Cuando el cuerpo se cansa de obedecer, una se vuelve aprendiz de alquimista. Empiezas por curiosidad —una infusión por aquí, una pomada por allá—, y acabas hablando con las plantas como si entendieran tu cansancio. Te recomiendan remedios, dietas, ungüentos; los pruebas todos, con la fe del náufrago que confunde cualquier madera con tabla de salvación. Y atraviesas fases: curiosidad, fe, cansancio, miedo, desconfianza.
Cada nueva promesa lleva un hilo de esperanza, hasta que los efectos secundarios de las medicinas químicas, esas que prometen tanto y curan poco, te dejan más agotada que el propio dolor. Pasan los meses y el botiquín se parece a un catálogo de contradicciones. La medicina química promete alivio pero deja posos amargos, eco de efectos secundarios que suenan más a castigo que a cura.
Entonces llega el hartazgo, ese punto exacto en que el cuerpo y la conciencia se ponen de acuerdo: basta de artificios, de cápsulas con nombres impronunciables y esperanzas empaquetadas en blister.Y ahí, justo cuando decides rendirte, aparece la voz antigua. La de las abuelas, la de las brujas que sabían más de raíces que de recetas, y curaban con la mezcla precisa de intuición y paciencia, la memoria antigua de la tierra.
Aprendes que la naturaleza no vende milagros: ofrece pactos y una farmacia viva. Si la escuchas, te enseña a cuidarte sin prisas. Entonces el sentido común despierta. El #jengibre, por ejemplo, es aliado: abrazo caliente en la garganta y recordatorio de que la tierra también sabe consolar. No es placebo, es instinto. Es la madre natura haciendo lo que siempre supo. Desinflama, serena, acompaña. No exige resultados: simplemente actúa, despacio, constante, honesto. Ahora mi farmacia huele a raíz y a fuego lento.No persigo la perfección, solo la coherencia.
Y así voy, aprendiendo remedios, escuchando la tierra, dejando que lo sencillo me reconstruya. Porque sanar, en realidad, no es volver a ser quien eras, sino reconciliarte con la versión que resiste. La que aprende a convivir con el dolor, pero también con la naturaleza.
❤️ Yo intento aprender cada día
Cuando la salud se quiebra y el cuerpo se cansa de obedecer las órdenes de la mente, una se encuentra, de pronto, convertida en una aprendiz de alquimista. El viaje comienza con la curiosidad más inocente: una infusión de hierbas silvestres por aquí, una pomada casera por allá. Pero pronto, esa curiosidad se profundiza, transformándose en una conversación íntima y silenciosa con el mundo vegetal. Empiezas a hablarles a las plantas, a los aceites, a las raíces, como si ellas pudieran entender el mapa de tu cansancio y la geografía de tu dolor. Ellas, en respuesta, te susurran sugerencias: remedios ancestrales, dietas depurativas, ungüentos olvidados. Y tú, con la fe ciega del náufrago que confunde cualquier trozo de madera flotante con una tabla de salvación, lo pruebas todo.
Es un camino plagado de altibajos emocionales, una travesía que atraviesa fases bien definidas: la curiosidad inicial, la fe renovada con cada nuevo hallazgo, el cansancio de la búsqueda constante, el miedo a no encontrar nunca la solución y, finalmente, la profunda desconfianza en todo lo que se promete. Cada nueva píldora, cada tratamiento novedoso, trae consigo un frágil hilo de esperanza. Sin embargo, la crudeza de la realidad se impone cuando los efectos secundarios de las medicinas químicas —esas que prometen tanto y, a menudo, curan tan poco— te dejan más exhausta, más desmantelada, que el propio malestar original.El Cansancio del Botiquín y la Voz de la Conciencia
Con el paso de los meses, el botiquín de la casa se convierte en un museo de contradicciones, un catálogo de cápsulas, viales y jarabes que se anulan unos a otros. La medicina convencional promete un alivio rápido y eficaz, sí, pero deja tras de sí un poso amargo, un eco constante de efectos secundarios que se sienten más como un castigo impuesto que como el proceso natural de la cura. Es en ese momento, después de tanta promesa incumplida y tanto sufrimiento innecesario, que emerge el hartazgo.
Es un punto de inflexión exacto, un acuerdo tácito entre el cuerpo y la conciencia: basta. Basta de artificios farmacéuticos, de cápsulas con nombres científicos impronunciables y de esperanzas empaquetadas asépticamente en blíster. La mente se rinde, agotada de la batalla, y es justo en esa rendición donde aparece una voz más antigua, más profunda, más certera.El Reencuentro con la Farmacia Viva
Es la voz de las abuelas, la memoria de aquellas mujeres —las «brujas» de antaño— que sabían más de las raíces y las hojas que de recetas médicas. Curaban con la mezcla precisa de intuición, paciencia y la sabiduría milenaria de la tierra. Es la revelación de que la naturaleza no está interesada en vender milagros; lo que ofrece son pactos. Ofrece una farmacia viva, un conocimiento ancestral que, si decides escucharlo con atención y sin prisas, te enseña la forma más coherente de cuidarte. Es el momento en que el sentido común, adormecido por la prisa de la vida moderna, despierta.
El jengibre, por ejemplo, se ha transformado en mi primer y más leal aliado. Su esencia no es solo un sabor picante, es un abrazo cálido que desciende por la garganta y se asienta en el vientre; es un recordatorio constante de que la tierra tiene la capacidad no solo de nutrir, sino también de consolar. No es un placebo, no es una ilusión; es un instinto primario que responde a la sabiduría de la madre natura haciendo lo que siempre ha sabido hacer: desinflamar, serenar, acompañar el proceso sin exigir resultados inmediatos ni prometer curas definitivas. Simplemente actúa, con una lentitud constante y una honestidad inquebrantable.
Ahora, mi botiquín, mi farmacia personal, ha cambiado su aroma. Ya no huele a plástico estéril ni a químicos; huele a raíz molida, a tierra mojada y a fuego lento. El objetivo ya no es perseguir la perfección de una salud inalcanzable, sino alcanzar la coherencia entre lo que el cuerpo pide y lo que se le ofrece. Y así continúa el camino: aprendiendo remedios sencillos, escuchando el silencio sabio de la tierra, permitiendo que la simplicidad me reconstruya capa por capa. Porque sanar, al final de cuentas, no se trata de la utopía de volver a ser quien fuiste antes del dolor, sino de la profunda y necesaria reconciliación con la versión de ti misma que ha aprendido a resistir. La que ya no lucha contra el dolor, sino que aprende a convivir en armonía con él y, sobre todo, con la inmensa farmacia de la naturaleza.