96. «Soy directora y guionista de mi nueva película»

96. «Soy directora y guionista de mi nueva película»

La adversidad es meramente el marco de la historia de mi vida, nunca su contenido intrínseco. Es mi reacción ante la adversidad, la forma en que elijo responder a los desafíos, lo que verdaderamente determinará cómo se desarrollará mi nueva película, si mi vida fuera una película, claro.

Me veo, no solo como la guionista que traza cada giro de la trama, sino, yendo un paso más allá, como la directora que da vida a esas palabras en la pantalla. De hecho, soy ambas: la fuerza creativa detrás de la narrativa y la mente ejecutora que orquesta todo.

Poseo el poder inalienable de reescribir mi historia, de moldear el destino a mi voluntad, y también, si mi historia fuera película, de accionar la claqueta, dando inicio a cada nuevo capítulo. Mi escritura se convierte en mi voz, mi alivio y consuelo más profundo. Es a través de ella que encuentro sentido al tormento, para transformar el dolor en propósito y, finalmente, redactar un nuevo guión para mi existencia. Esta película, mi película, sería obra autobiográfica preparada meticulosamente para el reconocimiento más alto: un Oscar.

Quiero ese Oscar, no por vanidad efímera del ego, ni por adulación superficial que pueda traer. Lo quiero porque lo merezco. Lo merezco por el esfuerzo titánico, por la resiliencia inquebrantable que estoy demostrando día tras día. Cada lágrima derramada, cada obstáculo superado, cada amanecer que he presenciado después de una noche oscura y desoladora, ha sido un acto de fe inquebrantable en mi propia capacidad de superación. Este galardón sería validación de un viaje arduo y sinuoso, prueba tangible e irrefutable de que el espíritu humano puede florecer y alcanzar su máxima expresión incluso en las circunstancias más adversas y desoladoras. Es la culminación de una batalla feroz librada con coraje indomable y determinación inquebrantable, un testimonio viviente de que la voluntad de vivir y crear puede transformar cualquier escenario, por desolador que parezca, en obra maestra inigualable. Será el epitafio de mi sufrimiento y el prólogo de mi triunfo.

❤️ Quiero ganar un Oscar. 

La adversidad, con sus garras afiladas y sus sombras persistentes, nunca ha sido el cuerpo de mi narrativa, sino meramente el lienzo sobre el que pinto mi existencia. No es el contenido intrínseco de mi historia vital, sino el marco, a menudo áspero y desafiante, que realza la intensidad de lo que verdaderamente importa: mi reacción. Es mi respuesta deliberada y consciente a los embates de la vida, la forma en que elijo alzarme sobre cada desafío, lo que dictará el desarrollo, el clímax y el desenlace de mi nueva película. Porque, si la vida fuera una película —y, en mi mente, lo es—, la trama la tejo yo.

Me contemplo en este escenario vital no solo como la guionista que delinea meticulosamente cada giro dramático, cada diálogo cargado de significado, sino, yendo un paso crucial más allá, como la directora que infunde vida a esas palabras escritas, orquestando la luz, el tempo y la emoción en la pantalla. De hecho, soy la convergencia de ambas fuerzas: la mente creativa que concibe la narrativa más profunda y la mente ejecutora que transforma esa visión en realidad palpable.

En mis manos reside el poder inalienable y sagrado de reescribir mi propia historia. Poseo la autoridad para moldear el destino a mi voluntad, no como un mero espectador pasivo, sino como el artífice. Y, si mi historia es una película, soy yo quien blande la claqueta, ese gesto decisivo que resuena, marcando el inicio de cada nuevo capítulo, de cada escena vital.

Mi escritura se ha transformado en mi tabla de salvación, en la voz que no teme al silencio ni a la oscuridad. Es mi alivio más profundo, mi consuelo inquebrantable. Es a través de la pluma que desmantelo el sinsentido del tormento, encontrando la lógica oculta en el caos. Convierto el dolor punzante en propósito trascendente y, con cada palabra, redacto un nuevo guión para mi propia existencia. Esta película, mi película, no es una obra de ficción; es una obra autobiográfica preparada con una dedicación que roza la obsesión, diseñada meticulosamente para aspirar al reconocimiento más alto que el arte pueda conceder: un Oscar.

Quiero ese Oscar, no para alimentar la vanidad efímera de un ego herido, ni por la adulación superficial que inevitablemente acompaña la fama. Lo quiero porque, en la médula de mi ser, sé que lo merezco. Lo merezco por el esfuerzo titánico que ha consumido mi alma y mi tiempo, por la resiliencia inquebrantable que demuestro con cada latido. Cada lágrima que he derramado en la soledad, cada obstáculo que he desmantelado pieza por pieza, cada amanecer que he tenido el valor de presenciar tras una noche oscura, fría y desoladora, ha sido un acto de fe inquebrantable en mi propia capacidad de superación.

Este galardón no sería un premio; sería la validación de un viaje arduo, sinuoso y plagado de sacrificios. Sería la prueba tangible e irrefutable de que el espíritu humano, cuando es impulsado por una voluntad férrea, puede florecer y alcanzar su máxima expresión incluso en las circunstancias más adversas y desesperanzadoras. Es la culminación de una batalla feroz, librada con un coraje indomable y una determinación que no conoce la rendición. Es un testimonio viviente de que la voluntad inquebrantable de vivir y crear puede tomar cualquier escenario, por desolador que parezca, y transformarlo en una obra maestra inigualable.

Será el epitafio de todo mi sufrimiento pasado, cerrando ese capítulo con dignidad, y el prólogo resplandeciente de mi triunfo futuro.

❤️ Quiero ganar un Oscar. Y lo haré.

95. «El miedo es un fantasma que se disuelve al mirarlo de frente»

95. «El miedo es un fantasma que se disuelve al mirarlo de frente»

El miedo llega sin cuerpo, es un fantasma que se alimenta de la oscuridad y de los «y si…» que habitan en la mente. No tiene forma definida, se desliza por las rendijas de la incertidumbre, creciendo con cada pensamiento catastrófico. Me acecha en las noches de insomnio, cuando el silencio amplifica su voz y me susurra dudas al oído, paralizándome cuando intento avanzar. Es un experto tejedor de telarañas invisibles que atrapan la voluntad y la empujan al abismo de la inacción.

Pero he aprendido que su poder reside solo en mi ceguera. Cuando enciendo la luz de la conciencia y lo miro de frente, sin pestañear, el fantasma se disuelve. No es que huya despavorido, sino que se convierte en vapor, en un recuerdo difuso. Pierde su forma opresora, su capacidad de sofocarme. Mirar al miedo no lo anula por completo, pero le quita el control, lo reduce a su mínima expresión: una emoción que me advierte, no que me gobierna. Se transforma en una señal, una voz interna que me indica dónde hay precaución, no una dictadura que me encadena.

Mi coraje no es la ausencia de ese fantasma, sino la decisión consciente de encender la luz y sostener la mirada, plantarle cara, incluso si me tiembla el alma. Es el acto de levantar la barbilla, respirar hondo y dar un paso adelante, sabiendo que el miedo estará ahí, pero que no me definirá. Es entender que la valentía no es la ausencia de terror, sino la capacidad de actuar a pesar de él. Cada vez que decido enfrentar lo que me inquieta, el velo de la ilusión se desgarra, revelando que detrás del monstruo, a menudo, solo hay una sombra. Y esa sombra, iluminada por la conciencia, es mucho menos aterradora de lo que parecía en la penumbra de mi mente.

❤️ Yo transformo mis miedos en claridad cada día

El miedo es un fantasma que se disuelve al mirarlo de frente. No es una entidad con carne y hueso, sino una manifestación etérea que se nutre de la penumbra y de la fértil tierra de la especulación negativa. Crece en la sombra de los incesantes «¿y si…?», preguntas que la mente ansiosa se formula sin buscar respuesta, sino solo para habitar el peor de los escenarios posibles. Es un espectro sin forma definida, maleable, que se cuela por la más mínima fisura de la certidumbre, hinchándose con cada pensamiento catastrófico que le ofrecemos.

Mi encuentro con el miedo suele ocurrir en el vasto silencio de la noche, durante las horas en que el insomnio desmantela las defensas de la razón. En ese vacío, su voz se amplifica, y susurra dudas corrosivas al oído, verdaderas sentencias que buscan paralizarme justo en el umbral de cualquier iniciativa. Es un hábil tejedor de trampas sutiles, urdiendo telarañas invisibles pero de una resistencia formidable, que atrapan la voluntad, inmovilizan el impulso y empujan lentamente al abismo de la inacción y el arrepentimiento. El miedo es, en esencia, la procrastinación del alma.

Sin embargo, a través de la introspección y la experiencia, he llegado a una verdad liberadora: su verdadero poder reside únicamente en mi falta de visión, en mi decisión inconsciente de mantener los ojos cerrados. El acto de encender la luz de la conciencia es el conjuro que lo desarma. Cuando lo enfrento, no con desafío ciego, sino con una mirada sostenida y consciente, el fantasma no huye despavorido, sino que se transforma: se licúa en vapor, se esfuma en un recuerdo difuso. Pierde su densidad opresora, su capacidad de sofocar la respiración y dictar el movimiento.

Mirar al miedo de frente no es un acto de anulación mágica; no lo elimina por completo del mapa emocional. Más bien, es una maniobra de toma de control, que lo reduce a su expresión más simple y funcional: una emoción primigenia que advierte, no que esclaviza. El miedo se metamorfosea en una señal, una baliza interna que me indica un punto de precaución necesario, un área que requiere una estrategia, dejando de ser la dictadura que me encadena a la inmovilidad. Es la diferencia entre un guardián y un carcelero.

Por lo tanto, mi coraje no se define como la ausencia total de ese fantasma escurridizo. La valentía es la decisión lúcida y firme de encender esa luz interior y sostener la mirada, de plantarle cara a esa sombra, aun cuando el alma se sienta temblar. Es el ritual de levantar la barbilla, de inhalar profundamente para llenar los pulmones de resolución, y dar ese primer paso vital, con la plena conciencia de que el miedo seguirá siendo un compañero silencioso, pero jamás será el amo que me defina.

Entender esto es abrazar la madurez emocional: la valentía no es la negación del terror, sino la demostración inquebrantable de la capacidad de actuar a pesar de su presencia. Cada vez que elijo deliberadamente confrontar lo que me inquieta o lo que amenaza mi paz, el grueso velo de la ilusión y el autoengaño se desgarra, revelando que detrás de la figura magnificada del «monstruo», a menudo, solo subsiste una sombra inofensiva. Y esa sombra, cuando es bañada por la implacable luz de la conciencia y la razón, se revela mucho menos formidable y aterradora de lo que parecía en la profunda penumbra de mi mente. Es un proceso diario de alquimia emocional:

❤️ Yo transformo mis miedos en claridad y acción cada día.

94. «Mi fragilidad es el nudo marinero que me ata a lo esencial»

94. «Mi fragilidad es el nudo marinero que me ata a lo esencial»

El dolor me ha despojado, una por una, de muchas de las cuerdas que antaño creí inquebrantables y que me ataban a la vida: la seguridad laboral, que se desvaneció como arena entre los dedos; la invencibilidad física, que se reveló como una ilusión frágil; y las expectativas ajenas, un yugo invisible que me ahogaba. En lugar de esas amarras rotas, de esos cabos deshilachados que ya no sostenían nada, solo me queda ahora una fibra fina, casi imperceptible, pero sorprendentemente fuerte: mi fragilidad.

Lejos de ser un defecto, una debilidad que ocultar, esta fragilidad se ha revelado como mi ancla, mi nudo marinero. Es el que me sujeta firmemente al mástil de lo esencial, impidiendo que la marea de la vida me arrastre sin rumbo. Me ata, con una fuerza sutil pero inquebrantable, al amor incondicional de los míos, a esos lazos familiares y de amistad que son mi verdadero tesoro. Me une a mis valores innegociables, a la brújula interna que guía mis pasos, incluso en la oscuridad. Y, sobre todo, me enlaza a la fe en mi propia capacidad de crear, de reinventarme, de encontrar belleza y propósito incluso en las cicatrices.

Un nudo, en su aparente simplicidad, aporta una seguridad fundamental al atar lo importante, al asegurar aquello que no queremos perder. Es una paradoja que me acompaña y me define: cuanto más me muestro frágil, cuanto más me desnudo ante mis propias vulnerabilidades y las del mundo, más anclada me siento a la verdad de mi existencia. Ya no pierdo el tiempo precioso en lo superfluo, en las distracciones vacías que antes consumían mi energía. El nudo de mi fragilidad me recuerda, con una insistencia tierna y persistente, que la vida es efímera, corta y, por ello, infinitamente preciosa. Me susurra al oído que solo aquello que nutre el alma, que resuena con mi ser más profundo, merece mi esfuerzo, mi dedicación y mi energía vital. Esta fragilidad se ha convertido en mi mapa, en la guía que me conduce hacia una vida más auténtica, plena y significativa.

❤️ Yo me aseguro a la vida con mis nudos

El viaje hacia la comprensión de la verdadera fortaleza ha sido un proceso de despojo consciente, lento en su gestación y, en ocasiones, de una brutalidad emocional ineludible. Sin embargo, al contemplarlo desde la serena cima de la retrospectiva, se revela como un acto de liberación profunda. El dolor, ese maestro implacable cuya pedagogía no admite atajos, ha ejecutado cortes precisos y necesarios. Ha seccionado, una a una, aquellas que en mi miopía emocional consideré las cuerdas maestras de mi identidad, anclas de acero que, más que sostenerme, me aprisionaban a un concepto de vida erigido sobre cimientos de espejismos e ilusiones autoimpuestas.

La primera gran estructura en colapsar fue la de la seguridad laboral. No fue un hachazo limpio y súbito, sino la lenta y dolorosa agonía de un tapiz que, de pronto, dejó de vibrar con mi esencia. El deshilacharse fue un acto de desgaste que dejó un vacío. Este hueco, inicialmente, fue un lienzo que el miedo se apresuró a intentar pintar con las pinceladas más oscuras del pánico. Con el tiempo, no obstante, el espacio se purificó, transformándose en una vasta extensión de terreno baldío, libre y disponible, listo para ser cultivado con nuevos propósitos.

Luego cayó la invencibilidad física, esa arrogancia inherente a la juventud que se persuade de que el cuerpo es una maquinaria eterna, inmune al desgaste del tiempo y a la contingencia. Se desveló como lo que siempre había sido: una ilusión frágil, susceptible de ser pulverizada por el advenimiento de una dolencia crónica o el impacto inesperado de un evento traumático. El cuerpo dejó de ser un sirviente ciego para convertirse en un recordatorio constante de mi finitud.

Finalmente, se hicieron añicos las expectativas ajenas, ese yugo invisible, pero de un peso opresivo, tejido con los imperativos sociales del «deberías» y el «tienes que ser». Se rompieron como cristal ante una caída, liberando el aire que, en mi asfixia, no sabía que me faltaba. Con su caída, se desmoronó la prisión del perfeccionismo y la necesidad de validación externa.

En el espacio dejado por esas amarras rotas, por esos cabos deshilachados que ya no podían sostener una identidad construida sobre arena, ha emergido una fibra fina, casi imperceptible en sus inicios, pero dotada de una resonancia y una fuerza inesperadas: mi fragilidad.

Lejos de la connotación peyorativa que la sociedad patriarcal nos ha enseñado a temer y esconder, lejos de ser la debilidad que nos cubre de vergüenza, esta fragilidad se ha revelado como mi auténtica ancla, mi fuente de verdadera fortaleza. Es, de hecho, la metáfora perfecta de mi nudo marinero. Un nudo de diseño vital: no ejerce una presión sofocante ni ahoga el espíritu. Por el contrario, sujeta con una precisión fundamentalmente técnica aquello que es verdaderamente valioso. Es el que me mantiene firmemente sujeto al mástil inquebrantable de lo esencial, creando una resistencia necesaria para que la marea implacable de la vida, con su cúmulo de exigencias superficiales y distracciones triviales, no consiga arrastrarme sin rumbo hacia orillas que no me pertenecen.

