El dolor me aísla, como si alguien bajara el volumen del mundo y solo quedara mi respiración a contratiempo. Pero incluso en ese silencio, mi resiliencia me susurra que nadie compone solo. Una sinfonía necesita orquesta: manos distintas, corazones distintos, afinados en una misma intención.

Mi cuerpo es el escenario, y sobre él se sientan mis músicos: médicos, neurólogos, terapeutas, fisioterapeutas, psicólogos, nutricionistas… Cada uno interpreta una partitura que busca mi bienestar. A veces el sonido es dulce, otras disonante. Hay ensayos en los que la esperanza desafina, y días en los que me siento más peonza que directora, girando entre tratamientos, pruebas y errores. Pero sigo.

Dirigir esta orquesta requiere paciencia: aprender cuándo subir el tempo, cuándo bajar la intensidad, cuándo dejar que el silencio hable. Hay notas que se pierden, compases que se rompen, y, aun así, seguimos tocando. Porque en medio de tanta incertidumbre, algo —una melodía invisible— insiste en sostener la armonía.

La unidad es la fuerza. La colaboración, el diapasón que nos mantiene en tono. A veces hace falta cambiar el ritmo, otras, reescribir la partitura. Pero incluso con tachones y borrones, entre la fatiga y la fe, comienza a intuirse una música nueva: la del esfuerzo compartido, la del cuidado que salva, la del amor profesional que suena sin aplausos.

Y yo, aunque cansada, sigo al frente. Aprendo que la belleza no está en la perfección, sino en el intento. En la voluntad de seguir tocando aunque tiemble la batuta.

❤️ Sigo tocando, porque incluso entre notas heridas, insisto en tornarme sinfonía.

El dolor me aísla, es cierto. Es una cancelación sutil, como si alguien bajara el volumen del mundo —no a cero, sino a un murmullo distante— y solo quedara la estridente y solitaria cadencia de mi propia respiración a contratiempo. Es el silencio que precede a la tormenta, o peor, el silencio que se instala después de que la tormenta ha arrasado el paisaje conocido. Me encuentro en ese vacío, pero la resiliencia, esa fuerza interna que no se pide prestada sino que se forja en la adversidad, me susurra una verdad esencial: nadie compone solo una vida compleja, una vida en crisis.

Una sinfonía, para ser grande, necesita una orquesta completa, bien calibrada: manos distintas que tocan instrumentos diferentes, sí, pero que pulsan con corazones distintos, todos ellos afinados en una misma y poderosa intención: la restauración, el bienestar, la supervivencia.

Mi cuerpo, este mapa de batallas y esperanzas, se ha convertido en el escenario sagrado, el teatro de operaciones de esta insólita compañía. Sobre él se sientan, como músicos esperando la señal del director, mis colaboradores vitales: médicos de diversas especialidades, neurólogos que intentan descifrar el código nervioso, terapeutas que reescriben los patrones del movimiento y la mente, fisioterapeutas que devuelven la elasticidad, psicólogos que alinean la emoción, y nutricionistas que ofrecen el combustible para la lucha.

Cada uno de ellos no solo toca un instrumento; interpreta una partitura compleja que busca mi bienestar integral. A veces, el sonido que emana de esta orquesta es dulce, una melodía de alivio y esperanza que llena la sala. Otras veces, es dolorosamente disonante, producto del ensayo y error, de diagnósticos que se anulan, de tratamientos que se resisten. Hay largos ensayos en los que la esperanza desafina hasta el chirrido, y días enteros en los que me siento menos directora de orquesta y más bien una peonza descontrolada, girando sin pausa entre el vértigo de nuevos tratamientos, las pruebas invasivas y los amargos errores del proceso. A pesar del mareo y la fatiga, sigo en pie.

Dirigir esta orquesta de mi propia salud exige una paciencia casi infinita, un oído atento y una mente estratega: debo aprender a intuir cuándo es el momento de subir el tempo y acelerar las acciones, cuándo bajar la intensidad y permitir que el cuerpo descanse, cuándo dejar que el silencio, el mero acto de no hacer, hable por sí mismo. Hay notas que inevitablemente se pierden en el camino, compases que se rompen bajo la presión del diagnóstico o la recaída, y aun así, con el pánico agarrándome la garganta, seguimos tocando, seguimos adelante. Porque en medio de tanta incertidumbre, cuando el miedo podría paralizarme, algo profundo —una melodía invisible pero tenaz— insiste en sostener la armonía del conjunto.

La unidad no es solo un concepto, es la fuerza motriz. La colaboración, el diálogo constante entre todas las partes, es el diapasón que nos mantiene en tono, evitando la cacofonía. A veces, para salvar la pieza, hace falta cambiar el ritmo abruptamente, desviarse del camino marcado; otras, es necesario reescribir la partitura entera, con audacia y humildad. Pero incluso con los inevitables tachones, los borrones y las correcciones a lápiz, entre la abrumadora fatiga del día a día y la fe inquebrantable en el proceso, comienza a intuirse y a crecer una música nueva, potente y original: la del esfuerzo compartido y desinteresado, la del cuidado que, literalmente, salva la vida, la del amor profesional y humano que se entrega en cada consulta y que suena sin esperar ni buscar aplausos.

Y yo, Pelusa, aunque cansada hasta los huesos y a veces sintiéndome más espectadora que protagonista, sigo al frente de mi orquesta. He aprendido que la verdadera belleza no reside en la perfección inalcanzable, sino en la pura y simple obstinación del intento. En la voluntad visceral de seguir tocando la pieza de mi vida aunque la batuta me tiemble en las manos.

❤️ Sigo tocando, porque incluso entre notas visiblemente heridas y compases rotos, insisto, contra toda lógica, en que mi vida se torne sinfonía.