Hay dolores que no se negocian: llegan, se instalan, y nos recuerdan que el cuerpo también tiene voz.

Lo que sí podemos elegir es no darles las llaves de la casa. El dolor es huésped, pero el sufrimiento es mudanza permanente.

Aprender a distinguirlos es un arte: aceptar lo que duele, pero no dejar que nos robe la risa, la calma, de nosotros depende cómo los gestionamos.

El dolor puede ser un huésped inesperado, una visita incómoda que interrumpe nuestra rutina y nos exige atención. Pero el sufrimiento, en cambio, es una mudanza permanente, una elección consciente de aferrarse a esa molestia, de permitir que eche raíces profundas en nuestro espíritu y se adueñe de cada rincón de nuestra existencia. Aprender a distinguir entre ambos es, sin duda, un arte; un arte delicado y esencial para transitar la vida con plenitud.

Aceptar lo que duele no significa resignarse, sino reconocer la realidad de una situación. Es decir: «Sí, esto me afecta, me incomoda, me limita». Pero esta aceptación no debe confundirse con la capitulación. De nosotros depende cómo los gestionamos, cómo decidimos interactuar con esa sensación. Podemos permitir que el dolor nos robe la risa, la calma, la alegría, o podemos, con determinación y resiliencia, proteger esos tesoros de nuestra alma.

El dolor me toca, sí, me roza, me advierte, me recuerda mi fragilidad y mi humanidad. Pero no me rige, no me gobierna, no dicta el rumbo de mi vida. Soy yo quien decide. El dolor es una señal, no un destino. Y en esa distinción reside nuestro poder más profundo.

❤️ Yo decido cómo gestiono mi dolor. 

Esta profunda verdad resuena en cada fibra de nuestra existencia, revelando una distinción crucial entre dos experiencias humanas universales. Hay dolores que no se negocian, que irrumpen en nuestras vidas sin previo aviso: una enfermedad repentina, una pérdida desgarradora, una herida física o emocional. Llegan, se instalan, y nos recuerdan con una contundencia ineludible que el cuerpo, ese templo que habitamos, también tiene voz, y a menudo, es una voz que nos confronta con nuestra propia vulnerabilidad. Estos dolores son parte inherente de la condición humana, mensajeros de nuestra fragilidad y, paradójicamente, de nuestra capacidad de sentir.

Sin embargo, lo que sí podemos elegir, y esta es la clave de nuestra libertad interior, es no darles las llaves de la casa. El dolor es un huésped, sí, a veces inesperado y siempre incómodo, pero sigue siendo un visitante. El sufrimiento, en cambio, es una mudanza permanente. Es la decisión, consciente o inconsciente, de aferrarse a esa molestia, de permitir que eche raíces profundas en nuestro espíritu y se adueñe de cada rincón de nuestra existencia, transformando una visita temporal en una ocupación total.

Aprender a distinguirlos es, sin duda, un arte; un arte delicado y esencial para transitar la vida con plenitud. Es el arte de aceptar lo que duele, de reconocer su presencia sin intentar negarla ni luchar contra ella en vano, pero sin dejar que nos robe la risa, la calma, la capacidad de maravillarnos ante la belleza del mundo, o la esperanza en el futuro. De nosotros depende cómo los gestionamos, cómo decidimos interactuar con esa sensación punzante.

El dolor puede ser ese huésped inesperado, una visita incómoda que interrumpe nuestra rutina y nos exige atención. Nos obliga a detenernos, a mirar hacia dentro, a cuidar una herida. Pero el sufrimiento, en cambio, es una elección que hacemos, a veces por miedo, otras por costumbre o por una identificación profunda con la victimización. Es permitir que esa visita se convierta en una mudanza permanente, una elección consciente de aferrarse a esa molestia, de alimentar la queja y el lamento, de permitir que eche raíces profundas en nuestro espíritu y se adueñe de cada rincón de nuestra existencia. Confundir ambos es ceder nuestro poder.

Aceptar lo que duele no significa resignarse a la pasividad o a la desesperanza. No es una capitulación ante la adversidad. Es, por el contrario, un acto de valentía y autoconciencia: reconocer la realidad de una situación. Es decir, con honestidad brutal pero también con una firmeza interior: «Sí, esto me afecta, me incomoda, me limita en este momento.» Pero esta aceptación no debe confundirse con la capitulación. Al contrario, es el primer paso para retomar el control. De nosotros depende cómo los gestionamos, cómo decidimos interactuar con esa sensación. Podemos permitir que el dolor nos robe la risa, la calma, la alegría, que opaque cada rayo de sol en nuestro día a día, o podemos, con determinación y resiliencia, proteger esos tesoros de nuestra alma, esos espacios de luz que ni el dolor más profundo puede extinguir si no le damos permiso.

El dolor me toca, sí, me roza, me advierte de mis límites, me recuerda mi fragilidad y mi humanidad inherente. Me enseña sobre la vida y sobre mí mismo. Pero no me rige, no me gobierna, no dicta el rumbo de mi vida si yo no lo permito. Soy yo quien decide cómo respondo a su presencia. El dolor es una señal, un mensajero, no un destino ineludible. Y en esa distinción fundamental, en esa capacidad de elegir nuestra respuesta ante lo inevitable, reside nuestro poder más profundo, nuestra verdadera libertad.

❤️ Yo decido cómo gestiono mi dolor. Y en esa decisión radica la diferencia entre ser una víctima de las circunstancias o un arquitecto de mi propio bienestar emocional.