Este nudo me ata, con una fuerza sutil pero irrompible, a los pilares irrefutables de mi existencia, aquellos que resisten la tempestad:

  • El Amor Incondicional y la Comunidad Auténtica: Se enlaza a los lazos familiares y de amistad que, despojados de cualquier capa de superficialidad o conveniencia, constituyen mi verdadero y único tesoro. Son las manos firmes que sostienen sin jamás exigir una contraprestación; son el refugio donde mi autenticidad es bienvenida sin juicios ni reservas.
  • La Brújula Ética y Emocional: Me une de forma indisoluble a mis valores innegociables, aquellos principios éticos y emocionales decantados a través de la experiencia. Se han convertido en la brújula interna infalible que guía mis pasos y decisiones, incluso cuando la oscuridad más densa de la incertidumbre se cierne sobre el camino que debo seguir.
  • La Resiliencia Creadora: Y, quizás lo más vital, me enlaza a la fe inquebrantable en mi propia capacidad de crear, de reinventarme constantemente desde las cenizas de lo que fui. Es la certeza íntima de que la belleza, el significado y el propósito en la vida no son regalos azarosos de la fortuna, sino los frutos palpables de la voluntad de encontrar luz incluso en las cicatrices más profundas, de convertir el escombro emocional de las pérdidas en material noble para la construcción de una nueva realidad.

Un nudo, en su aparente humildad y simplicidad, es una obra maestra de ingeniería que no busca la rigidez, sino la seguridad fundamental. Su propósito es atar aquello que es crucial, asegurar aquello que ni podemos ni deseamos perder bajo ningún concepto. En esta verdad yace la paradoja vital que ahora me acompaña y me define: cuanto más abiertamente me muestro frágil, cuanto más me desnudo ante mis propias vulnerabilidades y las del mundo, sin la armadura pesada de las corazas ni los disfraces de la autosuficiencia, más anclada y firme me siento a la verdad inalterable de mi existencia.

La energía vital que antes se dispersaba en lo superfluo, en las distracciones vacías, en las batallas sin sentido por demostrar un tipo de «fuerza» ilusoria, ahora se ha concentrado. El nudo de mi fragilidad funciona como un filtro existencial, un recordatorio constante y melódico. Me susurra al oído con una insistencia tierna y persistente la verdad inapelable: que la vida es efímera, inherentemente corta y, precisamente por ello, infinitamente preciosa. Me recalca con sabiduría que solo aquello que nutre el alma en su esencia más pura, que resuena con mi ser más profundo, merece la inversión de mi esfuerzo, mi dedicación y mi energía más valiosa.

Esta fragilidad, que antes fue un estigma, se ha metamorfoseado en mi mapa, en la guía más confiable que me conduce, no a la victoria mundana, sino a una vida más auténtica, plena y profundamente significativa. Me ha liberado, por fin, del peso insoportable de tener que ser «fuerte» según los dictados superficiales del mundo exterior.

La verdadera fuerza no reside en la ausencia de grietas, sino en la honestidad radical de reconocerse vulnerable y, aun así, seguir navegando.

❤️ Yo me aseguro a la vida con mis nudos, y mi nudo más fuerte, el que me sujeta al mástil de mi verdad, es mi propia fragilidad. Es mi ancla en el mar de la existencia.

93. «Soy coleccionista de instantes ligeros en la pesadez de los días»

93. «Soy coleccionista de instantes ligeros en la pesadez de los días»

El peso del dolor constante es capa densa que recubre mañanas y alarga a tinieblas tardes, proyectando sombra persistente en cada hora. En esta pesadez abrumadora, grandes gestas y viajes lejanos se desvanecen en lo inalcanzable, meros susurros de vida ya distante. Mi verdadero tesoro más preciado es coleccionar instantes ligeros, destellos que el dolor me permite vislumbrar, ahora en quietud profunda de introspección. Burbujas efímeras, pero vitales, que rompen monotonía del sufrimiento.

Pienso en aroma reconfortante del café, simple matiz que tiene tanto poder en mi, casi imperceptible. Sonidos de lluvia al golpear el cristal, melodía calmante, recuerdan que el mundo exterior sigue su curso, ajeno a mi tormento. Tacto suave de mi almohada contra la mejilla y olor a suavizante que impregna la cama recién hecha, pequeños santuarios sensoriales que me ofrecen respiro. La satisfacción de conseguir hacer un bizcocho, o el eco de una canción bonita que acaricia el alma, pequeñas victorias, actos de resistencia silenciosa.

Y cuando el daño y agotamiento conceden tregua, por efímera que sea, amplío mi colección, me atrevo a explorar más allá de confines de mi refugio. Un paseo bonito, donde la luz del sol se filtra entre hojas de árboles, un helado suntuoso, o la majestuosidad de una puesta de sol que tiñe el cielo de colores imposibles, se suman a mis tesoros. 

Es entonces cuando mi colección crece, y aunque sé que sigo búsqueda incansable de «monedas de edición limitada»— momentos excepcionales y profundamente significativos a veces esquivos—cada hallazgo es oro. Estos son mis coleccionables, monedas valiosas en cofre de convalecencia, en esencia, burbujas que me recuerdan, con claridad conmovedora, que la alegría no ha sido cancelada, solo condensada en formas más sutiles y accesibles.

Me aferro a estos momentos con tenacidad feroz, los guardo con celo y atesoro en la memoria. Porque sé, con certeza que solo la experiencia puede dar, que son ellos los que tejen esperanza, delicada pero fuerte. Son los hilos invisibles que me recuerdan que la vida, en su expresión más humilde y sencilla, a pesar de todo, sigue siendo profundamente bella. 

❤️ Yo atesoro detalles

El peso del dolor constante es una capa densa y opresiva que recubre las mañanas y se extiende, alargándose hasta las tinieblas de las tardes, proyectando una sombra persistente y monótona sobre cada hora que transcurre. Es una carga invisible, pero palpable, que convierte la existencia en un perpetuo arrastre. En esta pesadez abrumadora, las grandes gestas, las hazañas que una vez poblaron mis sueños, y los viajes lejanos que esperaban en el horizonte, se desvanecen en lo inalcanzable. Se han convertido en meros susurros de una vida ya distante, fantasmas de un vigor perdido.

Mi verdadero tesoro, el más preciado en este nuevo mapa de la realidad, se ha transformado en el arte meticuloso de coleccionar instantes ligeros. Son destellos, respiros fugaces que el dolor, en su intermitente tiranía, me permite vislumbrar, capturados ahora en la quietud profunda de la introspección forzada. No son más que burbujas efímeras, casi insignificantes para el ojo ajeno, pero vitales para mí; son la savia que rompe la monotonía aplastante del sufrimiento.

El proceso de recolección comienza con los sentidos, mis centinelas más fieles. Pienso en el aroma reconfortante y denso del café, esa fragancia tostada y amarga que, aunque es un simple matiz, ejerce un poder casi terapéutico en mí. Es un ancla, un ritual casi imperceptible, que marca el inicio de algo. Escucho los sonidos rítmicos de la lluvia al golpear el cristal, esa melodía calmante y acuática que me recuerda, de forma extrañamente reconfortante, que el mundo exterior sigue su curso, indiferente y ajeno a mi tormento interno, y que yo sigo siendo parte de él. Busco el tacto suave de mi almohada contra la mejilla, un refugio textil, y el olor a suavizante que impregna la cama recién hecha, pequeños santuarios sensoriales que, por unos minutos, me ofrecen un respiro total.

La colección también se nutre de pequeñas victorias, actos de resistencia silenciosa que reafirman mi capacidad de crear y de ser. La satisfacción inesperada de conseguir que un bizcocho suba y quede perfecto, ese triunfo dulce y tangible; o el eco de una canción bonita que, de pronto, acaricia el alma con su melodía. Cada uno de estos son coleccionables de gran valor emocional, pruebas de que la voluntad aún persiste.

Y cuando el daño y el agotamiento conceden una tregua, por efímera que sea, amplío mi colección, atreviéndome a explorar más allá de los confines de mi refugio habitual. Un paseo bonito, donde la luz del sol se filtra con precisión geométrica entre las hojas de los árboles, creando mosaicos dorados en el suelo; el placer decadente de un helado suntuoso, degustado con atención plena; o la majestuosidad de una puesta de sol que tiñe el cielo de colores imposibles, desde el naranja furioso al violeta melancólico. Todos se suman, con mérito propio, a mis tesoros acumulados.

Es en estos momentos de tregua donde mi colección crece exponencialmente. Y aunque sé que sigo en la búsqueda incansable de «monedas de edición limitada»—esos momentos excepcionales y profundamente significativos, a veces esquivos y difíciles de atrapar—cada hallazgo, por pequeño que sea, es oro puro. Estos son mis coleccionables, pequeñas monedas valiosas acuñadas en el cofre de la convalecencia. En esencia, son burbujas de conciencia que me recuerdan, con una claridad conmovedora y a veces dolorosa, que la alegría no ha sido cancelada o eliminada de mi vida, solo ha sido condensada en formas más sutiles, más discretas y, paradójicamente, más accesibles.

Me aferro a estos momentos con una tenacidad casi feroz. Los guardo con celo y los atesoro en la memoria, como un avaro a sus gemas. Porque sé, con la certeza profunda que solo la experiencia prolongada puede infundir, que son ellos los que tejen la esperanza, un hilo delicado pero sorprendentemente fuerte. Son los hilos invisibles que, pese al telón de fondo del sufrimiento, me recuerdan que la vida, en su expresión más humilde y sencilla, a pesar de todo y contra todo pronóstico, sigue siendo profundamente bella.

❤️ Yo atesoro detalles. El mundo se ha vuelto microscópico, y en esa pequeñez he encontrado el universo.

92.  «La creatividad es la alquimia que convierte el plomo de la dolencia en arte»

92.  «La creatividad es la alquimia que convierte el plomo de la dolencia en arte»

El dolor, en su manifestación más densa y persistente, se percibe con la abrumadora pesadez del plomo de los buzos, peso implacable que me inmoviliza intentando arrastrarme sin piedad a las profundidades, a la oscuridad abisal de la desesperación. Oscurece mi visión, difuminando contornos de esperanza y claridad. Sin embargo, mi espíritu, eternamente inquieto y profundamente creador, se niega categóricamente a sucumbir al plomo, a su peso opresivo y a su promesa de olvido.

Mi creatividad es mi esencia, mi forma de transformar todo. Es el horno donde se cocina mi resistencia. Poseo la capacidad innata de tomar el ingrediente más crudo, el más difícil y doloroso de mi experiencia vital, y transformarlo en receta de valor incalculable. Este proceso se materializa en palabras que dan voz a lo inefable, en metáforas que iluminan la oscuridad, en historias que tejen nuevo significado, y en mis queridas «Pelusas», pequeñas chispas de luz que nacen de la adversidad. Supongo que ese es mi talento.

Al igual que el ancestral arte japonés del kintsugi utiliza el oro precioso para realzar, en lugar de ocultar, las fracturas y cicatrices de un objeto, yo empleo la belleza intrínseca de la pluma y la ilimitada capacidad de la creatividad para convertir cada herida, cada fisura del alma, en obra de arte. Es en el proceso inmersivo de la creación donde encuentro mi verdadera liberación, donde el plomo del sufrimiento se transmuta, por magia, en la expresión sublime de mi arte. Es en este espacio sagrado donde ideas bonitas y luminosas brotan con inusitada fuerza en mi mente, un santuario que, al menos ella, no siente el mismo dolor punzante que cuerpo y emociones.

Aunque mi mente también debe lidiar con la constante amenaza del plomo que trata de arrastrarme al fondo, y entre cada respiro agónico del daño, permanece fiel a sí misma y a su esencia creativa. La creatividad no es solo escape, sino afirmación rotunda de la vida frente a la adversidad, para mi es necesidad, vital, es mi magia y talento más profundo, esté como esté, y sin la creatividad me invade la tristeza: la necesito como respirar. 

❤️ Yo me libero creando mi propia belleza.

El dolor, en su manifestación más densa, cruda y persistente, se siente y se percibe con la abrumadora pesadez del plomo de los buzos de aguas profundas, un peso implacable que me inmoviliza por completo, intentando arrastrarme sin piedad a las profundidades más abisales, a la oscuridad más absoluta de la desesperación. Es una bruma tóxica, espesa y fría, que oscurece mi visión, difuminando por completo los contornos de la esperanza y la claridad mental, y que amenaza con sofocar cualquier mínimo atisbo de luz interior que aún resida en mí. Este sufrimiento se adhiere al cuerpo y al alma con una tenacidad férrea, buscando convertir la existencia misma en un monolito inamovible de sufrimiento estéril. Sin embargo, en el núcleo de mi ser, mi espíritu, eternamente inquieto y profundamente creador, se niega categóricamente a sucumbir a la inercia del plomo, a su peso opresivo y a su promesa de olvido. Hay una resistencia intrínseca, visceral, un motor inagotable que se rebela contra la inmovilidad y la inercia del malestar.

Mi creatividad no es meramente una habilidad; es mi esencia, mi forma más profunda, vital y auténtica de transformar la realidad y todo lo que me toca. Es el crisol, ese horno sagrado de la antigua alquimia, donde mi resistencia se forja, se templa y se cocina a fuego lento. Poseo la capacidad innata, no asumida como una elección consciente sino como una necesidad biológica e imperiosa, de tomar el ingrediente más crudo y difícil, el más lacerante y doloroso de mi experiencia vital, y transformarlo, mediante un acto de voluntad y arte, en una receta de valor incalculable para mí y, quizás, para otros. Este proceso no es solo un escape momentáneo del sufrimiento, sino una transmutación alquímica fundamental que se materializa de múltiples formas: en palabras precisas y quirúrgicas que consiguen dar voz a lo inefable; en metáforas luminosas que se convierten en faros en la oscuridad más densa; en historias tejidas con hilos de resiliencia que otorgan un nuevo y profundo significado al sinsentido del sufrimiento; y, sobre todo, en mis queridas «Pelusas», esas pequeñas chispas de luz, fragmentos de belleza pura que nacen directamente de la adversidad más cruda y dolorosa. Supongo que esa, esta mágica capacidad de forjar luz desde la sombra y la ceniza, es mi verdadero talento, mi don más preciado y mi arma más poderosa contra la desesperación.

Al igual que el ancestral y conmovedor arte japonés del kintsugi, que utiliza la laca de oro precioso y brillante para realzar, en lugar de ocultar, las fracturas y cicatrices de un objeto roto, yo empleo la belleza intrínseca de la pluma y la ilimitada capacidad de la creatividad para convertir cada herida, cada fisura del alma y cada punzada del cuerpo, en una auténtica y valiosa obra de arte. La creación nunca disfraza la rotura o el dolor; por el contrario, la celebra, la honra como testimonio de batalla y la convierte en un mapa detallado de mi propia supervivencia y resiliencia. Es en el proceso inmersivo y total de la creación —cuando la mente se evade y se enfoca— donde encuentro mi verdadera y única liberación, mi refugio inexpugnable. Es ahí, en ese estado de flujo, donde el plomo del sufrimiento se transmuta, por una magia que roza lo divino, en la expresión sublime de mi arte. Este proceso se convierte en mi espacio sagrado, un santuario interior donde ideas bonitas y luminosas brotan con inusitada fuerza en mi mente, un lugar que, al menos él, no siente el mismo dolor punzante e invalidante que azota sin piedad mi cuerpo físico y mis emociones. La mente creadora se erige así en el alquimista sabio y el cuerpo dolorido, con toda su experiencia, en la materia prima esencial para la transformación.

Aunque mi mente, ese motor constante de ideas, también debe lidiar diariamente con la constante amenaza del plomo que trata de arrastrarla al fondo de la desesperación, luchando en las fronteras de la claridad, y entre cada respiro agónico del daño físico y emocional, permanece fiel a sí misma y a su esencia creativa. La creatividad, para mí, no es solo un mecanismo de escape pasajero o un pasatiempo; es una afirmación rotunda, visceral y profunda de la vida misma frente a la abrumadora adversidad, es una necesidad vital, ineludible e imperiosa. Es mi magia más profunda, mi talento más intrínseco, que permanece inalterable sin importar mi estado físico o emocional del momento. Sin la creatividad, la tristeza no es solo una emoción pasajera o un estado de ánimo; se convierte en una invasión total que lo paraliza todo, desde el pensamiento hasta la acción: la necesito como el aire para respirar, como el corazón para latir. Es la garantía intrínseca, el faro que me asegura que, a pesar de todo el peso del plomo, sigo estando intrínsecamente viva y siendo capaz de crear belleza.

