El dolor es cruel, también estéticamente. Traza imágenes peligrosas que me obligan a otro esfuerzo añadido más, alterando formas que creí conocer y percepciones que tenía de mí misma. El dolor hace estragos en el físico también.

Mi cuerpo, se ha convertido ahora en extraño. Ecosistema de destrozos y modificaciones físicas, de inmovilidad impuesta y sedentarismo forzado, medicinas tóxicas, sufrimiento. El dolor constante, la carga de medicamentos que prometen alivio pero traen otros tormentos, han mancillado mi cuerpo. Ya no me reconozco, y no me gusto. Mi pelo, antes de bellos rizos definidos y llenos de vida que eran mi sello, ahora lacio, sin vitalidad. Mi piel, antes tersa y luminosa, está salpicada de sarpullidos y manchas, huellas visibles de las toxinas de la medicación en mis venas. Mis curvas sensuales, donde el abuso de la cortisona ha hecho estragos, son ahora desconocidas que me hacen sentir extraña en mi propia piel y mi feminidad. Mis uñas, ahora frágiles y quebradizas, se niegan a crecer, etc. 

Trato de respetar mi cuerpo en su fragilidad, le ofrezco descanso que demanda, alimentación que necesita, movimiento…. Pero cada mañana discuto con el espejo. Me enfado con la figura que me devuelve, porque aún no sé abrazarla.

A pesar de la lucha diaria, estoy aprendiendo a comprender que el destino no está marcado de forma inmutable, sino que se redibuja a cada paso firme que doy, y me esfuerzo por comer saludable y nutrir mi cuerpo bien, intento hacer ejercicio, adaptándolo a mis limitaciones, me dedico a cuidar mi piel, cabello, uñas, en un intento de recuperar algo de lo que se ha perdido, de ofrecerme el cariño que merezco. Pero todo esto es un esfuerzo añadido, una capa extra de trabajo en una vida ya dominada por la mitigación del dolor. 

Cuesta, el cansancio es abrumador. Necesito verme bien, necesito verme bonita, no por vanidad, sino por sentirme capaz. Mi autoestima llora, y con ella, una parte de mí anhela la reconciliación con la imagen que me devuelve el espejo, para que el enfado pueda, por fin, transformarse en una aceptación amorosa.

❤️ Trabajo en mi cada día, quiero mi mejor versión, también estética

El dolor es un tirano implacable, una fuerza cruel que no solo devasta el interior, sino que también deja cicatrices profundas en la estética. Traza imágenes peligrosas que me obligan a un esfuerzo añadido, alterando formas que creí conocer y percepciones que tenía de mí misma. El dolor hace estragos en el físico también, y sus huellas son un recordatorio constante de la batalla que se libra en mi cuerpo, una batalla silenciosa que se manifiesta en cada detalle de mi ser.

Mi cuerpo, que antes era un santuario familiar, se ha convertido ahora en un extraño, un ecosistema de destrozos y modificaciones físicas. Es un paisaje marcado por la inmovilidad impuesta y el sedentarismo forzado, invadido por medicinas tóxicas y habitado por el sufrimiento. El dolor constante, una marea implacable que no cede, y la carga de medicamentos que prometen alivio pero, en su lugar, traen otros tormentos, han mancillado mi cuerpo. Ya no me reconozco en este nuevo envoltorio, y la imagen que me devuelve el espejo me disgusta profundamente. Cada mañana, ese reflejo es un recordatorio punzante de la persona que fui y de la que soy ahora, una dicotomía dolorosa que se niega a conciliarse.

Mi pelo, que antes lucía bellos rizos definidos, llenos de vida y que eran mi sello distintivo, ahora cuelga lacio, sin vitalidad, un reflejo inerte de lo que alguna vez fue. Es como si la energía vital que una vez lo animó se hubiera desvanecido, dejándolo en un estado de abandono. Mi piel, antes tersa y luminosa, está salpicada de sarpullidos y manchas, huellas visibles de las toxinas de la medicación que circulan por mis venas. Cada imperfección es un testimonio silencioso de los químicos que mi cuerpo lucha por procesar, una mapa de la guerra interna. Mis curvas sensuales, donde el abuso de la cortisona ha hecho estragos, son ahora desconocidas que me hacen sentir extraña en mi propia piel, despojada de una parte esencial de mi feminidad. El volumen y la forma han sido alterados, dejándome con una sensación de ajenidad en mi propio cuerpo. Mis uñas, ahora frágiles y quebradizas, se niegan a crecer, un detalle más en la lista de pequeños despojos que me atormentan, recordándome la fragilidad general que me ha invadido.

Trato de respetar mi cuerpo en su fragilidad, le ofrezco el descanso que demanda, la alimentación nutritiva que necesita, el movimiento adaptado a sus limitaciones. Cada elección es un acto consciente de amor y autocuidado, un intento de mitigar los estragos. Pero cada mañana, la confrontación con el espejo es inevitable. Discuto con la figura que me devuelve, una extraña con la que aún no sé entablar una tregua, porque aún no sé abrazarla. La aceptación parece un Everest inalcanzable, una cima lejana y envuelta en neblina que apenas puedo vislumbrar.

A pesar de la lucha diaria y el cansancio abrumador, estoy aprendiendo a comprender que el destino no está marcado de forma inmutable, sino que se redibuja a cada paso firme que doy. Me esfuerzo por comer de manera saludable y nutrir mi cuerpo con esmero, intento hacer ejercicio, adaptándolo a mis limitaciones para no forzarlo más allá de sus capacidades. Cada sesión de ejercicio, por pequeña que sea, es una victoria sobre la inercia y el dolor. Me dedico a cuidar mi piel, mi cabello y mis uñas con una atención renovada, en un intento de recuperar algo de lo que se ha perdido, de ofrecerme el cariño y la atención que merezco. Pero todo esto es un esfuerzo añadido, una capa extra de trabajo en una vida ya dominada por la mitigación constante del dolor, una carga invisible pero pesada que llevo conmigo a todas partes.

Cuesta horrores, el cansancio es abrumador y a menudo me siento exhausta antes de empezar el día. Necesito verme bien, necesito verme bonita, no por vanidad superficial, sino por la profunda necesidad de sentirme capaz, de recuperar una parte de mi identidad que parece haberse desdibujado. Mi autoestima llora en silencio, y con ella, una parte de mí anhela la reconciliación con la imagen que me devuelve el espejo, para que el enfado pueda, por fin, transformarse en una aceptación amorosa y plena. Es un deseo profundo y visceral, una necesidad de volver a encontrarme y amarme en este nuevo cuerpo, con todas sus imperfecciones y cicatrices.

❤️ Trabajo en mí cada día, quiero mi mejor versión, también estética, porque sé que en esa reconciliación reside una parte fundamental de mi recuperación y bienestar. Es un camino largo y arduo, pero estoy decidida a recorrerlo, a aprender a abrazar mi cuerpo tal como es, a sanar las heridas visibles e invisibles, y a encontrar la paz en el reflejo que me devuelve el espejo.