Mi cuerpo es una casa antigua. Cruje con cada paso, respira polvo de años difíciles, tiene habitaciones que apenas se abren y otras que aún conservan olor a vida recién estrenada. A veces me enojo con sus grietas, con las humedades que deja el dolor, con la pintura desconchada del cansancio. Me gustaría mudarme, dejarla atrás, buscar paredes nuevas. Pero no hay otra casa posible: soy inquilina y propietaria del mismo cuerpo.

He aprendido a recorrer sus pasillos con respeto, a no empujar puertas cerradas, a aceptar que algunas estancias necesitan silencio. En los días buenos abro las ventanas y dejo que entre la luz; en los malos, cierro las cortinas y me siento en el suelo, esperando a que pase la tormenta. La convalecencia me obligó a escuchar los sonidos de mi propia estructura: el latido que hace de timbre, la respiración que gotea, las articulaciones que protestan como viejos muebles.

También descubrí rincones hermosos: la cocina donde aún hierven los sueños, el patio donde florecen pensamientos nuevos. No todo en esta casa está roto; algunas paredes aún sostienen cuadros que me recuerdan quién fui, quién soy y quién intento seguir siendo.

Ahora ya no quiero otra arquitectura: solo mantener el techo en pie, pintar de esperanza el dormitorio del ánimo, colgar cortinas ligeras para que la luz encuentre camino.

❤️ Yo habito mi cuerpo con ternura, aunque sus cimientos duelan. Porque incluso las casas viejas, si se las cuida, siguen oliendo a hogar.

Mi cuerpo es una casa antigua, de cimientos que han resistido demasiadas tormentas y fachadas que llevan tatuadas las marcas del tiempo. Cruje con cada paso que me atrevo a dar, un murmullo constante de madera reseca y metal fatigado, una sinfonía de la edad. Respira el polvo de años difíciles, aquellos inviernos de soledad y veranos de esfuerzo, sedimentados en cada viga y tabla.

Tiene habitaciones que apenas se abren, cerradas a cal y canto, llenas de ecos de miedos olvidados y promesas rotas. Son estancias que he clausurado por protección, llenas de trastos emocionales que aún no sé cómo tirar. Y luego están otras, aquellas que aún conservan el olor a vida recién estrenada, a pintura fresca de ilusiones infantiles y a la calidez de los primeros amores.

A veces, la impaciencia me enoja con sus grietas. Me frustran las líneas que el dolor ha trazado en la piel, las humedades que deja el llanto no derramado o la pena persistente que se filtra por las esquinas. Me irrito con la pintura desconchada del cansancio, con esa capa fina que ya no puede ocultar la fatiga de ser, de intentar. Me gustaría mudarme, lo confieso. Dejarla atrás, buscar paredes nuevas, una estructura moderna, luminosa y sin historia. Una casa que no duela al habitarla.

Pero la cruda realidad se impone: no hay otra casa posible. Soy, a la vez, la inquilina perpetua y la propietaria obligada de este mismo cuerpo. Mi destino está sellado a sus planos.

Con el tiempo, he aprendido una forma más paciente de recorrer sus pasillos. He aprendido a moverme con respeto, a no empujar con violencia las puertas cerradas que custodian viejos traumas, a aceptar que algunas estancias necesitan permanecer en silencio, en penumbra, como capillas para el luto.

En los días buenos —esos días de sol radiante en el alma—, abro de par en par las ventanas del alma y del pecho, y dejo que la luz entre sin reservas, aireando cada rincón. En los días malos, sin embargo, la sabiduría me obliga a cerrar las cortinas. Me siento en el suelo de la sala principal, recogiendo mis rodillas, y espero. Espero con la resignación de quien sabe que la tormenta pasará, que el vendaval de la tristeza amainará.

La convalecencia, ese periodo de obligado alto, fue mi gran maestra. Me obligó a escuchar con atención los sonidos de mi propia estructura: el latido constante y rítmico que funciona como timbre, anunciando la vida a cada instante; la respiración que gotea en el silencio, un recordatorio de fragilidad; las articulaciones que protestan con un rechinar de viejos muebles, narrando la historia de cada esfuerzo.

Pero en esa introspección, también descubrí rincones hermosos que la prisa me había ocultado. Encontré la cocina, el corazón vibrante donde aún hierven los sueños, donde se cuecen a fuego lento las nuevas esperanzas. Descubrí el patio interior, un jardín secreto donde florecen pensamientos nuevos, resistentes y llenos de color, incluso después del invierno. No todo en esta casa está roto, ni mucho menos. Algunas paredes maestras aún sostienen con orgullo cuadros que me recuerdan quién fui en mi esencia, quién soy en mi lucha diaria y quién intento con todas mis fuerzas seguir siendo.

Ahora, la idea de otra arquitectura ya no me seduce. Mi ambición se ha reducido a la ternura y la perseverancia. Mi único deseo es mantener el techo en pie, firme contra la intemperie. Quiero pintar de esperanza el dormitorio del ánimo, con colores que no se dejen vencer por la sombra. Y sobre todo, quiero colgar cortinas ligeras, telas transparentes que permitan que la luz, esa bendita luz, siempre encuentre un camino para entrar.

❤️ Yo habito mi cuerpo con una ternura recién descubierta, una que antes me negaba. Lo habito incluso cuando sus cimientos duelen y me recuerdan la finitud. Porque he comprendido que incluso las casas más viejas, aquellas que han visto pasar siglos, si se las cuida con devoción y amor, siguen oliendo, irrevocablemente, a hogar.