Hoy me levanto y el silencio de la habitación parece retumbar más que de costumbre, como si el mundo supiera que he decidido quitarme la venda. Me bajo de la cama con los calcetines arrugados y con el temor de quien sabe lo que va a encontrar, y ahí está, el viejo dolor, como un amigo que no fue invitado pero insiste en quedarse. Duele la espalda, las cervicales… el lado derecho de mi cuerpo se convierte en un mar de punzadas, un hormigueo lento y continuo que me hace cerrar los ojos y contener el aliento.

Lo había adormecido durante un tiempo, tapado como quien coloca una manta sobre una ventana rota para no sentir el frío. Además me he acostumbrado a sentirlo. Pero yo ya no quiero el calor falso de la medicación, no quiero acallar al monstruo, quiero que se marche de una vez, quiero que me arreglen, que me devuelvan un cuerpo que funcione sin tantos parches, que me dañan de muchas otras maneras.

Mientras me preparo para enfrentar otro día en esta especie de limbo, recuerdo las veces que me he prometido que nunca dejaría que el dolor me definiera. Y aquí estoy, batallando en la oscuridad, con la piel sensible al más leve roce, pero también con una voluntad de hierro. No pienso dejar que me gane, aunque confieso que a veces siento miedo, y estoy agotada. El camino es incierto, y las opciones médicas se desvanecen y reaparecen como lucecitas lejanas que no puedo alcanzar. Hay días en los que el mundo se vuelve borroso, y cada movimiento parece un esfuerzo hercúleo, un recordatorio de mi fragilidad, de esa vulnerabilidad que no se cura con una pastilla.

Sigo de baja en el trabajo, y siento el peso de lo que se acumula en mi ausencia, e incluso una punzada de culpa por mis compañeros y responsabilidades. Pero en mi mente no hay descanso, y la vida sigue girando, implacable, esperando que yo tome una decisión, que me decida entre más tratamientos, más exploraciones, fisioterapias, neuropsicologías, más citas con médicos que tienen respuestas técnicas, pero no soluciones reales, pues sigue el dolor. Algo no va bien. Tampoco comprenden la parte humana, ni la contemplan, y no me ayudan a sobre llevar cinco años de dolor. Es duro.

Es una encrucijada donde todo es dolor y resiliencia. Donde a cada paso le pregunto al universo cuánto más puedo soportar, y sin embargo sigo. Porque, aunque duela, no voy a renunciar a buscar la forma de liberarme de esta sombra. Porque soy una guerrera. Porque merezco más que un adormecimiento. Merezco despertar, sin el peso de esta carga en cada rincón de mi cuerpo, y de mis emociones cansadas y maltrechas.

Si he de caer, será peleando.