras fabricaban otros y producían estragos en la autoestima física y emocional.
Hasta que un día di un golpe sobre la mesa: ¡basta!. Porque la medicación también duele. A veces repara, a veces destruye; a menudo ambas cosas a la vez.
Ahora solo mantengo un pequeño aliado: Duloxetina, un duendecillo químico que equilibra el dolor crónico y me deja respirar entre los picos. Y cuando el cuello ya no aguanta, recurro a un collarín unas horas, o a una esterilla de calor que silencia el grito físico por unos minutos, a cremas que alivian, y a alguna dosis de morfina si no puedo más. Vivir así es un ejercicio de logística: aprender a negociar con el cuerpo cada jornada.
La otra fractura
El dolor físico es solo la mitad del mapa. La otra mitad se libra dentro.
La mente y el corazón también se inflaman. El cansancio se vuelve emocional, la tristeza ocupa espacios que antes eran movimiento. Te cambia el espejo, la energía, la manera de mirarte. Te vuelve invisible en un mundo que no tiene tiempo ni ganas para quien camina más despacio, y más triste.
Hay días en que el cuerpo resiste y el alma se desmorona. Y otros en que el alma sostiene lo que el cuerpo ya no puede. Por eso cuido mi salud mental y emocional con la misma disciplina con que gestiono un cronograma: psicoterapia, escritura, silencio, lágrimas cuando toca, y ternura cuando puedo.
Porque la salud no es una cuestión de fuerza, sino de permisos: el de parar, el de llorar, el de volver a intentarlo.
Sostenibilidad y vida cotidiana
He entendido que no se trata de curar, sino de convivir con el dolor. Cada día tiene su propio acta de reunión: lo que se ha conseguido, lo que sigue pendiente, lo que duele y lo que aún da sentido.
He reducido el tabaco, casi eliminado el alcohol, y trato de que la comida sea aliada, no castigo. Uso geles de árnica, CBD, una máquina TENS, y paciencia como herramienta de trabajo. El sueño sigue siendo unos de mis KPI más débiles. Y mi casa —con calor, con amor, con colchón cansado— mi rincón de recogimiento. Recuerda que también hay que cuidar la infraestructura emocional del hogar, es muy importante sentirte bien en tu nido.
Aun así, sigo. Con dolor constante, con vértigos, con cansancio crónico. Y con algo que no recetan: actitud.
Crear para sobrevivir
De este largo expediente nació Pelusa, la versión más tierna y más lúcida de mí misma.
Ella es la que observa, la que cuenta sin dramatizar, la que escribe cuando yo no puedo. A través de sus Pelusamientos relato —o relatamos— esta bitácora de reconstrucción: una mezcla de medicina, resiliencia, humor, ironía y prosa poética.
Pelusa es mi memoria emocional, mi manera de convertir el dolor en lenguaje y la fragilidad en relato. No busca compasión ni aplausos; busca sentido. A veces se queja, a veces se ríe, pero siempre cuenta su verdad.
Porque lo que no se cuenta, pesa más. Y lo que se nombra, duele menos.
Conclusión abierta
Sigo sin saber qué dictará el tribunal médico ni qué versión de mí aprobará el futuro. Pero sé que sigo dirigiendo este proyecto con la misma seriedad con que he dirigido todos los demás.
He aprendido que el éxito no siempre está en cumplir los plazos, sino en sostener el propósito. Y el mío es claro: seguir viva con conciencia, belleza y algo de humor, incluso cuando el cuerpo protesta.
Este es mi proyecto más complejo, mi tesis más íntima, mi empresa más frágil y más verdadera.
Y Pelusa, esa criatura de tinta y corazón, es la bitácora donde todo se traduce: mi forma de decir, con suavidad pero con fuerza, que sigo aquí. Dirigiendo, sintiendo, reconstruyendo, y creando. Me estaba muriendo de pena sin crear, soy creativa, y lo necesito. Siempre escribo, porque es mi manera de vomitar emociones, es mi forma de sentirme mejor.
Si os apetece, Pelusa os da la bienvenida a sus Pelusamientos:
Este año y medio de convalecencia, hecha bicho bola en casa, aprendiendo del dolor, me ha permitido mucha reflexión. Muy profunda.
Cuando la vida te obliga a frenar, a parar en seco, a ser resiliente, a combatir y enfrentarte a todos tus fantasmas que hacen fila para hablarte, día a día, hay una pregunta master que suena estridente en el silencio y deja muchos ecos: ¿Quién soy y cuál es mi propósito en la vida?
