La vida nos presenta retos constantes, y entre los más difíciles, enfermedad y dolor, que pueden sumirnos en incertidumbre. Sin embargo, en estos momentos, podemos encontrar inspiración en la antigua fábula «La rana sorda», que nos enseña sobre la resiliencia y capacidad humana para superar adversidades. La fábula siempre me ha parecido poderosa lección disfrazada de cuento.

Narra cómo dos ranas caen en un pozo profundo. Desde el borde, una multitud de ranas les grita que es imposible salir. Una de ellas, desmoralizada por comentarios negativos, se rinde, y muere. La otra, sin embargo, sigue saltando con determinación, ignorando gritos de multitud. Para asombro de todos, logra salir del pozo. Cuando le preguntan cómo, revela su secreto: era sorda, y en su percepción, los gritos eran en realidad vítores de ánimo.

Yo pienso en ella muchas veces. En su salto torpe, insistente, ciego. En cómo la fe en uno mismo puede sonar como silencio para el resto. Vivimos rodeados de voces que opinan sobre nuestra vida, cuerpos, sueños. Voces que se disfrazan de consejo y en realidad son eco de temores propios. Aprendemos pronto a medirnos con ese ruido, a pedir permiso para existir. Pero hay un punto, casi siempre tras una caída, en el que algo dentro se cansa y se vuelve sordo. Una sordera selectiva, sabia, necesaria.

La rana sorda no era especial: simplemente no escuchó lo que podía detenerla. Tal vez eso sea la resiliencia, esa mezcla entre ingenuidad y coraje que empuja a seguir aunque nadie entienda por qué. Saltar aunque duela, aunque todos digan “basta”. Y descubrir, en mitad del esfuerzo, que fuerza no viene de músculo, sino de propósito.

A veces pienso que todos necesitamos aprender a ser un poco ranas sordas. A no escuchar diagnósticos imposibles, profecías tristes, comparaciones que matan esperanzas. A cubrirnos los oídos con silencio fértil y mirar hacia arriba, donde el cielo sigue siendo posible.

Porque la rana no salió del pozo por soberbia, sino por fe, y aún quedaba vida fuera. Decidió que la última palabra la diría su salto, no el coro.

❤️ También aprendo a escuchar menos ruido y más instinto. Y en ese silencio, aunque duela, salto

La existencia humana es, por naturaleza, una travesía jalonada de desafíos ineludibles. Entre ellos, pocos son tan desestabilizadores como el embate de la enfermedad y el dolor, realidades que nos confrontan con nuestra propia fragilidad y nos sumergen en un mar de incertidumbre. En estos momentos de profunda vulnerabilidad, cuando la fe flaquea y el camino parece oscurecerse, es fundamental anclar la mirada en fuentes de inspiración que nos recuerden la inmensa capacidad del espíritu humano para sobreponerse a la adversidad. Precisamente, en la sencillez de la antigua fábula «La rana sorda», encontramos un espejo de esa resiliencia intrínseca, una poderosa lección disfrazada de cuento infantil que destila sabiduría para el adulto que se enfrenta a lo imposible.El Eco del Desaliento y el Poder del Silencio Interno

La fábula, con su concisa narrativa, nos sitúa ante un escenario de crisis: dos pequeñas ranas que, por accidente o destino, caen en el fondo de un pozo insondable. Desde el borde, una multitud de sus congéneres se agolpa, y con la mejor (o peor) de las intenciones, emiten un coro unánime de desesperanza. Sus gritos, lejos de ser un aliento, son la cruel constatación de la imposibilidad: «¡Es inútil!», «¡Ríndanse, no hay salida!», «¡Morirán aquí!».

La primera rana, permeable al miedo colectivo y desmoralizada por el peso de los comentarios negativos, interpreta la opinión de la mayoría como una sentencia inapelable. Su voluntad se doblega, su energía se agota, y tristemente, se da por vencida, encontrando su fin en la oscuridad del pozo.

