El dolor, ese invitado indeseado que irrumpe sin aviso, se instala donde le place, con una descarada familiaridad que a menudo nos desarma.

Llega sin preguntar, sin preámbulo, y se sienta a la mesa de nuestra vida como si fuera el anfitrión. Pero hay una verdad innegable que, en medio de su intrusión, podemos aferrar: soy yo quien decide cómo recibo a mis invitados, incluso a aquellos que no he convocado.

Y mi elección es sencilla, pero poderosa: flores en la mesa. No como un gesto de rendición, sino como una declaración silenciosa de resistencia y belleza.

Colores que estallan en el día, pequeños gestos que, como notas musicales en la sinfonía de la vida, le recuerdan al dolor que aquí, en mi espacio, las reglas no las impone él.

Quizás no siempre pueda echarlo de mi hogar, de mi mente, de mi corazón, pero sí puedo recordarle, con cada pétalo vibrante, con cada rayo de luz que se filtra por la ventana, que en mi casa se entra con respeto.

Es una negociación silenciosa, un pacto tácito que establezco con esta presencia inevitable.

Yo pongo las flores, elijo la luz, decido los colores que llenan mis días. Él, a su vez, aprende los modales. Aprende que no puede campar a sus anchas, que su poder tiene límites, que la vida sigue, vibrante y hermosa, a pesar de su sombra.

Es un recordatorio constante, tanto para él como para mí: vamos a respetarnos.

Respetar mi espacio, mi tiempo, mi capacidad de encontrar la belleza y la fuerza incluso en la adversidad. Y, quizás, en ese respeto mutuo, encontrar un camino hacia la convivencia, hacia la aceptación y, en última instancia, hacia la paz.

❤️ Yo soy la anfitriona de mi ser

El dolor. Esa presencia ineludible, ese invitado no deseado que, con una insolencia familiar, irrumpe sin previo aviso y se aposenta donde le place. Se sienta a la mesa de nuestra existencia con la descarada convicción de ser el anfitrión, a menudo dejándonos desarmados, con la sensación de que las riendas de nuestro propio ser se nos escapan de las manos.

Llega sin preguntas, sin un preámbulo que nos prepare para su embate, y se instala, a veces por un breve instante, otras por temporadas que parecen eternas. Pero en medio de esa intrusión, de esa sensación de vulnerabilidad, existe una verdad innegable a la que podemos aferrarnos con firmeza: soy yo, y solo yo, quien decide cómo recibir a mis invitados. Incluso a aquellos que nunca he convocado, a los que preferiría mantener lejos de mi umbral.

Y mi elección, en esta danza compleja con la adversidad, es simple pero de una potencia transformadora: flores en la mesa. No se trata de un gesto de rendición, de un agachar la cabeza ante su poder. Todo lo contrario. Es una declaración silenciosa, pero rotunda, de resistencia, de resiliencia y de la inquebrantable belleza que aún reside en mí, a pesar de su presencia.

Son colores que estallan en el día, pétalos delicados que, como notas musicales en la vasta sinfonía de la vida, le recuerdan al dolor que aquí, en mi espacio sagrado, las reglas no las impone él. Mis días, mi mente, mi corazón, mi hogar interior, son un territorio donde mi voluntad prevalece.

Quizás no siempre pueda expulsarlo de mi hogar, de los recovecos de mi mente, de las profundidades de mi corazón. Hay batallas que se libran en silencio y otras que se aceptan. Pero lo que sí puedo hacer, con cada pétalo vibrante que adorna mi espacio, con cada rayo de luz que se filtra por la ventana y besa la piel de las flores, es recordarle, con una firmeza gentil, que en mi casa se entra con respeto. Que su presencia, por inevitable que sea, debe acatar ciertos límites.

Es una negociación silenciosa, un pacto tácito que establezco con esta presencia que se cierne sobre mí. Yo soy quien pone las flores, quien elige la luz que ilumina mis rincones, quien decide los colores que llenan y nutren mis días. Él, a su vez, se ve impelido a aprender los modales. Aprende que no puede campar a sus anchas, que su poder, por avasallador que a veces parezca, tiene límites bien definidos. Aprende que la vida, a pesar de su sombra, sigue su curso, vibrante, hermosa y llena de posibilidades.

Es un recordatorio constante, no solo para el dolor, sino también para mí misma: vamos a respetarnos. Respetar mi espacio interior, mi tiempo para sanar y para florecer. Respetar mi inmensa capacidad de encontrar la belleza, de cultivar la alegría y de hallar la fuerza, incluso en el crisol de la adversidad más profunda. Y, quizás, en ese respeto mutuo, en esa coexistencia consciente, encontrar un camino hacia una convivencia más pacífica, hacia la aceptación serena y, en última instancia, hacia la tan anhelada paz interior.

❤️ Yo soy la mejor anfitriona de mi ser, e intento escoger a los comensales de mi mesa y que mis invitados se sientan a gusto