Es una pregunta tremenda, en mi meridiano de camino, en mi momento más vulnerable, blandita, herida, y en el silencio de la soledad más absoluta que suena tan estridente, me produce tal inquietud que me sumerjo de lleno en lecturas, investigaciones, videos, conocimiento de nuevas herramientas, indagaciones, reflexiones y un sin fin de cosas que me permitan darme respuestas. Me cuesta mucho concentrarme, el dolor hace mucho ruido, me encuentro mal, muy mal, pero he de seguir viviendo y he de buscar la forma de hacerlo en equilibrio con mi nueva realidad, y con la mayor dignidad posible.
Para ello, hay una pregunta muy intensa que rige mi investigación: si tú fueras amor ¿qué dirías? ¿Qué harías? ¿Qué decidirías?
Porque haga lo que haga, quiero siempre hacerlo desde el amor, no desde el ego u otros aspectos, sino desde los valores y principios que rigen el amor.
Lo cierto es que flaqueo muchos días, es tremendo vivir en el dolor, pero trato de conversar con mis pensamientos y sumergirme en los que son positivos, porque trato de reconstruirme en mi mejor versión, que solamente incluya belleza y buenos sentimientos, que se disipe la oscuridad de mi experiencia y se transforme en serenidad y aceptación, en paz, y en amor.
Y para poder producir amor, todo comienza por una misma y el amor propio. Por ello, tras esta poda que ha hecho mi salud en mi, me siento injertada y quiero que lo que resulte de mi nueva yo sea un nuevo brote vital, lleno de flores, y que de frutos reforzados y mucho más jugosos, sabrosos y bellos.
Soy consciente de que me queda un largo camino aun, dificilísimo, duro, atroz, pero lo único que puedo hacer dentro de mis limitaciones es pensar y positivizar mis pensamientos, y transformar mis emociones en belleza. No puedo ni quiero dejar que el agotamiento y la oscuridad sean latentes en mi nueva proyección.
Mi manera de expresarme tiene tres fortalezas muy puras y notorias en mi desde siempre: mi creatividad, mi sentido del humor y mi escritura. Son mis armas y mis armaduras en toda esta gran batalla que es la vida.
Dentro de mi dolor he creado un alter ego que es mi voz y me permite expresarme, se llama Pelusa, y es un reflejo de mi misma y de cómo me siento. Pelusa no tiene boca porque está en un momento de observación y de constante reflexión. Pelusa es mi niña interior, pero piensa en adulto, se ríe de la vida y sus durezas, es tierna y se mueve en un entorno bonito y de colores suaves, tiene el pelo alborotado porque todo lo que merece la pena en la vida, despeina, tiene su pronunciado sentido del humor ácido e inteligente, y va acompañada de su mariposa Berta. Berta representa a toda la red segura de apoyo que me acompaña en mi proceso de recuperación y resiliencia, es su metamorfosis y su conciencia.
No sé cuando podré volver a funcionar, ni cómo podré hacerlo. No sé cómo seguir sacando fuerzas para combatir con el dolor, con la atrofia, con la espesura, con las limitaciones, con los efectos secundarios, con la autoestima…
Ojalá pudiera volver a sentirme bien, dejar de sufrir, pero esta es mi realidad y he dejar tratar de transformarla en aprendizaje y en aceptación, e intentar crear cosas bonitas con estas nuevas herramientas que estoy aprendiendo.
Quiero volver a estar serena, estoy muy cansada, agotada, pero no derrotada.
Quiero vivir.
Mi propósito en la vida, desde el amor:
Soy Marta Bonet, una comunicadora inquieta que siempre ha unido pasión y estrategia. Tras años en hoteles y restaurantes, lancé Pepper Mallorca, la burrita embajadora de destino en un agroturismo de Mallorca. Su campaña se convirtió en caso de éxito mundial, catalogada entre las diez campañas de comunicación más influyentes del sector Turismo. Ese hito me llevó a fundar Rebuzzna Comunicación, a impartir conferencias, formaciones, liderar cientos de proyectos, y a crear el primer posgrado en comunicación digital de la UIB (Universidad de las Islas Baleares).
Después de un periodo de salud largo y difícilque me obligó a detenerme, quiero regresar serena y renovada, con la coherencia como mantra: sentir, pensar, comunicar y hacer van de la mano. No estoy recuperada ni activa todavía: el dolor es latente, y vivo en un compendio de tratamientos físicos, mentales, emocionales y médicos. Aún no estoy lista para volver a la batalla, pero sí para la reflexión sobre mi reconstrucción. Soy Ave Fénix.
Necesito un tiempo más y no sé cuánto ni en qué condiciones podré regresar a mi vida. De hecho, no se si podré hcerlo. No sé cómo valdré ni cómo continuaré, no sé cómo hacerlo con dolor crónico y con tods mis secuelas. Pero sé que lucho como una guerrera, cad día, y que buscaré la forma de ser fiel a mis principios, valores y a mi nueva realidad, con dignidad. Y volveré a crear. Porque soy creativa, y eso es un sello que me define.
