Lo que me sujeta firmemente no tiene peso ni forma visible, pero su presencia es innegable y su fuerza, inconmensurable.

Es el trípode invisible que teje la resiliencia en el alma.

La esperanza, esa luz que titila incluso en la más densa oscuridad.

La paciencia, por su parte, no es la inacción, sino el orden que doma el caos interno, esa vorágine de emociones y pensamientos que a menudo amenaza con desbordarlo todo. Es el arte de esperar con serenidad, de entender los ritmos de la vida y de aceptar que no todo avanza al mismo tiempo.

Y la fe, esa convicción profunda que trasciende la razón y la evidencia, es la raíz inquebrantable que me enraíza cuando el mundo tiembla bajo mis pies. Es la certeza de que, más allá de las apariencias y las dificultades, existe un propósito, un orden mayor que me sostiene.

Este abrazo invisible, compuesto por la esperanza, la paciencia y la fe, es mi mayor sustento, una trinidad de pilares que me sostiene con una firmeza inigualable. Es como un trípode que me sujeta, como si yo fuera una pintura, un cuadro en el atril, en proceso de creación constante.

❤️ Yo me abrazo a trípode para que me sostenga

Aquí se despliega el tapiz de mi existencia, un lienzo en constante creación, sostenido no por hilos visibles, sino por una intrincada urdimbre de lo intangible: un tríptico eterno de fe, paciencia y esperanza. No hay peso ni forma tangible en aquello que me ancla, pero su resonancia es inconfundible, su potencia, infinita. Es el andamiaje invisible que forja la resiliencia en lo más profundo del alma, la estructura inquebrantable que me permite erguirme frente a la borrasca.

La esperanza, esa luminiscencia tenue pero persistente, se mantiene viva incluso en las cámaras más profundas y opacas de la desesperación. Es el faro que me guía a través de la neblina, la promesa de un nuevo amanecer, la certeza de que, tras cada noche, irrumpirá la luz. No es una expectativa pasiva, sino una fuerza motriz que impulsa la búsqueda de horizontes, la visión de posibilidades donde otros solo perciben límites.

La paciencia, por su parte, dista de ser una inercia estática; es, en su esencia más pura, la disciplina que doma el vendaval interno. Esa vorágine de emociones turbulentas y pensamientos desbocados que, con frecuencia, amenaza con anegar cada rincón de mi ser. Es el arte sublime de la espera serena, la comprensión profunda de los ciclos vitales, la aceptación incondicional de que no todo florece al mismo ritmo, que hay temporadas de siembra y de cosecha, y que la prisa es enemiga de la maduración. La paciencia me enseña a respirar hondo, a observar sin juzgar, a permitir que el tiempo, en su sabiduría intrínseca, desvele su propósito.

Y la fe, esa convicción que penetra más allá de la razón y de la evidencia empírica, es la raíz inquebrantable que me aferra a la tierra cuando el mundo entero parece temblar bajo mis pies. Es la certeza de que, por encima de las apariencias engañosas y las dificultades más acuciantes, existe un designio, un orden superior que orquesta el universo y que, en su vastedad, me sostiene. No es una creencia ciega, sino un conocimiento profundo que trasciende el intelecto, una intuición que me conecta con una fuente de fortaleza inagotable. La fe me permite confiar en lo desconocido, en el camino que aún no se ha revelado, en la promesa de un destino que se despliega con cada paso.

Este abrazo invisible, tejido con los hilos luminosos de la esperanza, la serenidad de la paciencia y la firmeza de la fe, constituye mi mayor sostén, una trinidad de pilares que me mantiene en pie con una solidez inigualable. Soy como una obra de arte, una pintura en el caballete de la vida, en constante proceso de creación, y este trípode inmaterial es el que me ancla, me da equilibrio y me permite que la paleta de mi existencia se exprese plenamente. Me abrazo a este trípode con gratitud y convicción, pues es en esta invisible arquitectura donde encuentro la verdadera fortaleza para navegar los mares de la vida.