❤️ Yo me libero creando mi propia belleza, pieza a pieza, Pelusa a Pelusa, y así construyo mi supervivencia día a día.

91.  «El oximorón del maravilloso sufrimiento»

91.  «El oximorón del maravilloso sufrimiento»

La resiliencia, pilar fundamental de la experiencia humana, a menudo se manifiesta como fascinante oxímoron: unión paradójica de elementos opuestos. Es la encarnación del realismo de la esperanza, una visión clara de adversidad que no renuncia a la posibilidad de un futuro mejor. Cuando el alma se enfrenta a un trauma devastador, se adapta de una manera sorprendente y profundamente sanadora: se divide. Una parte de nuestro ser se queda anclada a la herida, al dolor, a cicatriz de lo vivido, reconociendo su existencia e impacto. Sin embargo, otra parte, con fuerza indomable, se moviliza para desarrollar resiliencia, construyendo puentes hacia recuperación y crecimiento.

Mi propia coherencia se forja en esta síntesis adaptativa, la capacidad de navegar por las contradicciones de la vida sin perder mi esencia. Es esa alquimia interna que me permite aceptar lo que duele, mirar de frente la pena y la dificultad, y al mismo tiempo, seguir creando, tejiendo nuevas narrativas y posibilidades a partir de la experiencia.

Los oxímorones me fascinan; son figuras retóricas que, a pesar de la aparente incongruencia de sus palabras, revelan verdades profundas y universales. Hay tantos ejemplos buenos en el lenguaje cotidiano que enriquecen nuestra comprensión del mundo. Su aplicación al ámbito de enfermedad y resiliencia resulta particularmente reveladora. Nos ofrecen una lente a través de la cual podemos apreciar la complejidad de la experiencia humana, donde fragilidad y fortaleza coexisten, donde el dolor puede ser un catalizador para el crecimiento y donde la oscuridad más profunda puede albergar la semilla de la luz. Por ejemplo, podríamos hablar de que siento «alegre tristeza» o de un «maravilloso sufrimiento», y contar que tengo “ánimo cansado, pero entusiasmado” para describir un momento de revelación interna. Y es que, mi dolor no crece ni perece. Estos contrastes lingüísticos no solo embellecen el lenguaje, sino que también nos invitan a reflexión más profunda sobre la intrincada naturaleza de nuestra existencia y nuestra capacidad innata para encontrar significado y esperanza incluso en las circunstancias más desafiantes.

❤️ Yo soy en mi misma tremendo oximorón

El Oxímoron del Maravilloso Sufrimiento: La Alquimia de la Resiliencia y la Coherencia Interna

La resiliencia, ese pilar fundamental y casi místico de la experiencia humana, no es una mera capacidad de volver a un estado anterior, sino un fascinante oxímoron vital: la unión paradójica de elementos opuestos que, al conjugarse en el crisol de la adversidad, desvelan una verdad existencial más profunda y compleja que la simple suma de sus partes. No es la negación del dolor, sino la encarnación palpable del realismo de la esperanza: una visión del mundo que, si bien mantiene los ojos completamente abiertos ante la crudeza de la adversidad, el dolor punzante y la injusticia de lo vivido, se niega categóricamente a capitular o a renunciar a la posibilidad intrínseca de un futuro mejor, más luminoso y lleno de significado renovado.

Cuando el alma humana se enfrenta a un trauma devastador, a una herida que parece destinada a romperla en fragmentos irrecuperables, activa un mecanismo de adaptación psicológica tan sorprendente como profundamente sanador, descrito a menudo como la división psíquica adaptativa. Una parte fundamental de nuestro ser, con una lealtad inquebrantable a la verdad ineludible de la experiencia, se queda irrevocablemente anclada a la memoria de la herida, al dolor persistente, a la cicatriz de lo vivido y a la sombra del miedo, reconociendo su existencia, su impacto irreversible y su peso histórico innegable en nuestra biografía. Sin embargo, en un acto supremo de supervivencia, de fuerza indomable y de pura voluntad de ser, otra parte se moviliza de manera activa e incansable para desarrollar la resiliencia. Esta faceta construye meticulosamente puentes sólidos y luminosos hacia la recuperación, el autoconocimiento profundo, la integración de la experiencia y, en última instancia, el crecimiento postraumático transformador.

Esta coexistencia dinámica y profundamente interconectada de la herida reconocida (la aceptación radical del pasado) y el impulso inextinguible (la proyección activa al futuro) no es una incoherencia interna, sino la base esencial de la estabilidad psicológica y la madurez emocional. Mi propia coherencia interna no surge de la ausencia de contradicción, sino que se forja y se consolida precisamente en esta síntesis adaptativa, en esta destreza casi alquímica de navegar por las contradicciones flagrantes y las complejidades de la vida sin que mi esencia se fragmente, se paralice o se pierda en el proceso. Es esa alquimia interna la que me faculta para aceptar lo que duele y la pérdida con una entereza serena, mirar de frente la pena, la dificultad y la incertidumbre con valentía, y, simultáneamente, seguir creando, tejiendo nuevas narrativas, significados trascendentes y posibilidades vitales a partir del humus fértil y a menudo doloroso de la experiencia más difícil.

El Poder Revelador del Oxímoron en la Navegación de la Vida Interior

Los oxímorones trascienden el mero juego de palabras; me fascinan profundamente porque son poderosas figuras retóricas que, a pesar de la aparente incongruencia, incompatibilidad y tensión de sus términos, funcionan como linternas que revelan verdades profundas, universales e ineludibles sobre la naturaleza dual y multifacética de la existencia. Hay una riqueza inagotable de ejemplos en el lenguaje cotidiano, la poesía y la literatura que no solo embellecen la comunicación, sino que también enriquecen, amplían y matizan nuestra comprensión del mundo emocional y espiritual. Son la evidencia lingüística de que la vida opera en niveles de complejidad que la lógica binaria no puede abarcar.

Su aplicación al ámbito de la enfermedad crónica, el trauma psicológico y la resiliencia resulta ser particularmente reveladora y profundamente terapéutica. Nos ofrecen una lente a través de la cual podemos apreciar y honrar la complejidad intrincada de la experiencia humana, un terreno existencial donde la fragilidad más extrema y la fortaleza más sólida coexisten en el mismo instante sin anularse mutuamente; donde el dolor más agudo puede funcionar como un catalizador inesperado, un motor turbocargado para el crecimiento, la empatía y la transformación personal; y donde la oscuridad más profunda del abatimiento, paradójicamente, puede albergar la semilla diminuta pero potentísima de la luz, el entendimiento o una nueva dirección vital.

Por ejemplo, al describir un momento de revelación interna profunda, de serenidad radical o de una paz que coexiste activamente con el recuerdo fresco de la pena y la lucha, podríamos describir nuestra realidad emocional hablando de que sentimos una «alegre tristeza» (un gozo tranquilo por la vida a pesar de la pérdida), un «maravilloso sufrimiento» (la apreciación del crecimiento que resultó del dolor), o incluso que mantenemos un “ánimo cansado, pero entusiasmado” (la fatiga del esfuerzo sostenido junto a la chispa de la motivación y el propósito). Estos contrastes lingüísticos no son una evasión ingenua de la realidad o una hipocresía emocional, sino una descripción precisa y honesta de una realidad emocional compleja y en constante flujo: mi dolor no es una entidad estática y monolítica que crece o perece al azar; es un componente vivo de mi ser que se ha integrado y que ahora convive con la alegría y el propósito.

Estos contrastes lingüísticos no solo cumplen la función estética de embellecer el lenguaje y la expresión autobiográfica, sino que nos invitan a una reflexión mucho más profunda, honesta y no simplificada sobre la intrincada naturaleza de nuestra existencia interior. Nos recuerdan, de manera categórica, nuestra capacidad innata e irrenunciable, esa chispa inalienable que todos poseemos, para encontrar significado, anclaje, esperanza y belleza incluso en las circunstancias más desafiantes, desalentadoras o francamente oscuras. Es en la aceptación de la paradoja donde reside la libertad y el poder.

❤️ Yo soy en mi misma un tremendo oxímoron en acción: la contradicción que me define, me equilibra y me sostiene en pie. Soy la herida que, en lugar de cerrarse en falso, se abre al mundo para sanar a otros; soy la tristeza profunda que encuentra una voz en el canto y la creación; soy la quietud inmutable del espíritu en medio del movimiento incesante y caótico de la vida diaria. Y es precisamente en esa paradoja activa, en esa tensión constante entre opuestos, donde reside mi verdad más auténtica, mi motor inquebrantable y la fuente de mi fuerza resiliente.

90. “Cuida tu jardín y las mariposas vendrán solas”

90. “Cuida tu jardín y las mariposas vendrán solas”

El bienestar es un jardín que para ser fértil demanda dedicación y esmero. Requiere paciencia para observar ciclos, constancia en cuidado diario y atención amorosa en detalles. Se trata de regar con ternura la autoestima, flor delicada que a menudo se marchita por descuido. De arrancar con determinación malas hierbas tóxicas, que ahogan crecimiento, quitan luz. Y, crucialmente, plantar semillas de autenticidad, permitiendo que la verdadera esencia eche raíces profundas y se manifieste sin disfraz. Entonces, todo florece y las mariposas, metáfora de amistad pura, amor que eleva y oportunidades que acarician el alma, se posan suavemente sobre una, sin perseguirlas.

La metáfora es aún más profunda en salud, física y emocional. Sanar es, en su esencia más pura, jardinería íntima constante. Es aprender a escuchar ritmos internos de cuerpo y mente: dormir cuando el cansancio impone, alimentar cuerpo con conciencia, moverlo a su compás y pedir ayuda cuando la tierra, nuestro ser, se agrieta bajo peso circunstancial. Pero también implica cultivar paz profunda en lo invisible: respirar, hablarse bonito a uno mismo y podar pensamientos tóxicos que secan espíritu y obstaculizan florecimiento. Sanar es trabajar incansablemente la raíz, donde reside la verdadera fuerza, y no solo preocuparse por apariencia de hojas o frutos superficiales.

Reconozco desasosiego, mi sensación de enfado con el espejo y no querer abrazar su reflejo, experiencia humana de profunda desconexión. Sin embargo, también sé, por vivencia y observación, que cada pequeño gesto de cuidado es semilla que prepara la estación siguiente y cada acto, brote de esperanza. No habrá flores todo el año, porque la vida tiene temporadas y sequías. Y, sin embargo, incluso entonces, el jardín late y la vida persiste bajo superficie, preparndo una nueva explosión de color.

Al final, este acto de cuidar el propio suelo, de atender nuestra esencia, es resiliencia. Es regar con fe y esperanza. Es confiar ciegamente en que, bajo la superficie, en la oscura tierra, algo germina preparándose para emerger. Y entonces, con esa fe inquebrantable, sin necesidad de perseguirlas con ahínco, un día precioso, llegan mariposas…

La profunda verdad encapsulada en la sentencia inicial —“Cuida tu jardín y las mariposas vendrán solas”— trasciende la simple metáfora y se asienta como un principio rector en la filosofía del bienestar y la realización personal. El ser humano, en su complejidad y potencial, no es un mero espectador de su destino, sino el jardinero, el arquitecto y el curador de su propio paisaje interior.I. El Jardín de la Existencia: Una Obra de Dedicación Consciente

El bienestar no es un fenómeno aleatorio, sino el resultado directo de un cultivo íntimo, sistemático e inquebrantable. Este espacio interior, nuestro jardín de la existencia, es un ecosistema dinámico que requiere una profunda comprensión de sus ciclos. Implica la paciencia serena para reconocer las «estaciones»: los períodos de crecimiento exuberante (primavera y verano del espíritu) y las fases de latencia, introspección y necesaria poda (otoño e invierno del alma). La floración no puede ser forzada; debe ser asistida con una constancia esmerada y, lo más importante, con una ternura amorosa dirigida a la totalidad de nuestro ser, sin juicios ni excepciones.

Los Pilares de la Jardinería Interior:

  1. Regar con Ternura la Autoestima: La autoestima es la flor princeps de este jardín, una especie delicada que exige riego diario y constante sol. Es vulnerable a la negligencia, pero se marchita catastróficamente ante la crítica interna corrosiva y la duda. Su cuidado requiere la afirmación constante de la propia valía intrínseca, el reconocimiento de los logros (por pequeños que sean) y la creación de un escudo protector contra las heladas paralizantes del autosabotaje y la desvalorización.
  2. Arrancar con Determinación las Malas Hierbas Tóxicas: La tarea ineludible de desintoxicación implica identificar y extirpar sin remordimientos aquellas energías que drenan la vitalidad. Estas «malas hierbas» son multifacéticas: pueden ser relaciones interpersonales tóxicas que consumen sin nutrir, patrones de pensamiento limitantes (creencias autoimpuestas sobre la incapacidad o la falta de merecimiento) o miedos enquistados que actúan como parásitos, robando la energía vital y obstruyendo la luz esencial para la «fotosíntesis del alma». Este proceso exige valentía radical y la capacidad de establecer límites infranqueables como cercas protectoras del jardín.
  3. Sembrar Semillas de Autenticidad Pura: La verdadera fertilidad proviene de la alineación con la esencia. Plantar semillas de autenticidad significa despojarse de las máscaras, las expectativas externas y los roles impuestos. Es permitir que el quién soy realmente —con mis virtudes, mis sombras, mis talentos únicos y mis peculiaridades— eche raíces profundas y estables. Solo cuando la esencia se manifiesta sin disfraz, el jardín se ordena internamente y se alinea con el propósito vital.

El milagro de la atracción se desata en este estado de cuidado integral. Es entonces, y solo entonces, que todo florece en su tiempo perfecto. Las mariposas —la metáfora universal que abarca la amistad genuina y desinteresada, el amor que eleva el espíritu, la sincronicidad de las oportunidades y la abundancia en todas sus formas— se posan suavemente. No son el resultado de una persecución ansiosa o una cacería desesperada, sino la consecuencia natural de la belleza intrínseca y la vitalidad del jardín cultivado.II. La Sanación como Jardinería Íntima Constante y Holística

Esta metáfora adquiere su resonancia más profunda y vital en el ámbito de la salud y la sanación. Sanar es, en su sentido más puro, un acto de jardinería íntima constante, un compromiso continuo con la homeostasis del ser.

La sanación exige un profundo aprendizaje de escucha y honra de los ritmos internos. Es una rendición humilde a la biología:

  • Honrar el descanso: Dormir cuando el cuerpo impone su ley, en lugar de someterse a la tiranía de la vigilia forzada.
  • Nutrir con conciencia: Elegir alimentos que son verdadero combustible celular, no solo distracciones emocionales.
  • Moverse con compás: Ejercitar el cuerpo a su ritmo natural, liberándolo de la tiranía del rendimiento deportivo o la obligación.
  • Pedir Ayuda: Tener la humildad y la fortaleza de solicitar apoyo profesional (terapéutico, médico o espiritual) cuando la tierra del ser se agrieta bajo el peso abrumador del trauma, el desasosiego o las circunstancias inmanejables.

Pero la sanación también es la cultivación invisible de la paz profunda. Esto se logra a través de prácticas esenciales que modelan el mundo interno:

  • La Respiración Consciente: El ancla que oxigena el alma y regula el sistema nervioso.
  • El Diálogo Interno Amable: El arte de «hablarse bonito a uno mismo», sustituyendo el látigo de la autocrítica por el bálsamo de la compasión, elevando la moral y la resiliencia.
  • La Poda de Pensamientos Tóxicos: Reconocer que los pensamientos obsesivos, catastróficos o victimistas actúan como parásitos mentales que secan el espíritu, obstaculizan el florecimiento y minan la alegría. La sanación auténtica no es un arreglo superficial (una preocupación cosmética por la apariencia externa), sino un compromiso con trabajar incansablemente la raíz; es allí, en la profundidad de la conexión consigo mismo y con la verdad, donde reside la verdadera fuerza y vitalidad.

