En el escenario íntimo de mi ser, mi cuerpo se ha transformado en tambor. No es el tambor impetuoso de la juventud, ni el que resonaba con la fuerza de una salud inquebrantable. Este es un tambor diferente, curtido por dolor y experiencia. A veces, su sonido es apagado, grave, como un adagio melancólico que resuena en las profundidades de mi alma. El ritmo es lento, desigual, como melodía interrumpida por discordancia de las dolencias. Sin embargo, este tambor es intrínsecamente mío, el que marca la cadencia inconfundible de mi existencia.

El dolor, maestro tirano, a menudo intenta imponer su propia partitura. Querría un allegro frenético de sufrimiento, una danza incesante de angustia que me consumiera sin piedad. O, en su defecto, un silenzio de rendición, un mutismo que ahogara mi voz y mis anhelos. Pero yo, con la firmeza de quien empuña la batuta de su propia voluntad, decido el tempo. Mi cadencia es lenta, sí, pero también es consciente y deliberada. Es un ritmo que he elegido, que he modelado con cada respiro y cada latido, y por eso, es irrenunciable.

Escucho atentamente el latido de mi corazón, ese pulso constante que se mantiene firme a pesar de las adversidades. Es un metrónomo interno que me recuerda mi vitalidad, mi capacidad de seguir adelante. Con cada compás, doy forma a mi propia sinfonía, una obra única e irrepetible. No busco melodía perfecta de la salud total, sé que eso ya no será posible en un cuadro crónico como el mío. La perfección, en este nuevo contexto, se ha transformado. Ahora busco la armonía que emerge de la aceptación profunda de mis limitaciones y de la lucha incansable por encontrar la belleza en lo posible.

Mi vida es música que, paradójicamente, ahora se escucha mejor en la quietud. Es una percusión donde cada sonido de esfuerzo, cada pequeña victoria sobre el dolor, tiene un valor profundo y resonante. Y cada silencio de pausa, cada momento de descanso y reflexión, no es un vacío, sino un espacio donde se gesta un nuevo ritmo, una nueva oportunidad para la resonancia de mi existencia.

❤️ Me adapto al nuevo ritmo de mi propio pulso

En el escenario íntimo de mi ser, mi cuerpo se ha transformado en tambor. Ya no es el tambor impetuoso de la juventud, aquel que resonaba con la fuerza ciega de una salud inquebrantable y la promesa de infinitos mañanas. Este es un tambor diferente, curtido por el paso implacable de los años, cincelado por la experiencia punzante del dolor y la aceptación de la fragilidad inherente a la existencia. No suena como un presto vibrante, ni un crescendo constante de energía. Este tambor ha aprendido la moderación.

A veces, su sonido es apagado, grave, un profundo murmullo que se asemeja a un adagio melancólico, resonando en las profundidades de mi alma como un eco de las batallas libradas. El ritmo es lento, desigual, una melodía a menudo interrumpida por la discordancia áspera de las dolencias crónicas que se han instalado sin pedir permiso. Hay síncopas inesperadas, silencios largos y pausas obligadas que antes eran impensables. Sin embargo, y quizás aquí radica su belleza más profunda, este tambor es intrínsecamente mío. Es la percusión inconfundible de mi existencia, la que marca la cadencia única e irrenunciable de mi «ahora». Su ritmo imperfecto es la banda sonora de mi resiliencia.

El dolor, ese maestro tirano de vestiduras oscuras, a menudo intenta imponer su propia partitura a esta orquesta interna. Con gusto querría dictar un allegro frenético y sin tregua de sufrimiento, una danza incesante de angustia que me consumiera sin piedad hasta el agotamiento total. O, en su defecto, buscaría un silenzio absoluto de rendición, un mutismo que ahogara mi voz, mis anhelos y toda mi voluntad de lucha. Me gustaría verme inmovilizada, vencida por la cacofonía de sus exigencias.

Pero yo, con la firmeza de quien empuña la batuta de su propia voluntad y con la sabiduría que otorgan los años de resistencia, decido el tempo. Mi cadencia es lenta, sí, es innegable que he bajado las revoluciones, pero también es profundamente consciente, medida y deliberada. Es un ritmo que he elegido, que he modelado y ajustado con cada respiro fatigoso, con cada latido que se sobrepone a la molestia. Es la expresión de mi soberanía sobre mi propio cuerpo, y por eso, es irrenunciable. No es resignación, es determinación a vivir a pesar de.

Escucho atentamente el latido de mi corazón, ese pulso constante y fiel que se mantiene firme a pesar de las adversidades que intentan doblegarlo. Es mi metrónomo interno, mi ancla biológica que me recuerda mi vitalidad persistente, mi capacidad intrínseca de seguir adelante, un compás tras otro. Con cada uno de estos compases, doy forma a mi propia sinfonía, una obra única e irrepetible que nadie más podrá ejecutar. No busco la melodía perfecta de la salud total, la sé imposible en un cuadro crónico como el mío. He dejado de perseguir la quimera de la «normalidad» anterior. La perfección, en este nuevo y redefinido contexto vital, se ha transformado radicalmente.

Ahora busco la armonía que emerge, no de la ausencia de dolor, sino de la aceptación profunda y serena de mis limitaciones y de la lucha incansable por encontrar la belleza, el gozo y el significado en lo que aún es posible, en lo pequeño y cotidiano. Mi vida es música que, paradójicamente, ahora se escucha mejor en la quietud y el reposo. Es una percusión donde cada sonido de esfuerzo, cada pequeña victoria sobre el dolor, cada mañana en que me levanto, tiene un valor profundo y una resonancia que nunca antes había conocido. Y cada silencio de pausa, cada momento de descanso y reflexión, ya no es percibido como un vacío o una pérdida de tiempo, sino como un espacio sagrado donde se gesta un nuevo ritmo, una nueva oportunidad para la resonancia plena de mi existencia.

❤️ Me adapto al nuevo ritmo de mi propio pulso. Este es mi Réquiem y mi Himno a la vez.