La segunda rana, sin embargo, protagoniza una suerte diferente, un acto de terca y admirable determinación. A pesar del estruendo y la fatalidad que le lanzan desde arriba, ella sigue saltando con una insistencia casi ciega. Salto tras salto, en un esfuerzo que parece absurdo para los observadores, ignora el murmullo de la multitud. Para asombro general, y contra todo pronóstico, logra alcanzar la ansiada libertad.

El momento culminante llega con la pregunta clave: ¿Cómo lo hiciste? Su respuesta es la revelación que transforma la moraleja: la segunda rana era sorda. En su particular percepción, aquellos gritos de desaliento y pesimismo no eran más que vítores de ánimo y aplausos que la impulsaban a continuar.La Sordera Selectiva como Acto de Supervivencia

Esta imagen de la rana sorda, con su salto torpe, insistente y, paradójicamente, lleno de fe, resuena profundamente en la experiencia de quien lucha. Nos obliga a reflexionar sobre cómo la creencia inquebrantable en uno mismo puede manifestarse como un absoluto silencio para el resto del mundo.

Vivimos inmersos en un paisaje sonoro de opiniones constantes que buscan definir nuestra vida, dictar qué es posible para nuestro cuerpo, limitar nuestros sueños y juzgar nuestras decisiones. Son voces que a menudo se disfrazan de «consejo bienintencionado» pero que, en el fondo, son tan solo el eco amplificado de los temores e inseguridades de quienes las emiten. Desde la infancia, nos entrenan para medir nuestra valía con ese ruido externo, a pedir permiso implícito para ocupar nuestro espacio en el mundo.

No obstante, existe un punto de inflexión, un umbral que a menudo se cruza tras una gran caída o una dura prueba. Es el momento en que algo profundo dentro de nosotros se agota de escuchar y decide, por instinto de conservación, volverse sordo. No es una sordera física, sino una sordera selectiva: sabia, protectora y absolutamente necesaria para la supervivencia del espíritu.

La magia de la rana sorda no reside en una habilidad especial o una constitución física superior, sino en su bendita incapacidad de oír aquello que tenía el poder de paralizarla. Tal vez sea esto, precisamente, la definición más pura de la resiliencia: esa mezcla singular de ingenuidad (la de creer que el esfuerzo es suficiente) y coraje (el de seguir adelante cuando todos dictan lo contrario). Es la decisión consciente de saltar a pesar del dolor físico o emocional, ignorando a quienes gritan «¡Basta!» o «¡Es demasiado!».

En la mitad de ese esfuerzo obstinado, la rana sorda (y nosotros con ella) descubre una verdad fundamental: la verdadera fuerza no reside en la potencia del músculo, sino en la claridad y la convicción del propósito. Es el «por qué» lo que impulsa el salto, no el «cómo» o el «cuánto».Mirar hacia el Cielo, Cubrirse los Oídos con Silencio Fértil

La lección final es una invitación a la acción personal. Todos, en algún momento, necesitamos adoptar la sabiduría de la rana sorda. Necesitamos aprender a no escuchar el peso muerto de los diagnósticos imposibles, la frialdad de las profecías tristes, y el veneno de las comparaciones que asesinan la esperanza.

Es un llamado a la autoprotección mental y emocional: a cubrir nuestros oídos con un silencio fértil, un espacio interior donde solo resuene la propia voluntad. Y una vez en ese silencio, mirar hacia arriba, recordar que el cielo –la meta, la salud, el futuro– siempre sigue siendo posible, sin importar cuán profundo sea el pozo.

La rana no emergió por soberbia o desprecio hacia el juicio de los demás. Salió por una fe inquebrantable en su propia capacidad y en la convicción de que la vida seguía existiendo fuera de la oscuridad. Decidió, en un acto supremo de autodeterminación, que la última palabra la dictaría su propio salto, y no el coro de la desesperanza.

En la vida, y especialmente en los trances difíciles, la lección es clara:

❤️ Aprendamos a silenciar el ruido externo y a amplificar la voz del instinto.

Y en ese silencio, incluso si el esfuerzo duele o la incertidumbre aprieta, debemos seguir saltando.