El Ciclo Vital: Resiliencia, Fe y la Promesa del Regreso

Es innegable la existencia del desasosiego, la desconexión, el enfado con el propio reflejo. Es una experiencia humana de profundo invierno. Sin embargo, la naturaleza es la maestra de la resiliencia. Cada pequeño acto de cuidado, cada gesto de amor propio y atención consciente, no es un esfuerzo vano, sino una semilla que prepara la estación siguiente. Cada esfuerzo consciente es un brote de esperanza inevitable.

La sabiduría del jardín nos obliga a aceptar la realidad cíclica: no habrá flores todo el año. La vida está marcada por temporadas de plenitud y expansión, pero también por inviernos, por sequías emocionales y por podas dolorosas (pérdidas, rupturas, finales) que son absolutamente necesarias para un crecimiento futuro más robusto. Pero incluso cuando el paisaje parece estéril y desolado, el jardín late bajo la superficie. La vida persiste, activa y tenaz, preparando silenciosamente una nueva explosión de color y vitalidad que, con la certeza de la primavera, regresará.

Al final, este acto de cuidar el propio suelo —de atender nuestra esencia más profunda— se convierte en el sinónimo más puro de resiliencia radical. Es el acto de regar el alma con una fe y esperanza inquebrantables. Es la confianza radical en que, bajo la oscura y aparentemente inerte superficie de la tierra, algo vital y poderoso está germinando, preparándose para emerger con renovada fuerza, más profundo y más bello que antes.

Y con esa fe inquebrantable, sin la necesidad de perseguirlas con ahínco o desesperación, un día precioso, justo cuando menos se espera y más se necesita, llegan las mariposas… y se quedan, en el jardín que ha sido cultivado por el amor propio.

89. «Me arreglo cada día; reflejo de mi victoria interna.»

89. «Me arreglo cada día; reflejo de mi victoria interna.»

La imagen que proyectamos puede ser, en ocasiones, fachada pesada o máscara cuidadosamente construida para ocultar dolor y vulnerabilidades internas. Sin embargo, en mi caso, mi estética es el resultado de elección consciente y profundamente personal. Es reflejo palpable de una victoria interna, una manifestación externa de la fuerza y la resiliencia que cultivo día a día.

Cada mañana, me maquillo, no con intención de engañar al mundo o de proyectar falsedad, sino con el propósito fundamental de reforzar mi propio ánimo. Este ritual diario, que se podría considerar superficial, es para mí un acto de profundo autocuidado y declaración de intenciones. Me visto con atención, tiño mis canas y pinto mis uñas porque cada uno de estos gestos alimenta mi amor propio, pilar esencial en mi bienestar.

Verme bien se convierte en prueba irrefutable de que no me rindo, de que, a pesar de las adversidades, honro cada intento por mantenerme en pie. Es también una manera que entiendo de mostrar respeto hacia los demás; al presentar mi mejor versión, no solo me honro a mí misma, sino que también transmito energía positiva al prójimo.

Cualquier gesto de autocuidado, por pequeño que parezca, me ayuda a sentirme mejor. A pesar de mi cuerpo maltrecho, de los estragos físicos que sufro, me esfuerzo por potenciar lo más bonito, lo que aún irradia luz. Siempre procuro exponer mi mejor versión, no solo por mi propia dignidad, sino también por aquellos que me rodean y que, de una forma u otra, son testigos de mi camino.

Es posible que, al verme arreglada, algunos puedan pensar que estoy bien, que mi bienestar es completo e ininterrumpido. Nada más lejos de la realidad; no lo estoy en absoluto. Sin embargo, considero mucho peor la alternativa: verme desaliñada, caer en desidia, proyectar una imagen triste y, lo más devastador, desanimarme frente al espejo cada mañana. Mantener mi apariencia es, paradójicamente, una forma de terapia emocional, sujeción a la esperanza e impulso a seguir adelante, recordándome que la belleza, incluso en medio del dolor, puede ser poderosa herramienta de autoafirmación.

❤️ Yo me levanto y me pongo guapa como primer acto de amor propio.Los Pelusamientos de Pelusa: El Espejo de la Resiliencia Profunda

El proceso de sanación y la gestión de la adversidad a menudo se conciben como batallas internas y privadas. Sin embargo, para muchas personas, la manifestación externa de ese proceso es igualmente crucial. Este es el relato de cómo la estética personal y el ritual diario del autocuidado se transforman en la más poderosa declaración de resistencia y dignidad.

La sociedad a veces nos exige una imagen, una fachada pesada de invulnerabilidad o una máscara social construida meticulosamente para enterrar el dolor, los miedos y las profundas vulnerabilidades internas. Es común observar cómo muchos eligen vestir la armadura de la perfección como un escudo preventivo contra el juicio o el rechazo.

Sin embargo, para mí, el esmero diario en mi apariencia es una elección que trasciende la vanidad o el miedo al qué dirán. Es una elección consciente y profundamente personal, una filosofía de vida adoptada activamente. No es un engaño; es la prueba viviente de una victoria interna ganada centímetro a centímetro. Mi estética se convierte en la manifestación externa, palpable e irrefutable, de la fuerza indomable, la dignidad innegociable y la resiliencia que me comprometo a cultivar, renovar y defender día tras día, a pesar de las sombras que acechan.El Ritual Sagrado del Autocuidado como Terapia de Choque

Cada amanecer, el acto de enfrentarme al espejo se convierte en una liturgia personal. Me maquillo y me peino, no con la intención frívola de engañar al mundo o de simular una felicidad ausente, sino con el propósito fundamental de reforzar mi propio ánimo. Este ritual diario, que a ojos externos podría ser tachado de trivialidad o superficialidad, es para mí un acto de profundo autocuidado, una terapia activa y una resonante declaración de intenciones vitales.

La elección de la vestimenta es igualmente meditada: selecciono colores y texturas que me eleven, que inyecten luz en el día. El gesto de teñir mis canas no es un pánico a la edad, sino un acto deliberado, que, junto con pintar mis uñas, alimenta mi amor propio. Este amor propio es el pilar esencial sin el cual la estructura del bienestar emocional y físico se desmorona por completo. Cada pincelada de color, cada prenda elegida, es un pequeño pero robusto anclaje a la realidad, una reafirmación rotunda de que sigo presente y luchando. En este proceso diario, estoy construyendo, ladrillo a ladrillo, mi propio santuario emocional.La Dignidad como Bandera y Mensaje

Mi objetivo de verme bien y sentirme mejor se transforma en una prueba irrefutable de que no me rindo. Es el testimonio silencioso de que la adversidad, por más brutal que haya sido, no ha conseguido doblegar mi espíritu por completo. A pesar de las batallas invisibles que libro en lo más profundo de mi ser, honro cada esfuerzo por mantenerme erguida, con la mayor dignidad posible.

Pero este esfuerzo va más allá de la autoafirmación. Según mi código ético personal, mi apariencia es también una forma de mostrar respeto hacia los demás. Al presentar mi mejor versión posible, no solo me honro a mí misma y valido mi arduo proceso, sino que también irradio una energía positiva, un mensaje de esperanza y de control sobre mi propia narrativa hacia quienes me rodean. Es un acto de generosidad que comunica un mensaje poderoso: «Aquí estoy, entera, aunque por dentro esté en constante reconstrucción.»Potenciar la Luz a Pesar de la Sombra

Entiendo que cualquier gesto de autocuidado, sin importar su aparente insignificancia, tiene un impacto gigantesco en mi estado de ánimo y en la proyección de mi energía. Me ayuda a sentirme mejor, a mantener mi foco inalterable en la luz, en lugar de sucumbir a la sombra invasiva. A pesar de que mi cuerpo esté maltrecho, a pesar de los estragos visibles e invisibles que el dolor crónico o la enfermedad puedan infligir, me esfuerzo conscientemente por potenciar lo más bonito, aquello que aún irradia luz, que se mantiene como un vestigio intacto de mi fuerza interior.

Mi meta es exponer siempre mi mejor versión, no solo por mi propia dignidad y autoestima, sino también por aquellos que me rodean y que, de una forma u otra, son testigos amorosos y compañeros de mi camino. No quiero convertirme en una carga visual de tristeza o desamparo para ellos. Mi resiliencia debe ser una fuente de inspiración, no una preocupación.Una Terapia Emocional en el Espejo

Es inevitable que, al verme arreglada y compuesta, algunos observadores externos puedan sacar conclusiones apresuradas y erróneas; que asuman que estoy perfectamente bien, que mi bienestar es completo e ininterrumpido. Permítanme ser clara: nada más lejos de la realidad; no lo estoy en absoluto. Sigo navegando por las aguas turbulentas del malestar, la incertidumbre y el sufrimiento intermitente.

Sin embargo, he ponderado la alternativa, y la considero mucho peor y profundamente destructiva: caer en el desaliño, en la desidia total, proyectar una imagen de abandono que no solo entristecería a mis seres queridos, sino que, lo más devastador, me desanimaría a mí misma cada vez que me encontrase frente al espejo.

Mantener mi apariencia física es, de forma paradójica y profunda, una forma de terapia emocional. Es mi anclaje tangible a la esperanza y el impulso más robusto para seguir adelante. Este acto diario me recuerda que la belleza y el autocuidado, incluso cuando se ejercen en medio del dolor más agudo, pueden ser una herramienta poderosa de autoafirmación, una verdadera declaración de guerra contra el abandono personal.

❤️ Yo me levanto y me pongo guapa como primer acto de amor propio incondicional, como mi máxima expresión de resistencia y como mi más firme declaración de fe en el día que comienza. Es mi armadura de luz, mi bandera izada en la tormenta y mi promesa renovada cada mañana.

88. «Mi pluma: un arma de doble filo que hiere y a la vez, libera»

88. «Mi pluma: un arma de doble filo que hiere y a la vez, libera»

Mi escritura es un arma de doble filo. Me hiere al exponer mi verdad, porque la transparencia me hace vulnerable. Pero a la vez, me libera.

Al usar la prosa poética para vomitar mis emociones, suelto el dolor y transformo el sufrimiento en, lo que a mí humildemente me parece arte. La pluma es mi medicina, mi forma de dar a luz a mi nueva identidad. Cada palabra que trazo es una exposición cruda y honesta de mi misma, un acto de escritura que me confronta con mi propia verdad. Esta transparencia, aunque necesaria, me envuelve en una profunda vulnerabilidad, abriendo heridas que, de otro modo, permanecerían ocultas.

Sin embargo, en este mismo acto de autoexposición reside mi más profunda liberación. La escritura se convierte en el cauce a través del cual cuento mis emociones, mis miedos más íntimos y mis dolores más punzantes. Al transformar este torrente de sufrimiento en un diario público, suelto las amarras que me atan, permitiendo que el dolor se disipe y se convierta en algo bello y tangible.

Las palabras, en mis manos, son más que un simple instrumento; son mi medicina, mi bálsamo, y siempre lo han sido, desde los infinitos diarios cuando era niña. Es el medio por el cual doy a luz mi identidad, y una versión de mí misma que emerge fortalecida y resiliente de cada experiencia. Cada texto es un renacimiento, una afirmación de mi capacidad para sanar y para encontrar belleza incluso en las profundidades del sufrimiento. Es mi voz, mi refugio y mi eterna metamorfosis.

❤️ Yo me doy el lujo de sangrar mi verdad con tinta

Mi escritura es, en esencia, la encarnación de una paradoja. Es un arma de doble filo, afilada en ambos extremos: uno para cortar y el otro para suturar. Se erige como un instrumento de inmenso poder creativo y destructivo, pero, sobre todo, funciona como un espejo implacable que, al sostenerlo frente a mi alma, me devuelve mi reflejo más crudo, sin adornos ni piedad.

Esta confrontación es, invariablemente, dolorosa. Me hiere profundamente al obligarme a desmantelar las estructuras defensivas y a exponer mi verdad más íntima sin el barniz de la cortesía social o la autocomplacencia. Esta transparencia radical, que busco y persigo con fervor casi religioso, me sitúa en un estado de vulnerabilidad perpetua. Cada sílaba que trazo sobre el papel o la pantalla no es solo tinta; es una hendidura en la armadura que la vida me ha obligado a construir, un acto de fe arrojado al abismo de la autoexposición. Escribir es un descenso a mis propias profundidades, un viaje sin garantías de retorno indemne.

Pero es precisamente en ese acto de desnudamiento, en el instante exacto en que me reconozco despojada de todo artificio, donde reside la posibilidad de mi más profunda y anhelada liberación. El dolor de la verdad es el precio de la libertad del alma.La Alquimia del Dolor: De la Sombra al Arte Resiliente

La elección de la prosa poética no es casual, sino una necesidad intrínseca del proceso. Es el lenguaje que busca la belleza y el ritmo incluso en la más densa de las sombras, y por ello, se convierte en el vehículo perfecto para la catarsis. No se trata de una simple descripción de sentimientos superficiales; es una expulsión visceral, un vómito espiritual y absolutamente necesario. La escritura se vuelve la esclusa que permite soltar el dolor acumulado, dejarlo fluir sin resistencia desde las entrañas del alma hasta la fría blancura de la página.

Es en esta transferencia donde ocurre la alquimia: transformar el sufrimiento más punzante, aquello que quema y anula, en lo que, con toda humildad, me atrevo a llamar arte. La pluma deja de ser solo un medio para convertirse en mi medicina. Es el bisturí que incide con precisión quirúrgica, cortando lo infectado, lo que me detiene, y a la vez, es el hilo de sutura que cose y sella la herida, permitiendo que el tejido cicatricial sea más fuerte que la piel original.

Cada palabra trazada es, por tanto, una exposición cruda y honesta de mí misma. Es un acto de escritura que me confronta sin concesiones con mi propia verdad, obligándome a mirar de frente aquellos miedos, complejos y dolores enquistados que, de otro modo, la inercia del día a día, la velocidad de la supervivencia, mantendría cuidadosamente ocultos bajo capas y capas de negación y autoengaño. Esta vulnerabilidad, lejos de ser una debilidad, se convierte en la única carga pesada, pero absolutamente esencial, para iniciar el verdadero proceso de sanación y crecimiento.El Diario Público y el Renacimiento Constante

En este proceso de autoexposición, la escritura se transforma en el cauce torrencial a través del cual fluyen, sin control aparente, mis emociones, mis miedos más íntimos y mis dolores más punzantes, aquellos que se alojan y parasitan en el rincón más oscuro y olvidado del alma. Al dar forma a este torrente de sufrimiento y transformarlo en un diario que no solo es personal sino que, con frecuencia, decido hacerlo público, suelto las amarras invisibles que me atan al pasado y a la experiencia traumática. La publicación es el último eslabón de la liberación, el acto de soltar para que el mundo sea testigo y, al mismo tiempo, el contenedor de mi dolor.

Permitir que el dolor se disipe, que se convierta en algo bello, tangible y duradero –una obra, un texto con resonancia– es la máxima expresión de mi alquimia personal. Es el intento consciente de encontrar un significado trascendente a aquello que, en su momento, pareció querer destruirme.

Las palabras, en mis manos, son mucho más que un simple instrumento de comunicación o una herramienta literaria; son mi bálsamo sanador, el ungüento que calma la fiebre y la quemadura. Y siempre lo han sido, desde aquellos infinitos diarios garabateados con letra infantil, cuando el mundo exterior se sentía demasiado grande y hostil. La escritura es el medio supremo por el cual doy a luz una nueva identidad, una versión de mí misma que emerge fortalecida, profundamente resiliente y, crucialmente, más sabia de cada experiencia vivida, por oscura que esta fuera.

