Vivo en órbita. Desde aquí, la Tierra se ve pequeña, casi insignificante.. Mi cuerpo es mi nave, a veces frágil, a veces fuerte, sostenida por una voluntad que se niega a apagarse. El dolor es mi gravedad: me empuja hacia abajo, me inmoviliza. Pero también me enseña a flotar, a adaptarme a la ingravidez de una vida que ya no sigue las leyes que conocía.

Soy astronauta de mi propia utopías, exploradora incansable de vastos e ilimitados territorios de mis sueños más audaces. Con cada paso que doy, impulsada por curiosidad y esperanza, me adentro en galaxias inexploradas de posibilidades, donde las estrellas titilan con reflejo de mis anhelos más profundos. Cada pensamiento, cada deseo, es una nave espacial que me transporta a confines desconocidos, más allá de límites de lo tangible y predecible. En este viaje cósmico, la imaginación es combustible, la perseverancia brújula y la fe en mi misma, fuerza gravitatoria que me mantiene firme en órbita. No temo a la oscuridad del espacio, porque se que es allí donde residen los secretos de la creación y las semillas de un futuro que constuyo con cada latido de mi corazón visionario y propiciando mi propio destino estelar.

He aprendido que las estrellas no están solo en el cielo: brillan dentro, en fragmentos de mí que aún sueñan. Cada pensamiento luminoso es una nave, cada gesto de ternura, una estrella guía. Y cuando la oscuridad parece tragarlo todo como agujero negro, recuerdo que el espacio también necesita su sombra para que la luz exista.

No temo a la inmensidad del vacío. En su silencio escucho mi propio latido, ese sonido antiguo que me recuerda que sigo viva. Mi misión no es conquistar el cosmos, sino volver a mí misma: hallar un planeta habitable dentro de este cuerpo cansado, pero lleno de vida.

❤️Sigo viajando. Sigo buscando. Porque incluso herida, sigo siendo astronauta de mi esperanza. Y aunque mi nave tiemble, mi rumbo, el que apunta hacia la paz, no se desvía

Vivo en órbita, un satélite solitario en un universo que alguna vez fue familiar. Desde aquí, la Tierra se ve pequeña, casi insignificante, un mármol azul y blanco suspendido en el terciopelo oscuro. Pero es una ilusión óptica. Sé que es inmensa y que mi lucha, aunque íntima, resuena en cada partícula de su existencia. Mi cuerpo es mi nave, una cápsula espacial diseñada para la resistencia. A veces se siente frágil, sus paneles vibran bajo la presión, pero otras veces se revela fuerte, sostenida por una voluntad que se niega rotundamente a apagarse.

El dolor es mi gravedad, mi ancla cruel. Me empuja hacia abajo, me inmoviliza en un sillón que se ha convertido en mi cabina de mando. Pero es una fuerza dual. También me enseña a flotar, a bailar con la ingravidez de una vida que ya no sigue las leyes newtonianas que conocía. He tenido que reescribir la física de mi existencia.

Soy la astronauta de mi propia utopía, una exploradora incansable de vastos e ilimitados territorios que yacen en mis sueños más audaces. Estos territorios no están en ningún atlas estelar, sino en el mapa neuronal de mi conciencia. Con cada paso mental que doy, impulsada por una curiosidad indomable y una esperanza luminosa, me adentro en galaxias inexploradas de posibilidades. Las estrellas de estas galaxias no son soles distantes; titilan con el reflejo de mis anhelos más profundos: la paz, la sanación, la alegría sin reservas.

Cada pensamiento luminoso, cada deseo de bienestar, es una nave espacial que me transporta a confines desconocidos, más allá de los límites de lo tangible y lo predecible que impone mi realidad física. En este viaje cósmico de la mente, la imaginación no es solo combustible; es el motor de fusión que me impulsa. La perseverancia es mi brújula giroscópica, siempre apuntando al Norte de mi verdadero ser. Y la fe en mí misma es la fuerza gravitatoria, invisible pero poderosa, que me mantiene firme en órbita, lejos del agujero negro del desánimo.

No temo a la oscuridad del espacio exterior, porque he aprendido su secreto: es allí donde residen los secretos de la creación, las semillas no germinadas de un futuro que construyo activamente. Lo construyo con cada latido de mi corazón visionario, propiciando mi propio destino estelar, uno que está escrito no en los astros, sino en mis decisiones diarias.

He aprendido una verdad fundamental que trasciende la astronomía: las estrellas no están solo en el cielo. Brillan dentro, en fragmentos de mí que la adversidad no pudo quebrar y que aún tienen la audacia de soñar. Cada pensamiento luminoso es una nave que despega. Cada gesto de ternura hacia mí misma, o hacia otros, es una estrella guía que ilumina el camino de regreso al hogar interior. Y cuando la oscuridad parece tragarlo todo, cuando el dolor se cierne como un agujero negro de desesperación, recuerdo la lección del cosmos: el espacio necesita su sombra, su vacío, para que la luz tenga un lienzo sobre el cual existir.

No temo a la inmensidad del vacío, ni al silencio ensordecedor de mi aislamiento. En su quietud, escucho mi propio latido, ese sonido antiguo y rítmico que es la firma de que sigo viva, de que la máquina de mi existencia sigue funcionando. Mi misión no es la conquista épica del cosmos, no es dejar mi bandera en un mundo nuevo. Mi misión es infinitamente más humilde y más profunda: volver a mí misma, hallar un planeta habitable dentro de los confines de este cuerpo cansado, pero innegablemente lleno de vida.

❤️Sigo viajando. Sigo buscando el horizonte que se dibuja en la línea de mi voluntad. Porque incluso herida, incluso con fallos en el sistema de propulsión, sigo siendo la astronauta principal de mi esperanza. Y aunque mi nave tiemble a causa de las turbulencias de la enfermedad, mi rumbo está fijado, y el piloto automático, que apunta hacia la paz y la aceptación, no se desvía jamás.