Esta semana la psicóloga me habló del ocio como medicina, como salud emocional. Me quedé pensándolo largo rato: nunca he sabido descansar. He trabajado siempre con pasión, y confundí ese fuego con bienestar. Mis proyectos creativos eran mi refugio, mi motor y mi adrenalina. Pero ahora, en este cuerpo cansado que me obliga a pausar, entiendo que la vida no puede sostenerse solo con productividad; también necesita juego, belleza, tiempo sin propósito.

Ella me habló de los hobbies como se habla de los afectos: con ternura y con ciencia. De hacer cosas que no curen nada, pero alivien todo. De actividades que no sean un deber, sino un recreo del alma. En esta reconstrucción mía —física, emocional, existencial— siento que ese consejo es una puerta abierta. Quizá no pueda bailar, ni correr, ni seguir el ritmo de quienes caminan sin dolor, pero puedo seguir creando. Puedo pintar, escribir, moldear algo con mis manos, aunque tiemblen.

Tener un hobbie es recordar que la vida no se mide en metas, sino en momentos. Que el arte también puede ser descanso y bienestar. Que conocer a nuevas personas con mi misma sensibilidad es, en sí, un acto de sanación.

Salir de mi nido y pasear hasta un lugar donde se respire calma y risa; dedicarme una hora a hacer algo sin exigencia, sin pretensión, que me evada; llevarme a casa algo pequeño pero mío, un objeto, una emoción, una sonrisa. Quizá eso sea también una forma de rehabilitación: emocional, social, espiritual.

❤️ Mi objetivo: buscar algo bonito que me despierte ilusión. Porque a veces, sanar también consiste en aprender a jugar otra vez.

Esta semana, en el santuario de mi consulta, mi psicóloga encendió una chispa de revelación que resonó con la fuerza de una epifanía. Sus palabras, suaves pero incisivas, abordaron el ocio no como un mero pasatiempo o una distracción banal, sino como una verdadera medicina para el alma, una fuente inagotable de salud emocional. Esta perspectiva, tan sencilla y a la vez tan profunda, me golpeó con una fuerza inesperada, dejándome sumida en una larga y punzante reflexión: nunca, en mi vida, he sabido realmente descansar. El concepto de la pausa genuina, del reposo desinteresado, siempre me ha sido ajeno.

Mi existencia ha sido, hasta ahora, una danza constante con la pasión, una entrega incondicional y a menudo agotadora a cada proyecto que iniciaba. Confundí ese fuego voraz, esa efervescencia creativa que me impulsaba, con un estado de bienestar pleno y sostenible. Mis proyectos artísticos y profesionales no eran solo mi trabajo; eran mi santuario, mi motor incansable, la adrenalina que me mantenía en pie y me hacía sentir viva. Sin embargo, la realidad, implacable como siempre, ha comenzado a imponerse. Ahora, en este cuerpo fatigado que me implora una pausa, que me obliga a bajar el ritmo y a escuchar sus clamores, comienzo a comprender una verdad fundamental: la vida no puede sustentarse únicamente en la productividad, en la constante búsqueda de logros y resultados. Necesita, con la misma urgencia y vitalidad, el juego desinteresado, la contemplación de la belleza en sus múltiples formas y el tiempo sin propósito, ese espacio sagrado donde la mente y el espíritu pueden simplemente ser, sin la presión de hacer, de producir o de justificar su existencia.

Mi psicóloga, con la sabiduría y la empatía que la caracterizan, abordó el tema de los hobbies con la misma ternura y rigor científico con que se habla de los afectos más profundos o de las terapias más necesarias. Me instó a buscar actividades que no tuvieran la obligación explícita de «curar» nada, pero que, paradójicamente, pudieran aliviarlo todo. No se trataba de sumar una nueva tarea a mi ya abultada lista de pendientes, ni de encontrar una excusa para la procrastinación. Se trataba, en esencia, de encontrar recreos del alma, momentos de pura entrega a aquello que nutre el espíritu sin exigir resultados, sin la tiranía del rendimiento. Un espacio donde la alegría y la satisfacción nacieran de la acción misma, y no de su fruto.

En medio de esta profunda reconstrucción personal —una labor que abarca lo físico, lo emocional y lo existencial—, ese consejo se siente como una puerta que se abre de par en par hacia un nuevo camino, un horizonte de posibilidades insospechadas. Quizás mis limitaciones actuales me impidan bailar con la misma libertad desbordante de antes, correr sin sentir el dolor punzante que ahora me acompaña a cada paso, o seguir el ritmo desenfrenado de quienes caminan sin restricciones ni impedimentos. Pero la chispa de la creación, esa esencia que me define, sigue viva en mí, ardiendo con la misma intensidad. Puedo pintar, puedo escribir con la misma pasión que antes, puedo moldear algo con mis manos, aunque estas tiembren con el esfuerzo y la fatiga. La esencia de mi ser creativo permanece intacta, esperando ser explorada de nuevas maneras, adaptándose a las circunstancias, pero nunca extinguiéndose.

Tener un hobby, en este nuevo contexto de mi vida, es mucho más que una simple distracción o un pasatiempo; es un poderoso recordatorio de que la vida no se mide únicamente en metas alcanzadas, en la productividad generada o en la acumulación de éxitos externos. Se mide, en realidad, en la riqueza inmaterial de los momentos vividos, en la calidad de las experiencias, en la profundidad de las emociones sentidas. Es entender, con una claridad meridiana, que el arte, en su forma más pura y desinteresada, desprovista de cualquier expectativa de reconocimiento o beneficio, puede ser también una fuente inagotable de descanso, de bienestar profundo y de sanación. Es descubrir que conocer a nuevas personas que compartan mi sensibilidad, que vibren con la misma pasión por lo «bonito», por lo auténtico y por lo significativo, es en sí mismo un acto de sanación, un bálsamo reconfortante para el alma que, en ocasiones, se ha sentido solitaria y aislada.

Mi objetivo, ahora, se ha vuelto claro, tangible y hermoso: salir de mi nido, de ese espacio seguro pero limitante donde me he resguardado, y pasear hasta un lugar donde el aire se impregne de calma, de risas sinceras y de la belleza simple de la vida. Dedicarme una hora, o el tiempo que sea necesario, a hacer algo sin exigencia, sin pretensión alguna, que simplemente me evada de la realidad cotidiana y me transporte a un estado de flujo y de puro gozo. Llevarme a casa algo pequeño pero profundamente mío, algo que resuene con mi ser más íntimo: un objeto que haya creado con mis propias manos, una emoción renovada que me llene de energía o, simplemente, una sonrisa genuina, fruto de un momento de alegría pura. Quizás, solo quizás, todo esto sea también una forma de rehabilitación profunda: una rehabilitación emocional que me permita reconectar con mis sentimientos, una rehabilitación social que me abra a nuevas experiencias y relaciones, y una rehabilitación espiritual que me devuelva la fe en la belleza de la existencia. Porque a veces, sanar no es solo reparar lo que está roto o remendar las heridas; es también aprender a jugar de nuevo, a redescubrir la alegría sencilla y el asombro del niño interior que habita en cada uno de nosotros. Mi corazón, ahora más que nunca, me susurra que buscar algo bonito que me despierte ilusión es el primer paso hacia una recuperación integral, hacia una vida más plena, más consciente y, sobre todo, más vivida.