Cada texto que finalizo no es meramente una pieza literaria; es un renacimiento en tiempo real. Es la afirmación constante e inquebrantable de mi capacidad intrínseca para sanar, para reconfigurarme, para encontrar la luz y la belleza sutil incluso en las profundidades más oscuras del sufrimiento humano. Es mi voz inconfundible, mi refugio inexpugnable ante el caos y el testimonio vivo de mi eterna metamorfosis. Es, en última instancia, el compromiso inquebrantable de honrar cada ápice de mi experiencia, por difícil que haya sido narrarla.

❤️ Yo me doy el lujo de sangrar mi verdad con tinta y convertir la herida en mi máxima expresión de vida.

87. “La arquitectura de mi fragilidad se reconstruye”

87. “La arquitectura de mi fragilidad se reconstruye”

La convalecencia me ha forzado a una obra radical, transformándome en un edificio en perpetua reforma. Aquella estructura antigua, que en su prisa y desenfreno se creía invencible, ha sido demolida hasta sus cimientos por el temblor ineludible de la enfermedad. El dolor crónico, ese maestro sin permiso que se autoimpone con la prepotencia de la fatalidad, ha reordenado los planos de mi existencia con una brutal honestidad, obligándome a mirar la cimentación que verdaderamente me sostiene.

En esta deconstrucción forzosa, he descubierto una verdad fundamental: la fragilidad no es, en absoluto, sinónimo de debilidad; es, por el contrario, el resquicio, el lugar preciso por donde la luz, terca y obstinada, insiste en filtrarse y entrar. 

Este nuevo diseño de mi ser, forjado en la lentitud y la conciencia, honra cada grieta que el tiempo y el sufrimiento han abierto, cada pausa impuesta por el cuerpo, y las convierte en componentes esenciales, en parte intrínseca de la obra. 

El camino lento, lejos de restar valor o eficacia, mejora y enriquece el ritmo de la construcción de mi nueva identidad.

Ahora, cada viga que me sostiene, cada pilar que soporta mi existencia, está forjada en una resiliencia profunda, cimentada en la aceptación y la sabiduría. 

He aprendido que mi dignidad no reside en la ausencia de heridas, sino en la capacidad de volver a levantarme, de reconstruirme, aunque el metal de mi espíritu ya no sea el mismo de antes, aunque lleve las marcas indelebles de la batalla. Me niego rotundamente a que la vida sea un mero ensayo general, una fachada impecable pero vacía. Aspiro a vivir plenamente, con todas mis imperfecciones, con todas mis grietas, porque en ellas reside la autenticidad de mi ser.

❤️ Yo abrazo mi fragilidad como parte de mi poder.

La convalecencia me ha forzado, sin pedir permiso, a emprender una obra radical y de envergadura, una transformación esencial que ha redefinido mi ser. Ya no soy la misma estructura; me he convertido en un edificio en perpetua, y ahora sé que necesaria, reforma. Aquella edificación anterior, levantada con la prisa de la juventud, el desenfreno de la ambición y la arrogante creencia de ser invencible e inmutable, ha sido demolida hasta sus cimientos más profundos, hasta el subsuelo de la identidad. El temblor ineludible de la enfermedad, esa sacudida brutal de la vulnerabilidad, no ha dejado, literalmente, piedra sobre piedra de mi antigua autosuficiencia.

El dolor crónico, ese maestro sin concesiones ni horarios, se autoimpone en mi vida con la prepotencia de la fatalidad, pero también, de forma paradójica, con una extraña y profunda sabiduría. No solo ha irrumpido, sino que ha reordenado los planos maestros de mi existencia con una brutal y dolorosa honestidad. Me ha obligado, sin miramientos, a despojarme de todas las fachadas sociales y a mirar de frente, con absoluta desnudez, la cimentación que verdaderamente me sostiene. He descubierto que esta base no está compuesta por los logros externos, los aplausos o el reconocimiento, sino por la voluntad intrínseca, tenaz e innegociable, de seguir en pie.

En esta deconstrucción forzosa, en este profundo deshacerme para poder, conscientemente, rehacerme, he tropezado con una verdad fundamental que la cultura de la productividad y la perfección ha ocultado por demasiado tiempo: la fragilidad no es, en absoluto, sinónimo de debilidad. Es, por el contrario, el resquicio preciso, la fisura controlada y necesaria por donde la luz, terca, obstinada y salvadora, insiste en filtrarse y entrar. Es el punto de quiebre que, lejos de anunciar el colapso, permite la flexibilidad indispensable para no romperse del todo, para doblarse sin fracturarse.

Este nuevo diseño de mi ser, forjado en la lentitud impuesta de los días y la conciencia ineludible del límite físico y emocional, no busca la vanidad de disimular las cicatrices. Al contrario. Honra cada grieta que el tiempo y el sufrimiento han abierto, cada pausa impuesta por el cuerpo exhausto que demanda tregua, y las convierte en componentes esenciales, en parte intrínseca, valiosa y estructural de la obra. Las heridas, lejos de ser marcas de derrota, son ahora la cartografía detallada de mi resiliencia.

El camino lento, ese ritmo que la sociedad moderna condena como ineficacia, lejos de restar valor o eficacia a la vida, la mejora, la enriquece y la profundiza. Es un ritmo pausado que permite saborear y entender el proceso de la construcción, que impide la prisa irreflexiva que lleva al error, al agotamiento y al colapso final. Esta cadencia me enseña, día tras día, a valorar la resistencia invisible de los materiales interiores —la paciencia, la compasión propia, la aceptación— que la velocidad vertiginosa de la vida moderna nos lleva a ignorar o despreciar.

Ahora, cada viga que me sostiene, cada pilar que soporta la arquitectura de mi existencia, está forjada en una resiliencia profunda, meditada y consciente. Está cimentada en la aceptación radical de lo que es, de la limitación presente, y en la sabiduría que solo emana de la experiencia vivida en carne propia. He aprendido, y esta es quizás la lección más vital, que mi dignidad no reside en la ausencia de heridas, ni en proyectar al mundo una imagen de perfección intachable e invulnerable, sino en la capacidad obstinada, casi heroica, de volver a levantarme una y otra vez, de reconstruirme pacientemente, aunque el metal de mi espíritu ya no sea el mismo de antes. Aunque mi cuerpo lleve las marcas indelebles de la batalla, esos rastros son, paradójicamente, la prueba irrefutable de mi victoria sobre la desesperación.

Me niego rotundamente a que la vida sea un mero ensayo general, una fachada impecable pero vacía de verdad interior. Aspiro a vivir plenamente y sin disfraces, con todas mis imperfecciones visibles, con todas mis grietas expuestas sin vergüenza, porque es precisamente en ellas donde reside la autenticidad irrefutable de mi ser. Es en la grieta, en la aceptación de la imperfección, donde encuentro la fuerza genuina, no la simulada.

❤️ Yo abrazo mi fragilidad no como una carga, sino como parte fundamental de mi poder, como el cimiento real y honesto sobre el que se levanta mi existencia más auténtica y duradera.

86.  “Los pedazos rotos se convierten en belleza”

86.  “Los pedazos rotos se convierten en belleza”

Cuando la vida me quiebra, no veo el final, sino el inicio de una nueva oportunidad. Cada fragmento disperso se convierte en la materia prima para una creación renovada, un mosaico que representa mi capacidad de resurgir. El dolor, ese desequilibrio que rompe la armonía, no es un veredicto de derrota, sino el catalizador de un poder transformador. Es en ese quiebre donde encuentro la fuerza para forjar un nuevo yo, una versión más fuerte y resiliente.

Transformar el sufrimiento en algo apreciable no es solo una confirmación de mi superación, sino el anuncio de mi propia aurora. Es la prueba tangible de que las heridas pueden convertirse en arte, que la adversidad puede dar paso a una belleza inesperada.

Como una fanática de la belleza y la estética, mi mente vuela hacia los mosaicos de azulejos portugueses. Su sola imagen evoca una profunda admiración: preciosos, valiosos estéticamente, con esos azules intensos que son el sello inconfundible del país. Admiro la armonía de sus diseños, que cuentan historias silenciosas en cada unión de fragmentos. Su fuerza, palpable en la resistencia de sus materiales, y su presencia, que llena cualquier espacio con una elegancia atemporal, me inspiran profundamente.

En cada azulejo roto y luego cuidadosamente ensamblado, veo un reflejo de mi propio proceso. Cada pieza, una vez parte de un todo, se reinventa en una nueva composición, donde cada imperfección se convierte en un detalle que añade carácter y profundidad. Este es el arte de la vida, la capacidad de tomar los pedazos rotos y convertirlos en una obra maestra, una celebración de la resiliencia y la belleza que nace de la transformación.

❤️ Yo uno mis pedazos con cariño y me convierto en mosaico.

La vida, en su impredecible y a veces caprichosa danza, nos confronta con momentos de quiebre que sacuden los cimientos de nuestra existencia. Lo que en un primer instante se manifiesta como un final abrupto, una fragmentación dolorosa de nuestra esencia, se revela, en una mirada más profunda, como un catalizador extraordinario. Cada fragmento disperso, cada astilla de lo que fuimos, no es una pérdida irrecuperable, sino la materia prima de una creación renovada, un mosaico intrincado y resiliente que encapsula nuestra asombrosa capacidad de resurgir, como el ave fénix, de las cenizas de la adversidad. El dolor, esa ruptura de la armonía que nos desequilibra y nos sumerge en la incertidumbre, no es una sentencia inmutable de derrota, sino la chispa incandescente que enciende un poder transformador latente en nuestro interior. Es en ese preciso instante de la ruptura, cuando todo parece desmoronarse, donde descubrimos una fuerza inquebrantable, forjando una nueva versión de nosotros mismos: una versión más fuerte, más sabia y profundamente más resiliente.

Convertir el sufrimiento en algo apreciable, en una obra de arte que trasciende la mera experiencia, no es simplemente una confirmación de nuestra superación personal. Es, de hecho, el vibrante anuncio de nuestra propia aurora, el amanecer de un nuevo capítulo forjado en la crisálida de la metamorfosis. Esta transformación es la prueba palpable de que las heridas más profundas pueden sanar y convertirse en arte, de que la adversidad más acérrima puede dar paso a una belleza inesperada, conmovedora y profundamente significativa. Es la alquimia del alma en su máxima expresión, esa capacidad intrínseca de transmutar el plomo pesado del dolor en el oro reluciente de la esperanza y la creatividad sin límites. Cada lágrima derramada, cada obstáculo superado, se convierte en un pigmento en la paleta de nuestra existencia, contribuyendo a la obra maestra que es nuestra vida.

Como una apasionada devota de la belleza y la estética en todas sus formas y manifestaciones, mi mente vuela inevitablemente hacia la majestuosidad atemporal de los mosaicos de azulejos portugueses. Su sola imagen, ya sea en fachadas centenarias o en intrincados interiores, evoca una profunda admiración y un arrebato de deleite estético que me cautiva. Son intrínsecamente preciosos, valiosos no solo por su antigüedad sino por su delicada artesanía, con esos azules intensos que se han convertido en el sello inconfundible de la rica y vibrante cultura lusa. Admiro profundamente la armonía sublime de sus diseños, que, en su silencio elocuente, narran historias de siglos, de vidas pasadas y de tradiciones arraigadas en cada unión meticulosa de fragmentos. Su fuerza, palpable en la resistencia de sus materiales que desafían con nobleza el implacable paso del tiempo, y su presencia magnética, que inunda cualquier espacio con una elegancia atemporal y un magnetismo innegable, me inspiran hasta lo más profundo de mi ser, recordándome la belleza que puede surgir de la fragmentación y la reconstrucción.

En cada azulejo que ha sido roto, fragmentado por el destino o por el paso del tiempo, y que luego, con infinita paciencia y una destreza artesanal que roza lo divino, ha sido cuidadosamente ensamblado de nuevo, veo un potente y conmovedor reflejo de mi propio proceso de vida. Cada pieza, que alguna vez formó parte de un todo homogéneo, se reinventa ahora en una nueva y gloriosa composición, un testimonio de la resiliencia inherente al espíritu humano. En este renacimiento, cada imperfección, cada línea de fractura, lejos de ser un defecto, se transforma en un detalle que añade un carácter inigualable y una profundidad conmovedora a la obra final. Este es el arte sublime de la vida misma: la inestimable capacidad de tomar los pedazos rotos, aquellos fragmentos de nosotros mismos que en algún momento creímos perdidos para siempre en la vorágine del dolor, y convertirlos en una obra maestra de resiliencia, belleza y autenticidad. Es una celebración de la metamorfosis que nace de la transformación más profunda, un himno a la capacidad de florecer incluso después de la tormenta.

Y así, con cada fragmento de mi ser, con cada experiencia vivida, grabada a fuego en mi memoria, con cada herida sanada que ha dejado una cicatriz como un mapa de mi viaje, uno mis pedazos con un cariño inmenso y una determinación férrea. Me convierto, de esta manera, en un mosaico vivo, una obra de arte en constante evolución y perpetua transformación. Cada cicatriz, cada marca de mi historia personal, no es un signo de debilidad, ni una vergüenza a ocultar, sino un testimonio elocuente de mi fuerza interior, de mi inquebrantable capacidad para reconstruirme una y otra vez, con más luz que antes, con una paleta de colores más vibrante y una belleza que solo puede surgir de la autenticidad de haber sido roto y haber sabido, con voluntad y amor propio, unirse de nuevo. Es una sinfonía de la superación, un poema de la resiliencia y una danza eterna de la vida.

85. «Caer para poder volar»

85. «Caer para poder volar»

Mi trayectoria reciente ha tomado un giro inesperado, marcada por una pausa de salud obligada que me ha forzado a detenerme. Y en esta detención, me encuentro aún, en un limbo indefinido que se extiende más allá de lo que jamás hubiera imaginado. En este compás de espera, mi espíritu se identifica profundamente con la metáfora del Ave Fénix. No es solo imagen poética; es la encarnación de mi deseo más profundo, la aspiración a resurgir de estas cenizas con perspectiva renovada, empatía más profunda y fuerza interior inquebrantable.

Este renacer no es una quimera lejana, sino el pilar fundamental que sostiene mi enfoque en este momento. Sin embargo, soy consciente de que aún me queda un «largo plazo» por recorrer. Mis alas, mojadas por la tormenta, aún no están listas para el vuelo. No he sanado por completo, no estoy preparada para alzarme. Mi corazón anhela fervientemente ser ese Ave Fénix, volver a surcar los cielos cuando mis plumas se sequen por completo, cuando esté verdaderamente lista. Por ahora, mi lucha se centra en alcanzar ese estado de preparación, fortalecer mi ser para el desafío que se avecina.

Sé que, al final de este proceso, todo será diferente. El «yo» de antes, aquel que conocía y que se movía con una determinada inercia, ya no existe. Ha sido transformado por experiencia, por vulnerabilidad y por introspección forzada. Pero me conformo con la esperanza de menguar el dolor tanto como sea posible y, algún día, levantar vuelo de nuevo. Quizás no será vuelo majestuoso y alto como antes; quizás vuele cerca, despacito, pero será mi vuelo, mi victoria.

Mientras tanto, en la intimidad de mi nido, en pijama y con el corazón abierto, escribo mi historia. Cada palabra es un bálsamo, un reflejo de mi proceso interno. Con cada caricia a mis plumas, les infundo amor y cuidado, fortaleciéndolas, preparándolas para el día en que puedan desplegarse por completo y llevarme de nuevo hacia el horizonte. Esta pausa no es final, sino crisol, tiempo de profunda transformación que me permitirá, finalmente, caer para poder volar.

❤️ Mi corazón me pide volar

Mi vida ha dado un giro inesperado debido a una pausa obligatoria por motivos de salud, lo que me ha forzado a un alto total. Actualmente, me encuentro en un limbo indefinido que se ha extendido mucho más de lo previsto. Cada día es una oportunidad para aprender paciencia y aceptar lo desconocido. En esta etapa de espera, me siento profundamente identificada con la antigua metáfora del Ave Fénix. No es solo una imagen poética, sino la representación viva de mi anhelo más profundo: resurgir de esta situación con una nueva perspectiva, una mayor empatía hacia mí misma y los demás, y una fuerza interior inquebrantable para afrontar futuros desafíos. Esta poderosa imagen se ha convertido en mi guía, iluminando mi camino a través de la oscuridad y la incertidumbre.

