Ya suena el otoño, ocre, armónico. Es un eco de susurros que atraviesan el aire, mientras el viento arrastra consigo memorias antiguas de estaciones pasadas. El bosque se mece con leves gemidos en una sinfonía de hojas secas y ramas crujientes, el suelo se convierte en un pentagrama donde cada paso es una nota única. Las hojas danzan en espirales, a merced del aire, similares a pensamientos errantes que, sin rumbo fijo, buscan algún rincón donde reposar. Se oyen murmuros de secretos al viento y los atardeceres tienen prisa. El sol, extenuado, se despide con destellos fugaces, pintando el cielo con una paleta efímera, donde cada color refleja una emoción que se desvanece lentamente, vistiendo las noches de estrellas más brillantes, y las lunas más importantes.
La naturaleza se convierte en una paleta de colores cálidos, como si las manos de un artista invisible aplicaran pinceladas delicadas, dejando rastros de calidez en medio del frío que se avecina. Desde el rojo intenso de las hojas, hasta el dorado de las espigas, la tierra se viste de gala, en una ceremonia íntima donde todo perece parece volverse eterno, al menos por un instante. Huele distinto, huele a musgo y tierra húmeda, a manzanas caramelizadas, como si el aire mismo se hubiera transformado en un postre otoñal, a castañas y a leña. Es un aroma que no solo llena los pulmones, sino que acaricia el alma, un recordatorio de tiempos cálidos que se desvanecen entre brisas frescas. Se perciben texturas diferentes, como la rugosidad de la corteza de un árbol o de las hojas secas. Todo es más intenso.
Las cristaleras se estremecen y crujen. Son los murmullos de un hogar que también siente el cambio, como si la madera, que alguna vez fue árbol, recordara el lamento de las ramas bajo el viento de otoño . La piel se eriza con la brisa fresca que lleva consigo retazos de recuerdos olvidados, y los labios saborean la primera taza de chocolate caliente, dulce, tibia, como si con cada sorbo se intentara atrapar el verano, que ya no está. Los ojos se pierden en los atardeceres de tonos ocres y rojizos, donde el cielo parece una pintura que se va desvaneciendo con cada parpadeo, y la mirada, sin querer, se convierte en parte del paisaje, otra hoja más que cae tras las pestañas.
Mientras los dedos acarician las páginas de un buen libro, el sonido del papel se fusiona con el crujir de las hojas en el bosque, componiendo una melodía sutil que sólo quienes escuchan con el alma y la calma, pueden percibir. Es una sinfonía, en realidad. La ropa comienza a pesar y los pies descalzos pierden el sentido, ya no buscan la frescura del suelo, sino el calor que les falta, mientras las capas de tela abrazan el cuerpo con una ternura necesaria y cálida. Los hombros se cubren y se destiñen las pieles y algunas sonrisas. El otoño colorea también los rostros, no solo los paisajes, y en las sombras que proyecta la luz crepuscular, las emociones se vuelven más profundas, más intensas, más sentidas, y el romanticismo se vuelve a apoderar de una, en todo su esplendor y ensoñación.
Sin embargo, es sensual, como un susurro íntimo que se desliza entre las ramas y en los corazones de quienes lo escuchan. La luz del otoño magnifica las facciones y resalta pómulos, labios y pestañas, haciendo que los rostros parezcan esculpidos por un artista caprichoso, que juega con las sombras y las luces como si fueran sus herramientas.
Los amantes entrelazan los calcetines y los abrazos, se acurrucan en el calor compartido, en la cercanía que el frío parece exigir, como si el cuerpo pidiera compensar la pérdida del calor solar con el calor humano. Se recogen en los refugios y en la intimidad, donde las palabras susurradas adquieren otro significado, y los silencios se llenan de complicidad, los rojos intensos favorecen los atardeceres y las copas de vino son más burdeos, y en el fondo del cristal parece encontrarse el sabor del otoño, donde cada sorbo es una caricia al alma.
Las calabazas asoman en los rincones y los fuegos preparan sus melodías, chispas que bailan en el aire, y crepitan, componiendo una sinfonía efímera que calienta tanto el hogar, como el cuerpo y el espíritu. Los fogones traman nuevas recetas con ingredientes más pesados, más aromáticos, y se combinan salados con notas dulces de frutos y confituras, y la intensidad de la caza. Los delantales con encajes vuelven a vestir las tardes, y los cuerpos.
Es bello, es romántico, es intenso, un suspiro de la naturaleza que, aunque apaga la luz lentamente, lo hace con una elegancia y una pasión que solo el otoño puede ofrecer, y modifica los colores, los olores, los sabores y convierte los días en susurros…