El dolor crónico, compañía indeseada, me impuso una pérdida brutal, una de esas que no tienen tumba donde llorar ni donde vivir luto. Es el duelo por una vida que se fue para no volver, eco de quien fui y adiós forzado a un futuro que imaginé y que nunca llegó.
Mi proceso ha sido viaje a través de las conocidas fases del duelo, cada una experimentada con intensidad transformadora. Al principio, la negación fue mi refugio, barrera ilusoria contra la cruda realidad de mis limitaciones. Me aferraba a la esperanza de que todo sería transitorio, de que pronto recuperaría mi antigua vitalidad. Luego, la ira se apoderó de mí, fuego incontrolable contra la injusticia de esta enfermedad que me arrebató tanto. Me enfadaba con el destino, con mi propio cuerpo, con el mundo entero por seguir girando mientras mi vida se detenía. A la ira le siguió la negociación, fase en la que intentas pactar con lo innegociable, buscando soluciones milagrosas o atajos que me devolvieran a mi «yo» anterior. Promesas al universo, regateos con la suerte, todo en un intento desesperado de recuperar lo perdido. Y finalmente, llega la aceptación, no como rendición, sino como paso necesario hacia la paz. Es entonces cuando las lágrimas fluyen, torrente de dolor liberador por la versión de mí misma que se fue.
Este duelo, aunque doloroso, ha sido ritual necesario para mi renacer. Reconocer y honrar al yo perdido, mujer que ya no soy, me ha permitido abrazar con plenitud inesperada a la persona que soy hoy. Versión más sabia, pues cada obstáculo ha sido lección; más lenta, porque he aprendido a apreciar el valor de cada momento y a moverme al ritmo que mi cuerpo me permite; más profunda, porque el sufrimiento me ha abierto a una empatía y comprensión mayor. Y, paradójicamente, me siento más fuerte, fortaleza que no reside en la resistencia física, sino en la resiliencia del espíritu. Este proceso me ha preparado para la persona que espero ser, mi mejor versión, aquella que integra todas las experiencias vividas, sombras y luces, para seguir adelante con gratitud y propósito.
❤️Yo entierro mi pasado, me abro a nuevas posibilidades.
El dolor crónico, esa compañía indeseada que se instala sin permiso y transforma cada fibra de nuestro ser, me impuso una pérdida brutal. No se trataba de una ausencia convencional, de esas que tienen una tumba donde depositar flores y lágrimas, donde se puede vivir el luto de manera tangible. Mi duelo era por una vida que se fue, de puntillas y sin aviso, para no volver. Era el eco de quien fui, un adiós forzado a un futuro que, en algún momento, imaginé con vividez y que, sin embargo, nunca llegó a materializarse. Esta pérdida, silenciosa y constante, me arrancó de cuajo de la senda familiar, obligándome a confrontar una realidad desoladora.
Mi proceso de aceptación y transformación ha sido un viaje arduo, una travesía ineludible a través de las bien conocidas fases del duelo, cada una experimentada con una intensidad que no solo me consumía, sino que también me transformaba. Al principio, la negación se convirtió en mi refugio, una barrera ilusoria que construí con desesperación para protegerme de la cruda realidad de mis limitaciones. Me aferraba con uñas y dientes a la esperanza de que todo sería transitorio, un mal sueño del que pronto despertaría para recuperar mi antigua vitalidad, mi energía inagotable y mi capacidad de moverme por el mundo sin restricciones.
Luego, como una llamarada incontrolable, la ira se apoderó de mí. Era un fuego desatado contra la injusticia de esta enfermedad insidiosa que me arrebató tanto: mis planes, mi independencia, mi autopercepción. Me enfadaba con el destino, que parecía haberme escogido para esta prueba; con mi propio cuerpo, que me traicionaba; con el mundo entero por seguir girando con una aparente normalidad mientras mi vida, mi universo personal, se detenía en seco. La frustración y el resentimiento se acumulaban, formando una carga pesada y difícil de gestionar.
A la ira le siguió la negociación, una fase en la que, con una ingenuidad desesperada, intentas pactar con lo innegociable. Buscaba soluciones milagrosas, atajos que me devolvieran a mi «yo» anterior, a esa versión de mí misma que recordaba con nostalgia. Hacía promesas al universo, regateaba con la suerte, me aferraba a cualquier indicio de esperanza, todo en un intento desesperado de recuperar lo perdido, de desandar el camino y borrar la huella de la enfermedad.
Y finalmente, tras un largo y sinuoso recorrido, llega la aceptación. No como una rendición cobarde ante la adversidad, sino como un paso necesario, aunque doloroso, hacia la paz interior. Es en este momento cuando las lágrimas, contenidas durante tanto tiempo, fluyen libremente, un torrente de dolor liberador por la versión de mí misma que se fue para siempre. Es el luto auténtico por esa mujer que ya no existe, por las expectativas rotas y por los sueños que quedaron en el tintero.
Este duelo, aunque profundamente doloroso y desorientador, ha sido un ritual necesario para mi renacer. Reconocer y honrar al yo perdido, a esa mujer enérgica e incansable que ya no soy, me ha permitido, paradójicamente, abrazar con una plenitud inesperada a la persona que soy hoy. Esta nueva versión de mí misma es, sin duda, más sabia, porque cada obstáculo, cada día de sufrimiento, ha sido una lección invaluable que ha expandido mi comprensión del mundo y de mí misma. Soy más lenta, sí, porque he aprendido a apreciar el valor de cada momento, a moverme al ritmo que mi cuerpo me permite, sin forzarlo, escuchando sus señales. Soy más profunda, porque el sufrimiento me ha abierto a una empatía y comprensión mayores hacia el dolor ajeno, hacia la fragilidad humana.
Y, paradójicamente, me siento más fuerte. Una fortaleza que no reside en la resistencia física, que ha mermado, sino en la inquebrantable resiliencia del espíritu. Esta fuerza interior, forjada en la adversidad, me ha preparado para la persona que espero ser, mi mejor versión, aquella que integra todas las experiencias vividas, tanto las sombras del dolor como las luces de la superación, para seguir adelante con gratitud por cada nuevo amanecer y con un propósito renovado.
❤️ Hoy, entierro mi pasado con amor y respeto por lo que fue, y me abro, con el corazón lleno de esperanza, a las infinitas posibilidades que el futuro me depara. Este renacer es mi testimonio de que, incluso en la pérdida más profunda, siempre hay espacio para la transformación y la búsqueda de una vida plena.