Este renacer no es una quimera lejana o un sueño inalcanzable, sino el pilar fundamental que sostiene mi enfoque y mi energía en este preciso momento. Cada día, cada pensamiento, cada pequeña acción se orienta hacia esa transformación, hacia la recuperación de mi esencia, pero con una nueva sabiduría. Sin embargo, soy dolorosamente consciente de que aún me queda un «largo plazo» por recorrer, un camino lleno de desafíos y de autodescubrimiento. Mis alas, mojadas y pesadas por la tormenta que me ha abatido, aún no están listas para el vuelo. No he sanado por completo, ni física ni emocionalmente; no estoy verdaderamente preparada para alzarme con la majestuosidad que anhelo. Mi corazón anhela fervientemente ser ese Ave Fénix, volver a surcar los cielos con libertad y confianza cuando mis plumas se sequen por completo, cuando esté verdaderamente lista y fuerte. Por ahora, mi lucha se centra en alcanzar ese estado de preparación óptimo, en fortalecer cada fibra de mi ser para el desafío que sé que se avecina. Es un proceso de autoconocimiento y reconstrucción, lento pero necesario.

Sé que, al final de este proceso de transformación, todo será irremediablemente diferente. El «yo» de antes, aquel que conocía y que se movía con una determinada inercia y con ciertas certezas, ya no existe. Ha sido transformado, moldeado y enriquecido por la experiencia de la enfermedad, por la vulnerabilidad expuesta y por una introspección forzada y profunda que me ha permitido conocerme desde una nueva perspectiva. Esta metamorfosis es dolorosa, pero también liberadora. Pero me conformo, por ahora, con la esperanza de menguar el dolor tanto como sea posible y, algún día, levantar vuelo de nuevo. Quizás no será un vuelo majestuoso y alto como antes, surcando las nubes con osadía; quizás vuele cerca del suelo, despacito, con cautela, pero será mi vuelo, mi propia victoria personal, una demostración de resiliencia y superación. Un vuelo auténtico, forjado en la adversidad.

Mientras tanto, en la intimidad de mi nido, en pijama y con el corazón abierto y vulnerable, escribo mi historia. Cada palabra que plasmo en el papel es un bálsamo para mi alma, un reflejo honesto y profundo de mi proceso interno. Con cada caricia a mis plumas, les infundo amor y cuidado, fortaleciéndolas poco a poco, preparándolas con paciencia y dedicación para el día en que puedan desplegarse por completo y llevarme de nuevo hacia el horizonte, hacia nuevas aventuras y desafíos. Esta pausa no es un final, no es un estancamiento, sino un crisol, un tiempo de profunda y necesaria transformación que me permitirá, finalmente, caer para poder volar con una nueva fuerza y un propósito renovado. Mi corazón, más que nunca, me pide volar, y confío en que la espera forjará las alas que me llevarán a mi destino.

84. «¡Válgame mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!» 

84. «¡Válgame mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!» 

La prisa, esa compañera omnipresente y ruidosa de la vida moderna, se presenta a menudo como la panacea para la eficiencia, prometiendo atajos y soluciones rápidas. Sin embargo, en su estela, solo entrega heridas y consecuencias no deseadas, convirtiéndose en el antagonista silencioso de la planificación y la coherencia. Es el susurro incesante que nos empuja hacia adelante, a menudo sin un destino claro.

El arquetipo de esta urgencia desmedida lo encontramos en el Conejo Blanco de «Alicia en el País de las Maravillas». Obsesionado con su reloj, su prisa no es solo una peculiaridad, sino una profunda alegoría de la urgencia y las presiones temporales del mundo adulto. Su constante lamento por llegar tarde simboliza la ansiedad y la rutina impuesta por la sociedad, elementos a los que Alicia se enfrenta al dejar la inocencia infantil para explorar un nuevo mundo. Más allá de su papel como detonante de la aventura de Alicia, el Conejo Blanco representa la trampa de la inmediatez, una espiral en la que muchos nos vemos atrapados.

En mi propio proceso de enfermedad, he descubierto una verdad fundamental: es vital dar cuerda al reloj y ajustar la hora antes de que sea «demasiado tarde». Esto implica dedicar el tiempo necesario a la preparación, al entendimiento profundo de cada situación y gestión consciente del ritmo. He aprendido que la verdadera eficiencia no reside en la velocidad desenfrenada, sino en la intencionalidad y la pausa. Ir más lento, de forma consciente y deliberada, me ha quitado velocidad en el sentido convencional, pero me ha regalado algo mucho más valioso: profundidad, la capacidad de apreciar los matices de cada momento y, sobre todo, la habilidad de arraigarme firmemente en el presente.

La inmediatez, esa fuerza que nos impulsa a buscar resultados instantáneos, es, irónicamente, la enemiga más astuta de la eficiencia a largo plazo. Nos ciega ante los beneficios de paciencia y  reflexión, llevándonos a decisiones precipitadas y a menudo erróneas. El verdadero progreso se construye con pasos firmes y conscientes, no con carreras desesperadas.

❤️ Alicia: ¿Cuánto tiempo es para siempre? Conejo blanco: A veces solo un segundo. 

«¡Válgame mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!» Esta exclamación, cargada de una urgencia casi cómica, resuena en la vida moderna con una familiaridad inquietante. Es el eco de la prisa, esa compañera omnipresente y ruidosa que, a menudo, se presenta como la panacea para la eficiencia. Nos promete atajos y soluciones rápidas, un bálsamo para la ansiedad de no alcanzar nuestras metas. Sin embargo, en su estela, solo entrega heridas y consecuencias no deseadas, convirtiéndose en el antagonista silencioso de la planificación y la coherencia. Es el susurro incesante que nos empuja hacia adelante, a menudo sin un destino claro, dejándonos con la sensación de que, a pesar de correr, no avanzamos.

El arquetipo de esta urgencia desmedida lo encontramos magistralmente encarnado en el Conejo Blanco de «Alicia en el País de las Maravillas». Obsesionado con su reloj de bolsillo y su constante lamento por «¡Oh, cielos! ¡Voy a llegar tarde!», su prisa no es solo una peculiaridad pintoresca, sino una profunda alegoría de la urgencia y las presiones temporales del mundo adulto. Su figura simboliza la ansiedad, la rutina impuesta y la tiranía del tiempo cronológico a la que Alicia se enfrenta al dejar la inocencia infantil para explorar un nuevo y desconcertante mundo. Más allá de su papel como detonante de la aventura de Alicia, el Conejo Blanco representa la trampa de la inmediatez, una espiral en la que muchos de nosotros nos vemos atrapados, corriendo sin saber exactamente por qué o hacia dónde. Es la encarnación de una sociedad que valora la velocidad por encima de la reflexión, la cantidad por encima de la calidad.

En mi propio proceso de enfermedad, un viaje inesperado y desafiante, he descubierto una verdad fundamental que resuena con la sabiduría de ajustar el reloj antes de que sea «demasiado tarde». He aprendido que es vital dar cuerda al reloj y ajustar la hora de la propia vida, no en el sentido de acelerar, sino de sintonizar con un ritmo más auténtico y consciente. Esto implica dedicar el tiempo necesario a la preparación, al entendimiento profundo de cada situación y a una gestión consciente del propio ritmo vital. He aprendido que la verdadera eficiencia no reside en la velocidad desenfrenada, en esa carrera perpetua contra un reloj invisible, sino en la intencionalidad y la pausa. Ir más lento, de forma consciente y deliberada, me ha quitado velocidad en el sentido convencional, el que mide el progreso en tareas tachadas, pero me ha regalado algo mucho más valioso: profundidad, la capacidad de apreciar los matices de cada momento y, sobre todo, la habilidad de arraigarme firmemente en el presente. Este anclaje me ha permitido observar, reflexionar y actuar desde un lugar de mayor calma y claridad.

La inmediatez, esa fuerza seductora que nos impulsa a buscar resultados instantáneos y gratificaciones rápidas, es, irónicamente, la enemiga más astuta de la eficiencia a largo plazo. Nos ciega ante los beneficios invaluables de la paciencia, la reflexión profunda y la planificación estratégica. Nos empuja a tomar decisiones precipitadas, a menudo erróneas, que generan más problemas de los que resuelven. El verdadero progreso no se construye con carreras desesperadas ni con la acumulación frenética de actividades, sino con pasos firmes y conscientes. Se edifica sobre la base de la atención plena, la deliberación y la capacidad de esperar el momento adecuado. Es un proceso de construcción gradual, donde cada ladrillo se coloca con propósito y esmero, resistiendo la tentación de edificar un castillo en un solo día.

❤️ En el corazón de esta reflexión, resuena la poética conversación entre Alicia y el Conejo Blanco, un recordatorio atemporal de la relatividad del tiempo y la importancia del ahora:

Alicia: ¿Cuánto tiempo es para siempre?

Conejo blanco: A veces solo un segundo.

Esta breve interacción encapsula la esencia de la vida: que la eternidad puede encontrarse en la intensidad de un instante presente. Nos invita a saborear el «aquí y ahora», a comprender que la calidad de nuestro tiempo no se mide en la cantidad de segundos o minutos que pasan, sino en la profundidad con la que vivimos cada uno de ellos.

83. “Cabalgo en una nueva realidad llena de preguntas”.

83. “Cabalgo en una nueva realidad llena de preguntas”.

El dolor me ha despojado de certezas, pero a cambio me ha entregado fértil terreno de preguntas. Este sufrimiento, que a menudo se percibe como inexplicable, amenaza con reducir la vida al absurdo, y es precisamente en esa abisal percepción donde se gestan innumerables interrogantes.

El dolor, paradójicamente, me empuja a vivir con una conciencia más aguda, a cuestionar más profundamente y a reflexionar con mayor intensidad. Soy aprendiz constante de mis heridas, y cada cicatriz es lección grabada en el alma. 

No obstante, he tomado la firme decisión de no sucumbir a la desesperación, sino de ascender a la grupa de estos interrogantes y cabalgarlos con determinación. 

Me he propuesto convertirme en la mejor amazona de mi convalecencia, domando cada incertidumbre con disciplina y fuerza de mi fusta. A veces, avanzo con trote rítmico y mesurado; otras, me lanzo al galope, sintiendo el viento en mi rostro, protegida por mi casco de montar y aplicando doma a cada situación. 

Pero la vida no está exenta de tropiezos. A veces caigo del caballo, perdiendo equilibrio en la silla, y en esos momentos de vulnerabilidad, recojo las riendas con renovada determinación y vuelvo a subir. Mi caballo, en esta travesía, es un enorme y misterioso interrogante, cuya doma me lleva a explorar los límites de mi propia resiliencia.

El dolor nos impulsa a buscar sentido. Las preguntas son más fértiles que las respuestas, abriendo nuevas perspectivas. Aprendo de cada experiencia, usando la introspección y la reflexión para transformar el dolor en crecimiento. Cada obstáculo es una oportunidad para fortalecer el espíritu y forjar un nuevo camino, donde descubro la esencia de mi existencia y la fuerza para seguir evolucionando.

❤️ Yo vivo en mis interrogantes y galopo con ellos

El dolor me ha despojado de certezas, pero a cambio me ha entregado un fértil terreno de preguntas. Este sufrimiento, que a menudo se percibe como inexplicable, amenaza con reducir la vida al absurdo, y es precisamente en esa abisal percepción donde se gestan innumerables interrogantes. Es en la fragilidad de mi espíritu donde reside la semilla de la verdadera fuerza, una fuerza que me impulsa a no rendirme, a buscar más allá de lo evidente.

El dolor, paradójicamente, me empuja a vivir con una conciencia más aguda, a cuestionar más profundamente y a reflexionar con mayor intensidad. Soy aprendiz constante de mis heridas, y cada cicatriz es una lección grabada en el alma, un mapa que me guía a través de los recovecos de mi propia existencia. Cada punzada, cada momento de oscuridad, se convierte en un recordatorio de mi resiliencia y de mi capacidad para renacer.

No obstante, he tomado la firme decisión de no sucumbir a la desesperación, sino de ascender a la grupa de estos interrogantes y cabalgarlos con determinación. He elegido la senda del coraje, la senda de la exploración, porque sé que las respuestas más profundas se encuentran más allá de los límites de mi zona de confort.

Me he propuesto convertirme en la mejor amazona de mi convalecencia, domando cada incertidumbre con la disciplina y la fuerza de mi fusta. A veces, avanzo con un trote rítmico y mesurado, sintiendo el suelo bajo los cascos de mi caballo, cada paso una meditación en movimiento; otras, me lanzo al galope, sintiendo el viento en mi rostro, protegida por mi casco de montar y aplicando doma a cada situación. Este galope no es huida, sino una búsqueda apasionada, una inmersión en lo desconocido. Cada desafío se convierte en una oportunidad para perfeccionar mi técnica, para afinar mi intuición y para fortalecer mi vínculo con mi enigmático corcel.

Pero la vida no está exenta de tropiezos. A veces caigo del caballo, perdiendo el equilibrio en la silla, y en esos momentos de vulnerabilidad, recojo las riendas con renovada determinación y vuelvo a subir. Mi caballo, en esta travesía, es un enorme y misterioso interrogante, cuya doma me lleva a explorar los límites de mi propia resiliencia. Cada caída es una lección de humildad, una oportunidad para reevaluar mi camino y para encontrar nuevas formas de afrontar los obstáculos. La cicatriz de cada caída no es un signo de derrota, sino un emblema de mi perseverancia, un testimonio de que, a pesar de todo, sigo adelante.

El dolor nos impulsa a buscar sentido. Las preguntas son más fértiles que las respuestas, abriendo nuevas perspectivas. Aprendo de cada experiencia, usando la introspección y la reflexión para transformar el dolor en crecimiento. Cada obstáculo es una oportunidad para fortalecer el espíritu y forjar un nuevo camino, donde descubro la esencia de mi existencia y la fuerza para seguir evolucionando. Es en este viaje de autodescubrimiento donde encuentro la verdadera libertad, una libertad que no depende de la ausencia de dolor, sino de la capacidad de cabalgar a través de él.

❤️ Yo vivo en mis interrogantes y galopo con ellos. Mi alma se expande con cada pregunta sin respuesta, y mi corazón late al ritmo de la aventura de vivir.

82. «El proceso no es allegro, es sinfonía de adagio»

82. «El proceso no es allegro, es sinfonía de adagio»

En un mundo que clama por la inmediatez y nos empuja a la prisa de un presto incesante, la vida a veces nos detiene en seco. Un dolor inesperado, una dolencia, la adversidad repentina de una operación (o varias), puede desbaratar la partitura de nuestra existencia y obligarnos a reescribirla. Mi propio proceso de recuperación no ha sido una carrera de velocidad, sino una sinfonía íntima, compuesta por los adagios lentos de la meditación, los movimientos pausados de la introspección y los silencios profundos que, lejos de ser vacíos, son las pausas necesarias para que el alma respire y el cuerpo se recupere.

En este tempo pausado, la belleza de la lucha se revela con una claridad asombrosa. Y armonizan  bonito. Cada nota de esfuerzo, por mínima que parezca, resuena con un valor incalculable. Cada silencio, cada pausa, es una oportunidad para el descanso, para la integración, para la asimilación, y para completar la partitura. 

Honro esta cadencia, esta melodía interna que me guía hacia la sanación. Ya no me frustra la lentitud, porque he descubierto que en ella reside la verdadera profundidad de mi transformación. Es en este ritmo íntimo donde mi ser se deleita, donde encuentro la esencia de mi resiliencia y la promesa de una melodía renovada.

❤️Soy la directora de mi propia orquesta y cada día creo nuevas sinfonías

En un mundo que clama por la inmediatez y nos empuja a la prisa de un presto incesante, la vida a veces nos detiene en seco. Un dolor inesperado, una dolencia crónica, la adversidad repentina de una operación (o varias), la pérdida de un ser querido o cualquier otro revés, puede desbaratar la partitura de nuestra existencia y obligarnos a reescribirla. Mi propio proceso de recuperación no ha sido una carrera de velocidad, un allegro desenfrenado, sino una sinfonía íntima y personal, compuesta por los adagios lentos de la meditación, los movimientos pausados de la introspección y los silencios profundos que, lejos de ser vacíos, son las pausas necesarias para que el alma respire, el cuerpo se recupere y la mente se reajuste. Es un tempo donde cada nota resuena con un propósito y cada pausa es una invitación a la reflexión.

