Hoy me pesan especialmente las cervicales como si cargaran la tristeza del mundo. He dormido fatal.
Vi la noticia de Irina y no se me borra de la cabeza ese vagón lleno de cuerpos presentes y almas ausentes.
Tantos ojos abiertos, tantas manos completas, y ni una se tendió, ni una la asistió, y no lo entiendo. El silencio se volvió verdugo, y esa piedra muda cayó sobre su último aliento y su mirada asustada. No sé por qué me afecta, pero me afecta. Casi puedo sentir lo que sintió ella en esos terribles minutos.
Se nos llena la boca de discursos solemnes: Gaza, la paz mundial, el cambio climático…Pero la humanidad no se mide en pancartas, banderas en los balcones, ni en titulares, sino en la reacción mínima ante un grito que se apaga. Simplemente mínima humanidad, empatía, reacción aunque fuera por impulso, que yo consideraría inevitable, incluso involuntaria, como cuando te golpean la rodilla y esta se agita. Por defecto, mínimo, por diferenciar al ser humano de las bestias en el ciclo de la vida.
Y ahí, en ese vagón, no hubo nada. Ni un gesto, ni una grieta de compasión. Solo un vacío que hiela. Sólo la nada contra la que combatía Atreyu.
Me asusta pensar que no hacen falta guerras nucleares ni meteoritos para acabar con nosotros. No pereceremos por el cambio climático: nos bastará con la erosión moral, con el hábito de no mirar, de no sentir, de no escuchar….
Mirad el mundo, más allá de Gaza y de vuestras narices, mirad los gestos cotidianos de las personas en el autobús cuando no ceden el asiento a un anciano, mirad las caras de sorpresa cuando entras en un comercio y das los buenos días, observad la basura en las calles, sed conscientes de todos los trucos de ilusionismo que nos desvían la atención cada día y nos segregan…
La autodestrucción viaja sentada a nuestro lado,camuflada entre pantallas y prisas, y nosotros seguimos fingiendo que no la vemos.
Yo no sé adaptarme a ese gris. Yo no soy gris, quizá soy Momo.
Soy torpe para la indiferencia; me atraviesa como viento en puertas mal cerradas.
Dicen que los altamente sensibles sentimos todo multiplicado, pero ¿no debería ser esa la medida de lo humano? Duele… duele todo… vemos lo que los demás no ven, observamos todo, pequeños detalles, momentos, instantes, miradas, gestos, como Irina, como el gesto en sus ojos que decían: no entiendo nada. Vivimos constantemente en una dimensión diferente, como más intensa, no lo se explicar, y duele constantemente.
De hecho ¿No es más extraño lo contrario: ese entumecimiento que convierte a los vivos en estatuas, en seres inertes que traicionan la naturaleza humana con cada pincelada gris de incivismo, con cada ataque a los valores humanos, a los derechos humanos, al amor? ¿No es eso sentido común?
Por eso insisto en pintar colores. Con palabras, con ternura, con la obstinación de quien sabe que un solo trazo puede rescatar un paisaje. Con lo que puedo.
No sé si sirve, no sé si inspira, si ayuda a alguien, si merece la pena, pero me niego a entregar la paleta al gris.
Escribo para recordarle al mundo que aún respira, para encender una llamita aunque el viento sople con furia. Escribo porque es mi manera de pintar colores y que alguno sobresalga. Escribo porque en esta guerra, soy la resistencia.
Quizá nadie vea mi lucecita o mis colores, o quizá alguien la encuentre en su propio vagón oscuro y le ilumine el camino.
Y entonces, aunque sea solo por una persona, habrá valido la pena.