Mi propósito no está escrito en la vida laboral ni en el DNI, aunque esos papeles muestren las huellas de lo mucho que ya he caminado. Lo que en ellos se repite es una constante: emprender, crear, comunicar, dar forma a ideas y convertirlas en belleza.
He abierto hoteles y agencias, he creado y dirigido cientos de proyectos, fundaciones, eventos y personajes; he imaginado tantas cosas que después hice tangibles… Siempre con pasión, con esa mezcla de creatividad y servicio a los demás. Y ahora, en este momento más lento y frágil, siento que mi propósito ya no es solo hacer, sino también ser: reconstruirme, aprender a sostener el dolor, dar voz a mi resiliencia y compartir lo aprendido.
Dicho de otro modo: mi propósito es transformar experiencias —las mías y las de mi tierra— en historias, proyectos y comunidades que inspiren, ilusionen y emocionen. A veces desde la empresa, a veces desde lo poético, a veces desde lo cotidiano, a veces a través de algún personaje.
La pasión sigue siendo mi ingrediente principal, y la comunicación, el eje de todo. La escritura es mi esencia, la creatividad mi gasolina.
Ahora soy una pelusilla, un pajarillo con las plumas mojadas, aprendo paciencia con óxido en la armadura. No estoy rota, estoy injertada, el dolor hizo poda y ahora todo lo que brota es nuevo y esencial. La herida me hace crecer, y volveré con una nueva mejor versión de mi misma.
Ayer empecé yoga terapéutico guiado por Alberto, mi fisio, y por Leyre, mi maestra en este nuevo camino. Entro con pies de respeto, principalmente por eso, por ellos.
Soy muy escéptica a todo el mundo yogui occidental, la verdad, porque creo que no es cosa de broma, y que el yoga engloba una cultura, una filosofía de vida, ancestral, de tierras lejanas, de culturas sabias, y pienso honestamente que lo hemos acogido sin ningún conocimiento ni historia, sin trayectoria ni entendimiento, sin respeto, y lo hemos banalizado y degradado a un ámbito superficial y mundano, cuando es todo lo contrario.
Desconfío del “yogui de escaparate”:el yoga no es una coreografía con leggins, es un linaje, filosofía, disciplina, siglos, humildad, sabiduría …
Yo lo miro sin prisa, con hambre de aprender y con la humildad de quien no sabe nada.
En general tengo mucho respeto a lo desconocido, a lo que no se, y especialmente cuando es algo que tiene milenios de historia y cultura, y que engloba tanta importancia incluso ancestral, antropológica, lejana…
Dicho esto, mi momento es muy delicado y como sabéis, sufro, y mi presente es frágil y ruidoso. Convivo con el dolor .
Absorbo conocimientos saludables ajenos para mi transición y aceptación de mi nueva realidad con el dolor crónico. Me abro a remedios y costumbres para configurar un nuevo camino saludable. Me he rodeado de especialistas en salud, profesionales, recojo herramientas, y todos, me han recomendado está práctica para cuerpo, mente, emociones.
Necesito trabajar mi flexibilidad tras año y medio de quietud forzada y sedentarismo obligado, necesito aprender a respirar y buscar la paz interior, necesito almacenar nuevos conocimientos sobre mi misma, mi equilibrio, mi escucha interior, aprender la gramática de mi cuerpo: pausa, escucha, medida. Debo convivir con la gestión de mi dolor, mis emociones, mi psicología, mi calma… y el yoga terapéutico puede ayudarme en mi proceso, un gesto bien hecho, un músculo que despierta, un hilo de aire que me cose por dentro…
Obviamente con una maestra formada, desde el conocimiento, la sensibilidad, profesional, capaz, y que tiene muchos años de práctica, credenciales y aprendizaje, trayectoria de humildad, y que vive en esta filosofía en cada poro de si misma y de su vida.
Ayer comencé mi primera práctica, de su mano, y me sentí tan abrumada de mi misma, de mi proceso, de un silencio muy sonoro con un eco que solamente escuchaba yo y que me decía “tu puedes”, que rompí a llorar profundamente. No de derrota, sino de desarme.
Me desnudé por dentro y me quedé sola entre la demás gente, con silencio estridente, y con una voz dentro de mi que susurraba “enfréntate a tus miedos” que dejaba un halo de eco “miedos… miedos… miedos…” y es que mis miedos son muchos, son grandes, poderosos, son imponentes, crueles, pero yo, yo soy más fuerte.