En este tempo pausado, la belleza de la lucha se revela con una claridad asombrosa. Y armonizan bonito. Cada nota de esfuerzo, por mínima que parezca, resuena con un valor incalculable. Es la melodía persistente de la esperanza. Cada silencio, cada pausa, es una oportunidad para el descanso, para la integración de nuevas perspectivas, para la asimilación de las lecciones aprendidas y para completar la partitura con nuevos matices y acordes que antes no existían. Es en estos interludios donde se gesta la verdadera transformación, donde el ser se reconecta con su esencia.

Honro esta cadencia, esta melodía interna que me guía hacia la sanación. Ya no me frustra la lentitud del proceso, porque he descubierto que en ella reside la verdadera profundidad de mi transformación. Es en este ritmo íntimo donde mi ser se deleita, donde encuentro la esencia de mi resiliencia inquebrantable y la promesa de una melodía renovada, más rica y compleja que la original. He aprendido que la prisa es enemiga de la profundidad, y que la paciencia es la clave para desbloquear un entendimiento más hondo de uno mismo y del camino que se transita.

❤️Soy la directora de mi propia orquesta y cada día creo nuevas sinfonías, con movimientos que celebran la fortaleza del espíritu, la serenidad del alma y la sabiduría que emerge de cada desafío. Esta partitura es única, irrepetible, y la toco con la pasión y la convicción de quien ha comprendido que la verdadera maestría reside en saber escuchar y honrar el ritmo propio de la vida.

81.  «El sentido del humor es el chaleco salvavidas que me pongo sin dudar»

81.  «El sentido del humor es el chaleco salvavidas que me pongo sin dudar»

La vida con dolor crónico y enfermedad es navegar en aguas turbulentas. Hay momentos en que el pesimismo amenaza con hundirme, el abismo de la autocompasión me llama con su voz seductora y peligrosa. Pero mi salvación, mi ancla en la tempestad, es un objeto ligero y flotante: el sentido del humor. Me lo pongo sin pensar, casi por instinto, como quien se agarra a una tabla en medio del naufragio. Me río de mis propias torpezas, de la absurdidad de la situación, de la ironía del destino que a veces parece tener un guion escrito por un dramaturgo cruel.

No es que la amenaza del dolor y la desesperación desaparezcan. Las olas de la enfermedad siguen azotando la embarcación de mi cuerpo. Pero el humor me mantiene a flote, me permite respirar cuando siento que me ahogo, y me devuelve la perspectiva necesaria para no perder la cabeza. Es como un paraguas que, aunque no detenga la lluvia, me protege de la tormenta más fuerte. 

Reírse y hacer reír, empezando por reírme de mí misma, para mí es un acto de resistencia vital. Es la prueba tangible de que, aunque el cuerpo duela y se doblegue bajo el peso de la enfermedad, el espíritu se niega a ahogarse, a rendirse. Es un grito silencioso de rebeldía, una declaración de que, a pesar de todo, la vida sigue valiendo la pena, y que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para una carcajada, para un guiño cómplice al absurdo de la existencia. Es mi armadura más efectiva contra la desesperación, mi arma secreta para enfrentar cada día con un ápice de luz y esperanza. El humor inteligente es mi chaleco salvavidas y el humor absurdo, mi flotador, y trato siempre de tener dibujada una sonrisa. 

❤️ Yo floto en las olas con una carcajada.

La existencia, para quienes navegamos las procelosas aguas del dolor crónico y la enfermedad persistente, se convierte en una odisea ininterrumpida. No son los apacibles lagos de la bonanza, sino un vasto y tumultuoso océano donde la incertidumbre es una bruma constante y el sufrimiento, una corriente subterránea que amenaza con arrastrar. En este periplo, hay simas de oscuridad casi insondable, momentos en los que el pesimismo, cual criatura abisal, emerge con su fauce abierta, dispuesto a engullir cada atisbo de esperanza y hundirme en las más gélidas profundidades. El abismo de la autocompasión, con su voz meliflua y seductora, susurra promesas de una paz ilusoria en la rendición, de un dulce abandono a la desesperación más profunda.

Pero en el epicentro de esta perpetua tempestad, mi ancla, mi refugio inexpugnable, se materializa en un objeto sorprendentemente etéreo y boyante: el sentido del humor. Me lo ciño sin vacilación, con la premura y el instinto primario con que un náufrago se aferra a la única tabla disponible en medio del naufragio más desolador. Me río, no como un autómata, sino con una risa genuina que brota del reconocimiento de mis propias torpezas, de la absurdidad palmaria de ciertas situaciones cotidianas, y de la ironía a veces cruel del destino, que en ocasiones parece orquestado por un dramaturgo con un gusto macabro por el giro inesperado y grotesco.

Esta risa no es una negación pueril de la realidad; no implica que la amenaza latente del dolor y la desesperación se disuelvan por arte de magia. Las olas implacables de la enfermedad continúan azotando sin piedad la frágil embarcación de mi cuerpo, haciendo que sus maderos crujan y se bamboleen peligrosamente. Sin embargo, el humor actúa como una fuerza invisible, una especie de escudo energético que me mantiene a flote, una burbuja de aire puro que me permite respirar cuando siento que la asfixia es inminente. Me devuelve esa perspectiva vital, ese distanciamiento cognitivo tan necesario que evita que pierda la cabeza, que me sumerja por completo en la vorágine del sufrimiento. Es como un paraguas resistente, una robusta sombrilla que, si bien no tiene el poder de detener la lluvia implacable de la adversidad, sí me ofrece un refugio invaluable contra la tormenta más furiosa, impidiendo que sus embates me empapen hasta los huesos del alma, preservando mi esencia.

Para mí, reír y procurar la risa en los demás, comenzando por la capacidad de reírme con benevolencia de mí misma, es mucho más que una simple reacción fisiológica; es un acto de resistencia vital en su forma más pura y desafiante. Es la prueba tangible, una evidencia innegable, de que, aunque el cuerpo duela, se doblegue y se resquebraje bajo el peso aplastante de la enfermedad, el espíritu se niega rotundamente a ahogarse, a rendirse. Es un grito silencioso pero potente de rebeldía, una declaración audaz y desafiante que proclama que, a pesar de todo el sufrimiento inherente a la condición humana, la vida sigue valiendo la pena ser vivida en toda su plenitud. Proclama que, incluso en los rincones más oscuros y desoladores de la existencia, siempre hay un espacio, por mínimo que sea, para una carcajada liberadora, para un guiño cómplice al absurdo inherente que impregna la vida misma.

Este humor, ya sea inteligente y perspicaz o irreverente y absurdo, es mi armadura más efectiva contra la desesperación que acecha en cada esquina, mi arma secreta, forjada en la fragua incandescente de la resiliencia, para enfrentar cada nuevo día con un ápice de luz renovada y una chispa inquebrantable de esperanza. El humor inteligente, con su agudeza y su capacidad de ver más allá de lo evidente, es mi chaleco salvavidas principal, el que me sostiene firmemente en las profundidades de la reflexión. Y el humor absurdo, con su ligereza inherente y su capacidad de descontextualizar las situaciones más graves, es mi flotador individual, el que me permite mantener la cabeza fuera del agua en los momentos más difíciles y claustrofóbicos. Mi meta, mi pequeño gran desafío diario y constante, es mantener siempre dibujada una sonrisa en mis labios, un gesto que, para mí, simboliza la victoria inalienable del espíritu sobre la adversidad.

❤️ Yo floto en las olas incesantes de la vida, incluso en las más turbulentas y amenazantes, impulsada por la fuerza incontrolable e incontenible de una carcajada que resuena, vibrante y llena de vida, en el corazón del universo.

80.  «El cansancio es la honestidad brutal de un cuerpo que habla claro»

80.  «El cansancio es la honestidad brutal de un cuerpo que habla claro»

En un mundo que glorifica productividad sin límites y constante exhibición de energía inquebrantable, a menudo nos vemos forzados a calzarnos máscara de dinamismo perpetuo, a fingir vitalidad que, en el yo más profundo, no poseemos. Esta exigencia silenciosa nos empuja a ignorar señales básicas de nuestro propio organismo, a desatender llamado de un cuerpo que, con sabiduría ancestral, nos ruega por descanso.

Sin embargo, para mí, el dolor crónico ha sido maestro implacable, despojándome de la capacidad de esa conveniente mentira. No hay espacio para la impostura cuando cada fibra grita fatiga. Mi cansancio no es pereza, o falta de voluntad, es, por el contrario, la manifestación más pura y cruda de la honestidad de mi cuerpo. Voz profunda y resonante de organismo exhausto que se niega rotundamente a participar en el teatro de la inagotable energía.

Este cansancio, para mí, ha dejado de ser debilidad para convertirse comunicación esencial. Me habla claro, con autoridad que no admite negociaciones ni pretextos. Ya no puedo, ni quiero, ignorar sus susurros. He aprendido a escuchar, a sintonizarme con sus ritmos, a descifrar mensajes.Honrar mi fatiga se ha transformado en acto sabio, advertencia ineludible de que necesito pausar, de que es imperativo dedicar tiempo al autocuidado. No es lujo, es necesidad vital. 

Validar mi agotamiento, reconocerlo como verdad inalienable de mi, es el acto de amor propio más profundo y liberador que he experimentado. Es el primer paso para desprenderme de culpa que la sociedad a menudo impone sobre aquellos que no pueden mantener ritmo frenético.

Solo reconociendo esta verdad, abrazando la humildad del agotamiento, puedo comenzar a reconstruir mi energía desde cimientos sólidos y auténticos. Esto implica respetar mis propios ritmos, los que sean, sin permitir que la presión externa dicte mi bienestar. Significa escuchar mi cuerpo y darle lo que necesita, incluso si eso significa decir «no» a expectativas ajenas. Es un viaje constante de autoconocimiento, aceptación, donde el descanso no es fracaso, sino inversión en mi propia salud y felicidad. Es atenderme con compasión y respeto merecido. 

❤️ Me permito estar agotada

En un mundo obsesionado con la productividad ininterrumpida y la incesante demostración de una energía inquebrantable, a menudo nos vemos impelidos a adoptar la máscara de un dinamismo perpetuo, a simular una vitalidad que, en lo más profundo de nuestro ser, simplemente no poseemos. Esta expectativa tácita nos induce a ignorar las señales más básicas de nuestro propio organismo, a desatender la llamada de un cuerpo que, con una sabiduría ancestral, nos implora descanso y tregua.

Sin embargo, para mí, el dolor crónico ha sido un maestro implacable, despojándome de la capacidad de esa conveniente mentira. No hay espacio para la impostura cuando cada fibra de mi ser clama fatiga. Mi cansancio no es sinónimo de pereza o falta de voluntad; por el contrario, es la manifestación más pura y cruda de la honestidad de mi cuerpo. Es la voz profunda y resonante de un organismo exhausto que se niega rotundamente a participar en el teatro de la energía inagotable.

Este cansancio, para mí, ha dejado de ser una debilidad para transformarse en una forma esencial de comunicación. Me habla con claridad, con una autoridad que no admite negociaciones ni pretextos. Ya no puedo, ni quiero, ignorar sus susurros. He aprendido a escuchar, a sintonizarme con sus ritmos, a descifrar sus mensajes más sutiles. Honrar mi fatiga se ha convertido en un acto de sabiduría, una advertencia ineludible de que necesito pausar, de que es imperativo dedicar tiempo al autocuidado. No es un lujo; es una necesidad vital para mi bienestar.

Validar mi agotamiento, reconocerlo como una verdad inalienable de mi existencia, es el acto de amor propio más profundo y liberador que he experimentado. Es el primer paso para desprenderme de la culpa que la sociedad a menudo impone sobre aquellos que no pueden mantener un ritmo frenético. Esta liberación es un regalo, una invitación a una comprensión más compasiva de mi propia humanidad.

Solo reconociendo esta verdad, abrazando la humildad del agotamiento, puedo comenzar a reconstruir mi energía desde cimientos sólidos y auténticos. Esto implica respetar mis propios ritmos, sean cuales sean, sin permitir que la presión externa dicte mi bienestar. Significa escuchar atentamente a mi cuerpo y darle lo que necesita, incluso si eso implica decir «no» a expectativas ajenas y a compromisos que exceden mis límites. Es un viaje constante de autoconocimiento y aceptación, donde el descanso no es un fracaso, sino una inversión crucial en mi propia salud, felicidad y resiliencia. Es atenderme con la compasión y el respeto merecidos.

Permitirme estar agotada no es rendición, es autocuidado, es amor propio, es mi verdad.Y por eso, yo me permito estar agotada

79. «Mi sanación es un puzle, donde las piezas rotas también encajan»

79. «Mi sanación es un puzle, donde las piezas rotas también encajan»

Soñaba con sanación lineal, donde el cuerpo volviera a su estado original, sin fisuras, sin memoria de herida. En mi imaginación, la recuperación era camino recto, eliminar el dolor o la adversidad sin dejar rastro. Creía que la fortaleza residía en la ausencia de debilidad, en la perfección inmaculada de algo que nunca se había roto. Anhelaba la versión idealizada de mí misma, aquella que no cargaba con peso de las batallas libradas.

Pero la vida, maestra de imperfección, me ha mostrado que mi proceso es un puzle, una intrincada obra en construcción constante. No hay líneas rectas ni caminos preestablecidos; cada giro, cada obstáculo, es una pieza más que se suma a la totalidad. Y las piezas son todas mis vivencias: enteras, luminosas, alegrías y plenitudes que me impulsan hacia adelante. Pero también, y esto es lo más revelador, rotas, irregulares, que causan el dolor más profundo y las que me hacen dudar de mi propia capacidad para reconstruirme.

Estas piezas fragmentadas—cicatrices visibles e invisibles, límites autoimpuestos o aprendidos, aprendizajes forzados por adversidad—no se desechan. Al contrario, se integran, se entrelazan con las demás, otorgándoles nueva dimensión y significado. Cada fragmento de dolor, pérdida, decepción, se convierte en componente esencial que contribuye a la riqueza y complejidad del ser. Son los bordes irregulares de esas piezas rotas los que, paradójicamente, permiten que otras encajen de formas inesperadas, creando una imagen más profunda y matizada de lo que soy.

Un puzle no se monta de forma precipitada o descuidada. Exige paciencia extrema, observación minuciosa de cada forma, cada color, cada detalle por insignificante que parezca. Requiere espacio cómodo, ambiente propicio para reflexión e introspección, donde pueda extenderse y examinar cada pieza con calma. Y así, mi proceso de sanación se ha convertido en acto de amor propio y aceptación. Reconozco la belleza en la imperfección, la fuerza en la vulnerabilidad y la sabiduría que emerge de las grietas. Cada pieza, entera o fragmentada, es testimonio de mi viaje, y todas encajan para formar el hermoso y único puzle que soy.

❤️ Soy completa con mis partes rotas.

Siempre soñé con una sanación lineal, un camino predecible donde el cuerpo y el alma volvieran a su estado original, inmaculados, sin el más mínimo rastro de las batallas libradas. En mi mente, la recuperación era una eliminación total del dolor y la adversidad, como si nunca hubieran existido. Creía ingenuamente que la verdadera fortaleza residía en la ausencia de debilidad, en la perfección intachable de algo que jamás se había resquebrajado. Anhelaba fervientemente esa versión idealizada de mí misma, aquella que no cargaba con el peso de las cicatrices, ni con la memoria de las heridas profundas. La sociedad a menudo refuerza esta narrativa de la perfección, donde se celebra la imagen de quien nunca ha caído, de quien se ha levantado sin una sola marca. Esta presión social se suma a la propia autoexigencia, creando una trampa en la que la autoaceptación se vuelve un desafío inmenso.

