Soñaba con sanación lineal, donde el cuerpo volviera a su estado original, sin fisuras, sin memoria de herida. En mi imaginación, la recuperación era camino recto, eliminar el dolor o la adversidad sin dejar rastro. Creía que la fortaleza residía en la ausencia de debilidad, en la perfección inmaculada de algo que nunca se había roto. Anhelaba la versión idealizada de mí misma, aquella que no cargaba con peso de las batallas libradas.

Pero la vida, maestra de imperfección, me ha mostrado que mi proceso es un puzle, una intrincada obra en construcción constante. No hay líneas rectas ni caminos preestablecidos; cada giro, cada obstáculo, es una pieza más que se suma a la totalidad. Y las piezas son todas mis vivencias: enteras, luminosas, alegrías y plenitudes que me impulsan hacia adelante. Pero también, y esto es lo más revelador, rotas, irregulares, que causan el dolor más profundo y las que me hacen dudar de mi propia capacidad para reconstruirme.

Estas piezas fragmentadas—cicatrices visibles e invisibles, límites autoimpuestos o aprendidos, aprendizajes forzados por adversidad—no se desechan. Al contrario, se integran, se entrelazan con las demás, otorgándoles nueva dimensión y significado. Cada fragmento de dolor, pérdida, decepción, se convierte en componente esencial que contribuye a la riqueza y complejidad del ser. Son los bordes irregulares de esas piezas rotas los que, paradójicamente, permiten que otras encajen de formas inesperadas, creando una imagen más profunda y matizada de lo que soy.

Un puzle no se monta de forma precipitada o descuidada. Exige paciencia extrema, observación minuciosa de cada forma, cada color, cada detalle por insignificante que parezca. Requiere espacio cómodo, ambiente propicio para reflexión e introspección, donde pueda extenderse y examinar cada pieza con calma. Y así, mi proceso de sanación se ha convertido en acto de amor propio y aceptación. Reconozco la belleza en la imperfección, la fuerza en la vulnerabilidad y la sabiduría que emerge de las grietas. Cada pieza, entera o fragmentada, es testimonio de mi viaje, y todas encajan para formar el hermoso y único puzle que soy.

❤️ Soy completa con mis partes rotas.

Siempre soñé con una sanación lineal, un camino predecible donde el cuerpo y el alma volvieran a su estado original, inmaculados, sin el más mínimo rastro de las batallas libradas. En mi mente, la recuperación era una eliminación total del dolor y la adversidad, como si nunca hubieran existido. Creía ingenuamente que la verdadera fortaleza residía en la ausencia de debilidad, en la perfección intachable de algo que jamás se había resquebrajado. Anhelaba fervientemente esa versión idealizada de mí misma, aquella que no cargaba con el peso de las cicatrices, ni con la memoria de las heridas profundas. La sociedad a menudo refuerza esta narrativa de la perfección, donde se celebra la imagen de quien nunca ha caído, de quien se ha levantado sin una sola marca. Esta presión social se suma a la propia autoexigencia, creando una trampa en la que la autoaceptación se vuelve un desafío inmenso.

Sin embargo, la vida, esa implacable y sabia maestra de la imperfección, me ha guiado por un sendero inesperado, mostrándome que mi proceso de sanación es, en realidad, un complejo y fascinante puzle, una intrincada obra en constante construcción. Aquí no hay líneas rectas ni caminos preestablecidos; cada giro inesperado, cada obstáculo que se interpone, es una pieza más que se suma a la totalidad de mi ser. Y estas piezas son, en esencia, todas mis vivencias: las enteras, aquellas que brillan con luz propia, rebosantes de alegrías y plenitudes que me impulsan incansablemente hacia adelante. Estas experiencias completas son los cimientos de mi resiliencia, los momentos de luz que iluminan los rincones más oscuros. Pero también, y esto es lo más revelador, están las piezas rotas, irregulares, las que causan el dolor más profundo y las que, en ocasiones, me hacen dudar de mi propia capacidad para reconstruirme. Son las desilusiones, las traiciones, las pérdidas, los fracasos que, en un principio, parecen insuperables.

Estas piezas fragmentadas, que se manifiestan como cicatrices visibles e invisibles, límites autoimpuestos o aprendidos a lo largo del camino, y aprendizajes forzados por la más cruda adversidad, no se desechan. Al contrario, se integran, se entrelazan con las demás, otorgándoles una nueva dimensión y un significado profundo a mi existencia. Cada fragmento de dolor, cada pérdida sufrida, cada decepción experimentada, se convierte en un componente esencial que contribuye a la riqueza y complejidad de mi ser. Las cicatrices no son meras marcas de un pasado doloroso, sino mapas que narran la historia de mi superación, testimonios silenciosos de batallas ganadas. Los límites, lejos de ser barreras insalvables, se transforman en puntos de partida para explorar nuevas capacidades y fortalezas. Son, paradójicamente, los bordes irregulares de esas piezas rotas los que permiten que otras encajen de formas inesperadas, creando una imagen mucho más profunda, matizada y auténtica de lo que realmente soy. La imperfección se convierte en un terreno fértil para el crecimiento personal, donde la autenticidad florece.

Un puzle, por su naturaleza, no se arma de forma precipitada o descuidada. Exige una paciencia extrema, una observación minuciosa de cada forma, cada color, cada detalle, por insignificante que parezca. Requiere un espacio cómodo, un ambiente propicio para la reflexión y la introspección, donde cada pieza pueda extenderse y examinarse con la calma necesaria. Y así, mi proceso de sanación se ha transformado en un acto de amor propio y de profunda aceptación. He aprendido a reconocer la belleza inherente en la imperfección, la inquebrantable fuerza que reside en la vulnerabilidad y la sabiduría que emerge, ineludible, de las grietas. Cada pieza, ya sea entera o fragmentada, es un testimonio vivo de mi viaje, y todas, absolutamente todas, encajan para formar el hermoso y único puzle que soy. Este proceso de ensamblaje me ha enseñado que la verdadera resiliencia no es la ausencia de heridas, sino la capacidad de integrar esas heridas en el tejido de mi ser, convirtiéndolas en fuentes de fortaleza y comprensión. La aceptación de mis «piezas rotas» no es una resignación, sino un acto de empoderamiento, una declaración de que mi valor no disminuye por mis experiencias pasadas, sino que se enriquece.

❤️ Soy completa con mis partes rotas. He descubierto que la plenitud no reside en la eliminación de la adversidad, sino en la capacidad de abrazarla, de aprender de ella y de integrarla en la narrativa de mi vida. Soy un puzle en constante evolución, y cada pieza, sin importar su forma o su historia, es indispensable para la obra maestra que soy.