Sin embargo, la vida, esa implacable y sabia maestra de la imperfección, me ha guiado por un sendero inesperado, mostrándome que mi proceso de sanación es, en realidad, un complejo y fascinante puzle, una intrincada obra en constante construcción. Aquí no hay líneas rectas ni caminos preestablecidos; cada giro inesperado, cada obstáculo que se interpone, es una pieza más que se suma a la totalidad de mi ser. Y estas piezas son, en esencia, todas mis vivencias: las enteras, aquellas que brillan con luz propia, rebosantes de alegrías y plenitudes que me impulsan incansablemente hacia adelante. Estas experiencias completas son los cimientos de mi resiliencia, los momentos de luz que iluminan los rincones más oscuros. Pero también, y esto es lo más revelador, están las piezas rotas, irregulares, las que causan el dolor más profundo y las que, en ocasiones, me hacen dudar de mi propia capacidad para reconstruirme. Son las desilusiones, las traiciones, las pérdidas, los fracasos que, en un principio, parecen insuperables.

Estas piezas fragmentadas, que se manifiestan como cicatrices visibles e invisibles, límites autoimpuestos o aprendidos a lo largo del camino, y aprendizajes forzados por la más cruda adversidad, no se desechan. Al contrario, se integran, se entrelazan con las demás, otorgándoles una nueva dimensión y un significado profundo a mi existencia. Cada fragmento de dolor, cada pérdida sufrida, cada decepción experimentada, se convierte en un componente esencial que contribuye a la riqueza y complejidad de mi ser. Las cicatrices no son meras marcas de un pasado doloroso, sino mapas que narran la historia de mi superación, testimonios silenciosos de batallas ganadas. Los límites, lejos de ser barreras insalvables, se transforman en puntos de partida para explorar nuevas capacidades y fortalezas. Son, paradójicamente, los bordes irregulares de esas piezas rotas los que permiten que otras encajen de formas inesperadas, creando una imagen mucho más profunda, matizada y auténtica de lo que realmente soy. La imperfección se convierte en un terreno fértil para el crecimiento personal, donde la autenticidad florece.

Un puzle, por su naturaleza, no se arma de forma precipitada o descuidada. Exige una paciencia extrema, una observación minuciosa de cada forma, cada color, cada detalle, por insignificante que parezca. Requiere un espacio cómodo, un ambiente propicio para la reflexión y la introspección, donde cada pieza pueda extenderse y examinarse con la calma necesaria. Y así, mi proceso de sanación se ha transformado en un acto de amor propio y de profunda aceptación. He aprendido a reconocer la belleza inherente en la imperfección, la inquebrantable fuerza que reside en la vulnerabilidad y la sabiduría que emerge, ineludible, de las grietas. Cada pieza, ya sea entera o fragmentada, es un testimonio vivo de mi viaje, y todas, absolutamente todas, encajan para formar el hermoso y único puzle que soy. Este proceso de ensamblaje me ha enseñado que la verdadera resiliencia no es la ausencia de heridas, sino la capacidad de integrar esas heridas en el tejido de mi ser, convirtiéndolas en fuentes de fortaleza y comprensión. La aceptación de mis «piezas rotas» no es una resignación, sino un acto de empoderamiento, una declaración de que mi valor no disminuye por mis experiencias pasadas, sino que se enriquece.

❤️ Soy completa con mis partes rotas. He descubierto que la plenitud no reside en la eliminación de la adversidad, sino en la capacidad de abrazarla, de aprender de ella y de integrarla en la narrativa de mi vida. Soy un puzle en constante evolución, y cada pieza, sin importar su forma o su historia, es indispensable para la obra maestra que soy.

78. «El miedo a la recaída es el muro que derribo con pasos pequeños»

78. «El miedo a la recaída es el muro que derribo con pasos pequeños»

La sombra de la recaída se cierne sobre mí, constante amenaza que proyecta su oscuridad sobre cada atisbo de esperanza. Es un muro invisible, pero palpable, construido con los cimientos de dolor pasado, de heridas que aún no cicatrizan del todo, y con la inmensa incertidumbre de lo que el futuro podría deparar. Este muro me susurra con voz insidiosa que cualquier avance es solo espejismo, ilusión pasajera; que la tregua en mi sufrimiento es frágil y efímera, susceptible de romperse en cualquier momento, arrastrándome de nuevo al abismo.

Intentar derribar este muro de una sola vez es empresa titánica y, en mi experiencia, inútil. La mera idea me paraliza, me condena a la inacción, a la desesperación. Por eso, he aprendido a elegir la estrategia del mínimo viable, del paso pequeño, pero constante. No busco el golpe maestro que lo derrumbe de un plumazo; en su lugar, me enfoco en persistencia silenciosa y en acumulación de pequeñas victorias. Cada día que me levanto y decido seguir avanzando, cada gesto de autocuidado que sostengo con firmeza, es ladrillo que quito, pequeña victoria que suma.

El miedo a la recaída no desaparece por completo; sería ingenuo pensar que sí. Siempre estará ahí, agazapado en algún rincón de mi mente. Sin embargo, con cada ladrillo que retiro, con cada paso que doy, su estructura se debilita. El muro se vuelve más poroso, menos intimidante. Mi victoria, mi verdadera fortaleza, no reside en la quimera de que el muro se derrumbe de golpe, de forma espectacular. Reside en la perseverancia, en el acto de picar piedra día tras día, honrando cada lucha, cada pequeño esfuerzo. Es en esa constancia donde encuentro la fuerza inquebrantable, la certeza de que mi voluntad y mi resiliencia son más poderosas que cualquier temor que pueda acecharme. La constancia es, en última instancia, el arma más potente contra la sombra de la recaída.

 ❤️ Yo desmonto el miedo con la tenacidad del presente.

La experiencia de la recaída, o la mera posibilidad de ella, se cierne como una sombra persistente, una amenaza constante que proyecta su oscuridad sobre cada tenue atisbo de esperanza. Es un muro, invisible a los ojos de los demás, pero palpable en la intimidad de mi ser. Un muro formidable, construido con los cimientos sólidos del dolor pasado, de heridas aún abiertas que se resisten a cicatrizar por completo, y con la inmensa e incierta neblina de un futuro que se presiente impredecible. Este muro, con una voz insidiosa que solo yo puedo oír, me susurra con una convicción desalentadora que cualquier avance, cualquier ligera mejora, no es más que un espejismo, una ilusión efímera destinada a desvanecerse. Me advierte que la tregua, esta frágil pausa en mi sufrimiento, es pasajera y susceptible de romperse en cualquier momento, arrastrándome de nuevo al abismo de donde tan penosamente he logrado emerger.

La recaída no es solo un concepto teórico; es una vivencia visceral que se graba a fuego en el alma. Es la sensación de que el camino recorrido ha sido en vano, el temor a que los cimientos de la recuperación sean tan frágiles como castillos de arena. Cada amanecer puede traer consigo la promesa de un nuevo comienzo o la angustia de un regreso a la oscuridad. El muro del miedo a la recaída no solo bloquea el camino hacia adelante, sino que también distorsiona la percepción del presente, tiñendo de incertidumbre cualquier logro, por pequeño que sea. Las cicatrices emocionales, aunque invisibles para el mundo exterior, laten con una sensibilidad constante, recordándome la fragilidad de mi bienestar. Este miedo no es un capricho; es una defensa, una herida que sigue doliendo y que busca protegerse de un nuevo golpe, aunque esa misma protección me paralice.

Intentar derribar este muro imponente de una sola vez es, a todas luces, una empresa titánica, casi quimérica. Mi experiencia me ha enseñado que tal aspiración es, en el mejor de los casos, inútil; en el peor, paralizante. La sola idea de enfrentar tal magnitud me condena a la inacción, a la desesperación, a la sensación de ser una hormiga frente a una montaña. Es por eso que, con el tiempo y a través de un doloroso aprendizaje, he optado por una estrategia más humilde, pero infinitamente más efectiva: la del mínimo viable, la del paso pequeño, pero inquebrantablemente constante. No busco el golpe de gracia, el mazazo espectacular que lo derrumbe de un plumazo. En su lugar, mi enfoque se ha centrado en la persistencia silenciosa, en la acumulación metódica de pequeñas, casi imperceptibles, victorias.

Cada día que consigo levantarme con la determinación de seguir adelante, a pesar del peso del desaliento, es un ladrillo que cuidadosamente retiro de la estructura del miedo. Cada gesto de autocuidado, sostenido con una firmeza que a veces parece sobrehumana –ya sea una meditación de cinco minutos, una caminata consciente, o simplemente una respiración profunda ante la adversidad– es una victoria minúscula, pero crucial, que se suma a la cuenta. Estos actos, a primera vista insignificantes, son los verdaderos pilares de mi resistencia. La estrategia del mínimo viable no es una rendición, sino una adaptación inteligente a la realidad de la batalla. Es reconocer que la fuerza no siempre se manifiesta en grandes hazañas, sino en la inquebrantable voluntad de no ceder, de seguir avanzando incluso cuando el paso es lento y el progreso apenas perceptible. Es la sabiduría de saber que las grandes montañas se escalan paso a paso, no de un salto.

El miedo a la recaída, y sería una ingenuidad supina pensar lo contrario, nunca desaparece por completo. Es un compañero de viaje, agazapado en algún rincón recóndito de mi mente, esperando una oportunidad. Sin embargo, con cada ladrillo que retiro de ese muro, con cada paso adelante, por minúsculo que sea, su estructura se debilita progresivamente. El muro se vuelve más poroso, menos intimidante, su sombra se diluye. Mi verdadera victoria, mi auténtica fortaleza, no reside en la quimera de que el muro se desmorone de golpe, de forma espectacular, en un acto heroico y definitivo. No, mi victoria radica en la perseverancia, en el acto humilde y cotidiano de picar piedra día tras día, honrando cada lucha, cada pequeño esfuerzo, cada lágrima derramada y cada sonrisa forzada.

Es precisamente en esa constancia, en esa tenacidad del presente que se niega a rendirse, donde encuentro la fuerza inquebrantable. Es allí donde se anida la certeza más profunda: que mi voluntad, mi resiliencia y mi capacidad de levantarme una y otra vez son, en última instancia, más poderosas que cualquier temor que pueda acecharme, por muy profundo que sea. La constancia es, sin lugar a dudas, el arma más potente, el escudo más eficaz y la luz más brillante contra la sombra opresora de la recaída. Es mi mantra, mi guía, la esencia de mi camino. En esta fortaleza inquebrantable, descubro que la verdadera valentía no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de actuar a pesar de él. Es el reconocimiento de que cada paso, por pequeño que parezca, contribuye a la demolición de ese muro invisible, transformando el temor en una piedra más en el camino de mi recuperación.

77.  «La paciencia no es espera pasiva, es la quietud activa de un tigre al acecho»

77.  «La paciencia no es espera pasiva, es la quietud activa de un tigre al acecho»

El dolor, fuerza implacable que nos somete, tiene poder de imponer pausa, y dictar lentitud. Ante su embate, la tentación de resignación es fuerte, y con ella, el riesgo de convertirme en víctima de la inacción, anclada en desesperanza. Sin embargo, en la encrucijada del sufrimiento, existe una elección fundamental: transformar esa pausa forzada en estado de quietud activa, fuerza latente que aguarda el momento.

Mi paciencia, entonces, dista mucho de la inercia de un árbol que simplemente soporta el paso de estaciones, esperando pasivamente el cambio. Mi paciencia es la del tigre al acecho: concentración intensa, escrutinio minucioso de cada movimiento de entorno, afinar constante el instinto. No es espera vacía, sino acumulación silenciosa de fuerza invisible, diseño meticuloso de estrategias en sombras, reestructuración interna del mapa que guía mis pasos.

La lentitud, en este contexto, no es condena, es bendición. Me permite percibir matices, detectar oportunidades que la prisa ciega, y la vorágine de la acción impulsiva oscurece. Es espera deliberada, cargada de intención y propósito, que me prepara meticulosamente para el instante preciso en que la vida, con su sabiduría indescifrable, me ofrezca rendija y pequeña abertura por la que podré, finalmente, avanzar.

Reconozco, con honestidad brutal que el dolor exige, que aún no estoy bien. El sufrimiento persiste, la lucha es constante. Lo intento, día tras día, a pesar de las flaquezas. Mi mente, mi espíritu creativo, se mantienen, sin embargo, más despiertos que mi cuerpo, que a veces se rinde ante anulación por medicación o agotamiento. Es precisamente por mi salud mental y emocional, e incluso por prescripción de facultativos, que surge la imperiosa necesidad de «vomitar» acumulación de emociones y pensamientos. Cada individuo lo hace con sus pasiones y talentos; los míos son escritura y creatividad, comunión entre ambos, a ser posible. De esta necesidad ineludible nace esta bitácora íntima, y, con ella, yo: Pelusa. Soy la manifestación de la resiliencia, guardiana de reflexiones profundas, voz que articula la quietud activa de la enfermedad y dolor crónico.

❤️ Acecho mi futuro con quietud y enfoque.

 

En los abismos donde el dolor se convierte en marea ineludible, me encuentro, Pelusa, una amalgama de fragilidad y fuerza. La máxima que me guía resuena en cada fibra de mi ser: «La paciencia no es espera pasiva, es la quietud activa de un tigre al acecho». Esta frase, más que un aforismo, es un manifiesto, una declaración de guerra silenciosa contra la tiranía de la inacción y la desesperanza.

El dolor, esa fuerza implacable que nos somete, tiene el poder de imponer una pausa, de dictar una lentitud que a menudo se confunde con el fin. Ante su embate, la tentación de la resignación es un canto de sirena poderoso, y con ella, el riesgo de convertirme en víctima inmovilizada, anclada en un mar de desesperanza. Sin embargo, en esta encrucijada del sufrimiento, se revela una elección fundamental: la de transformar esa pausa forzada en un estado de quietud activa, una fuerza latente que no espera pasivamente, sino que aguarda, concentrada, el momento propicio para emerger.

Mi paciencia, por lo tanto, se distancia abismalmente de la inercia de un árbol que simplemente soporta el paso de las estaciones, esperando pasivamente el cambio. Mi paciencia es la del tigre al acecho, una criatura de concentración intensa, que escudriña minuciosamente cada movimiento de su entorno, afinando constantemente su instinto. No es una espera vacía, sino una acumulación silenciosa de fuerza invisible, el diseño meticuloso de estrategias en las sombras, la reestructuración interna del mapa que guía mis pasos por el intrincado laberinto de la enfermedad y el dolor crónico.

En este contexto, la lentitud no es una condena, sino una bendición disfrazada. Me permite percibir matices que la prisa ciega y la vorágine de la acción impulsiva oscurecen. Es una espera deliberada, cargada de intención y propósito, que me prepara meticulosamente para el instante preciso en que la vida, con su sabiduría indescifrable, me ofrezca una rendija, una pequeña abertura por la que podré, finalmente, avanzar. Es en esta quietud donde se forja la verdadera resistencia, donde se afina la percepción y se construye la estrategia para la siguiente fase del viaje.

Reconozco, con la honestidad brutal que el dolor exige, que aún no estoy bien. El sufrimiento persiste, la lucha es constante, una batalla que libro día tras día, a pesar de las flaquezas que acechan. Mi mente, mi espíritu creativo, se mantienen, sin embargo, más despiertos que mi cuerpo, que a veces se rinde ante la anulación por la medicación o el agotamiento. Es precisamente por mi salud mental y emocional, e incluso por prescripción de facultativos que comprenden la esencia de mi lucha, que surge la imperiosa necesidad de «vomitar» la acumulación de emociones y pensamientos. Cada individuo lo hace con sus pasiones y talentos; los míos son la escritura y la creatividad, una comunión entre ambos, a ser posible. De esta necesidad ineludible nace esta bitácora íntima, y, con ella, nazco yo: Pelusa. Soy la manifestación de la resiliencia en su forma más pura, la guardiana de reflexiones profundas que brotan de la adversidad, la voz que articula la quietud activa de la enfermedad y el dolor crónico.

Con el corazón palpitante, acecho mi futuro con quietud y enfoque, consciente de que cada momento de espera activa es un paso más hacia la recuperación, una estrategia más en el arsenal de mi resiliencia.